Disfrazado de lechero, Manuel Urrutia se dirigió en la noche del 17 de julio de 1959 hacia la embajada de Venezuela en La Habana, donde solicitaría asilo. Hacía apenas unas horas que había renunciado a su cargo como presidente de la República de Cuba.
Sus constantes roces con Fidel Castro habían motivado la noche anterior la renuncia de éste como primer ministro, pero las multitudinarias protestas y manifestaciones que se produjeron por todo el país mostraron claramente a Urrutia que era él el que había salido perdedor de aquel enfrentamiento.
Apenas había pasado medio año desde que, tras la huida de Fulgencio Batista, en la madrugada del 31 de diciembre de 1958 al 1 de enero de 1959, los líderes de la triunfante revolución -que es lo mismo que decir Fidel Castro- habían decidido el nombramiento Urrutia para la jefatura mayor del nuevo gobierno.
Este juez de carrera había ganado su prestigio entre los opositores a la dictadura batistiana con su defensa de que la ilegalidad de este régimen legitimaba los actos de insurrección. Con un perfil liberal, su nombramiento, junto al del abogado José Miró Cardona como primer ministro, había sido recibido con alivio en Estados Unidos, donde se observaban con cierto recelo los acontecimientos en la vecina isla caribeña. “Este gobierno parece mucho mejor que cualquier cosa que se hubieran atrevido a esperar”, transmitían en aquellos días los hombres de negocios estadounidenses con intereses en Cuba a los representantes de su gobierno.
Sin embargo, las fracturas entre las cabezas visibles del nuevo régimen no se hicieron esperar y en la primera mitad del año fueron varios los que plasmaron su ruptura abandonando incluso la isla para pasar al exilio. Miró Cardona había salido del Gobierno ya en febrero, dando la ocasión a Castro para tomar el mando del poder ejecutivo, y ahora en julio era Urrutia el que se veía forzado a renunciar, acusado por Castro de corrupción y deslealtad, tras haber denunciado lo que el héroe de la Sierra Maestra calificó de “leyenda comunista”.
Lo cierto es que desde esos primeros meses de la revolución eran constantes las voces que alertaban de la creciente infiltración comunista en el nuevo régimen cubano y rotundas las respuestas de Castro negando tal extremo. Sin ir más lejos, en abril de 1959, durante una gira por Estados Unidos, reiteraba ante la prensa que “he dicho de forma clara y definitiva que no somos comunistas”, reconociendo que “el progreso sería totalmente imposible para nosotros si no nos entendemos con Estados Unidos”.
En un escenario mundial marcado por la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética que obligaba al resto de países a posicionarse de un lado u otro en aquella batalla denominada Guerra Fría, ser visto como aliado del comunismo podía resultar fatal para quien aspiraba a gobernar una isla tan estrechamente vinculada a su poderoso vecino del norte.
Aquel epíteto, el de comunista, perseguía a Castro desde sus tiempos de conspirador contra el régimen de Batista, pero él siempre se había rebelado contra aquella acusación. Lo cierto es que, pese a las veleidades marxistas de algunos de sus más cercanos colaboradores (su hermano Raúl Castro o el guerrillero argentino Ernesto “Che” Guevara), la relación de aquel joven abogado de raíces gallegas con los comunistas cubanos había sido muy conflictiva.
No en vano, éstos, que habían sido durante años, curiosamente, uno de los principales aliados de Batista, fueron muy explícitos a la hora de denunciar las intentonas golpistas de Castro. Detenido durante su exilio en México, a mediados de los años 50, y acusado de promover un movimiento comunista, Castro subrayaría el “absurdo” de la denuncia. “¿Qué derecho tiene Batista a hablar de comunismo cuando él ha sido el candidato presidencial del Partido Comunista en las elecciones de 1940, apareciendo bajo la hoz y el martillo en sus carteles de propaganda electoral y teniendo a media docena de ministros y colaboradores miembros del Partido Comunista?”.
Aquellas negativas hicieron cierto efecto en la Administración estadounidense, donde la lucha de los hombres de Castro contra Batista en la segunda mitad de la década empezó a cosechar ciertas simpatías -e incluso alguna ayuda material- al tiempo que decrecía la convicción con la que el Gobierno de Dwight Eisenhower respaldaba al que había sido el hombre fuerte de la política cubana durante casi un cuarto de siglo. “Castro también había sido afortunado, o quizás muy hábil, al conseguir que la política de Estados Unidos hacia sus guerrilleros permaneciera dividida e insegura”, corrobora Richard Gott en Cuba. Una nueva historia (Akal, 2007).
Al fin y al cabo, para Estados Unidos, el Movimiento 26 de Julio que comandaba Castro era tan solo uno entre una amalgama de grupos diversos que, de manera más o menos coaligada, luchaban contra un régimen batistiano socavado por la crisis económica, la corrupción y la brutalidad represiva. La influencia de la burguesía parecía asegurada y, en el peor de los casos, parecía improbable que un régimen radical de izquierdas pudiera asentarse de forma estable en la isla.
Sin embargo, los líderes políticos estadounidenses no tardarían en darse cuenta de que el líder de “los barbudos” de la Sierra Maestra estaba muy por encima del resto de los opositores y su carisma lo capacitaba para sacar adelante su programa sin atender a reticencias. El baño de masas que se dio en su peregrinación desde Santiago a La Habana en los primeros días de enero de 1959 fue la prueba más evidente de su conexión con el pueblo cubano.
Recibido en la capital de la isla por una multitud entusiasta que lo esperaba cual redentor, Castro exhibió ante el público una retórica seductora que no hacía sino aumentar la confianza del pueblo en su nuevo líder. “Mientras observaba a Castