En palabras de Avilés Gómez, en “El metralla”, cuando te mandan a freír buñuelos, moños o espárragos, expresión utilizada por gente bien hablada, de la “beautiful people”, de colegio de monjas de los de antes, o a hacer gárgaras, un poco más expeditiva que la anterior y también de colegio de pago, o cuando te mandan directamente a tomar por el mismísimo culo, expresión contundente, grosera, definitiva e inapelable, de escuela nacional, de instituto de bachillerato con pintadas en los váteres, de colegas de botellón, o a que te la pique un pollo o te folle un pez, más grosero y peor que todo lo anterior, lo normal es que te sientas frustrado ante algo que querías y no has logrado. La frustración, dicen los psicólogos, genera agresividad. Otras veces agudiza el ingenio.
La Administración, las direcciones generales, las secretarías y subsecretarías, las delegaciones de algo —aunque sea algo inservible normalmente— las secretarías generales técnicas y los ministerios, no utilizan, evidentemente, la expresión soez y políticamente incorrecta: ¡Váyase usted a tomar por el culo! ¡Anda y que te la pique un pollo! Usan muchas veces, casi siempre, el silencio administrativo. La callada como respuesta. Ese mutismo inquietante quiere decir que no, que lo que has pedido no te lo conceden, como le sucede a muchos militares de Tropa cuando van a pedir un derecho tras un reconocimiento médico psico-físico por causas contempladas en acto de servicio, como es un peritaje de secuelas o invalidez legal en un Tribunal pericial médico cualificado como los de la Seguridad Social de las Comunidades Autónomas.
U, otras veces, si se dignan contestar, te dicen algo así como: “De conformidad con lo que prescriben los artículos 47 y siguientes de la Ley para la Represión del Franquismo y Memoría Democrática y demás concordantes en nuestro ordenamiento jurídico, bla, bla, bla…. “no procede acceder a su petición, porque no puede ser y además es imposible”. Contra la presente resolución puede interponer recurso Contencioso Administrativo ante el Tribunal y bla, bla, bla y sigue la verborrea jurídica, administrativa e ininteligible. Y uno, resignado, se dice a sí mismo: ¡A qué cojones voy a interponer yo nada! ¡Que os folle un pez a vosotros y os la pique un pollo a la vez, todo junto!
Pero hay veces, pocas, pero las hay, que algunos no tragamos con nada que sea moralmente injustificable, como es el caso, buscando el beneficio de la sociedad y la justicia y anteponiéndolas al interés personal.
Usted, Margarita, que dice que es católica, aunque sea lobo con piel de cordero, le puedo decir que, hoy, los doctores de la iglesia continúan analizando el Libro de Job y los numerosos escritos que generó para intentar resolver un problema teológico de difícil solución: por qué Dios permite el sufrimiento de los inocentes que se encuentran bajo sus zapatos de tacón y los de toda la sarta de políticos inmorales vestidos de uniforme a los que ha acostumbrado a decir “sí, Bwana” en los Cuarteles Generales. Esta es una de las cuestiones más utilizadas por los teóricos ateos para negar la existencia de un ser sobrenatural, bueno y todo poderoso. Usted que es una meapilas, aguanta cirios, pudiera dar con la solución si, verdaderamente, fuera creyente y no fuera una pantomima para llevarse de calle a todos los inocentes que se creen todo lo que se teatraliza olvidándose de lo que hay tras esa mujer malvada, conspiradora, presunta encubridora de asesinatos que está denunciada por todo ello, además de por evasión de capitales y que, como veremos en el artículo de mañana, también está pringada en el tráfico de drogas.
Pero pasemos a la historia. En 1755 un terremoto de intensidad que hoy se clasificaría como grado nueve en la escala Richter destruyó la ciudad de Lisboa. Después del seísmo un gran maremoto (tsunami) inundó la zona del puerto y el centro de la capital portuguesa. El desastre se produjo en la mañana del día de todos los santos, festividad religiosa en un país católico como Portugal. Los lisboetas abarrotaban las iglesias para rezar por los difuntos y miles de velas iluminaban los templos y las casas. Numerosos incendios se propagaron por la ciudad y no fueron extinguidos hasta cinco días después. Más de noventa mil personas perdieron la vida. El número de fallecidos entonces significó el 25% del total de habitantes de la ciudad. Los supervivientes pasaron varias semanas atemorizados sin saber qué más podía ocurrir.
Una desgracia de semejante magnitud tuvo repercusión en toda Europa y puso a reflexionar a los intelectuales más reputados de la época. Immanuel Kant, después de leer todo el material teórico entonces disponible sobre seísmos (no muy abundante), llegó a elaborar su teoría para explicar las causas naturales del devastador terremoto. Se equivocó en sus conclusiones, pero el manual que publicó para divulgar sus hallazgos fue considerado por los estudiosos de épocas más recientes el inicio de la sismología. Voltaire, también impresionado por el cataclismo, escribió sobre el terremoto en Cándido y en su Poema sobre el desastre de Lisboa. La tesis que defendió en ambas obras fue que todo se había debido a razones naturales y no divinas. El terremoto dio argumentos a Voltaire para criticar duramente el optimismo de Leibniz, que en su «Teodicea» defendía que vivíamos en el mejor de los mundos posible, que Dios se ocupaba de los hombres. Voltaire, con realismo seco, hizo decir al final de su obra a su personaje Cándido que para ser felices solo nos queda «cultivar nuestro propio huerto».
El terremoto de Lisboa se puede considerar el primer desastre de gran magnitud al que mayoritariamente se le dio una explicación científica y no sobrenatural. Hasta ese momento habían pesado más las explicaciones religiosas que veían en las hecatombes la mano de la justicia divina. Catástrofes naturales que se interpretaban como un siempre merecido castigo impuesto por el Todopoderoso sobre los humanos pecadores y poco temerosos de Dios.
Su gestión del personal de las Unidades Centros y Organismos del Ministerio de Defensa, Ejércitos y Guardia Civil, no es equiparable al terremoto de Lisboa, pero tienen al menos algo en común: el alto grado de incertidumbre y de miedo que está generando y que las razones no son causadas por la mano de la justicia divina, sino por su injusticia humana si humana se debe calificar su depravada actuación. Hoy no sabemos si seremos abducidos y, en caso de caer bajo los efectos de la sinrazón y el desorden y la injusticia, si los síntomas serán suaves o tendremos la mala suerte de padecer los graves como en los producidos por la pandemia (fiebre alta y problemas respiratorios). Conocemos cuánto durará esta crisis, hasta que se haga limpieza en el MINISDEF, y somos relativamente capaces de predecir las consecuencias político estratégicas y económicas de la mala gestión de todas sus actuaciones, por acción u omisión con el Reino de Marruecos, los Estados Unidos y la relación con las dictaduras Ibero-americanas, en el que se ha pringado a responsables militares que no tuvieron los testículos suficientes como para negarse a obedecer órdenes ilegales como el permiso de entrada a través de un aeropuerto militar del mayor enemigo de Marruecos o las maletillas de la representante de Venezuela por Barajas, entre otras nimiedades.
Como dice Ignacio Morgado (catedrático de Psicobiologia del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona): «La mente humana soporta mal la incertidumbre. Numerosas áreas del cerebro se activan suscitando miedo cuando no sabemos lo que va a pasar. Es una reacción natural, abocada a la protección, pero, cuando es muy intensa, el estado emocional dificulta que hagamos lo correcto. Nuestra mente prefiere agarrarse a lo seguro, aunque no sea lo mejor, que vivir en la incertidumbre».
Una lección que estamos aprendiendo con la situación a la que nos ha abocado su presidente, todo el Gobierno y la jodida pandemia es la que nos muestra de la forma más cruda nuestra fragilidad, nuestra insignificancia.
Hemos tenido que aceptar que nuestros científicos no pueden protegernos ante un virus desconocido y que nuestro cuerpo, aun estando sano, no es capaz de vencer sin graves secuelas a un bicho microscópico del que hace unos meses no teníamos noticia. En las próximas semanas y meses deberemos asumir que nuestros negocios y empleos, aquellos que considerábamos sólidos y con futuro, han desaparecido o va a ser complicado reflotarlos. Si unimos esta debilidad al hecho de que en esta crisis sanitaria el peligro —a diferencia de un terremoto— proviene del otro, del vecino, del que está cerca, lo natural, lo lógico, lo racional sería el individualismo, encerrarnos en nosotros mismos. Nadie podría acusarnos de egoístas en un escenario como este. El «sálvese quien pueda» está justificado. ¿O no?
Llama la atención que de forma general está ocurriendo lo contrario en todos los ámbitos a excepción del político. Nuestra sociedad está reaccionando de forma altruista ante la incertidumbre, ante el riesgo. Son mayoría los que colaboran, los que salen de su refugio para ayudar; en algunos casos poniendo en peligro la propia salud y su vida. Y es en esta forma espontánea y no organizada de actuar de todos nosotros donde está la mano de Dios.
En esta crisis hay muchas personas que se están portando como héroes y merecen nuestra admiración. Y no me refiero solo a los sanitarios y fuerzas de seguridad. Me refiero sobre todo a personas que en los sesenta metros cuadrados de un piso sin terraza teletrabajan, cocinan, limpian y desinfectan y cuidan de un enfermo. En algunos casos, además, tienen que atender a niños pequeños con los que no pueden salir a la calle. En esos casos y cuando además todo se hace con buena disposición y una sonrisa, ocurre algo sobrenatural. Ahí está Dios.
Una sociedad con miedo es una sociedad derrotada. La mejor forma de luchar contra el miedo es con buena información como la que estamos proporcionando de su “cristiana y católica persona”. Por gracia de Dios, la calidad de la información que estamos recibiendo, publicando y difundiendo por redes sociales es reflejo de la verdad pero, desgraciadamente, los medios comprados por los poderes facciosos como en el que usted milita, no publican noticias que puedan perjudicar sus labores de lavado de cerebro a los españoles de bien.
Sea por exceso de noticias o por lo poco contrastadas que estas llegan a nuestros ojos y oídos —puede que por los dos motivos al mismo tiempo—, la realidad es que leer o escuchar las noticias asusta más que tranquiliza. Quizás tenga razón el periodista Arcadi Espada cuando afirma que «hay asuntos sobre los que no se puede informar en directo». Y puede que gran parte de la culpa la tenga el hecho de que la mayor parte de los medios de comunicación buscan hoy en día entretener antes que informar. Cuando el periodismo deja de cumplir su principal obligación (ofrecer información veraz), pocos antídotos quedan contra el miedo. La oración, en estos días, se está convirtiendo en un remedio. Se puede rezar o se puede meditar o se puede simplemente estar en silencio. Hay un efecto en el acto de rezar: ayuda a reducir el miedo, el del que reza y el de aquel por quien se reza. Y en esta situación, no debemos olvidarlo, el principal enemigo, además del virus, es el miedo que meten los gobernantes con su incompetencia. Hay millones de personas rezando en este momento. Sin esas oraciones, sin esos buenos deseos, el miedo sería superior a la serenidad y en ese caso estaríamos perdidos como sociedad. Ahí está Dios.
Todos estos hechos están desmintiendo que seamos una sociedad individualista. El miedo te inmoviliza y te hace egoísta; ahí no está Dios. El amor te hace volcarte con el otro; ahí sí está Dios. Podemos decir con orgullo que en nuestra sociedad hay más amor que miedo.
Lo podemos llamar Dios, amor, altruismo, espiritualidad o karma. El nombre, como es lógico, es lo de menos.
Pero lo que está claro es que, a pesar de tener un pater a su servicio en el MINISDEF, donde está usted no está Dios.
Podemos entrar en disquisiciones teológicas o quedarnos con lo sencillo, con lo que todos entendemos de Dios: con el amor. Circulan miles de memes en la red sobre Dios. Muchos de ellos son básicos, facilones, casi para niños. La mayoría no tienen firma, se han convertido en sabiduría popular. Encontré uno que dice:
Busqué mi alma, pero mi alma no pude ver.
Busqué a mi Dios, pero mi dios se me escapaba.
Busqué a mi hermano y me encontré con los tres.
Rezo porque todos seamos, en la medida de nuestras posibilidades, fuente de alegría, esperanza y serenidad. Así venceremos juntos a los enemigos de España entre los que se encuentra usted y el resto del Gobierno de la Nación a los que, espero, se les aplique la justicia humana antes que la divina, pero también esta.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca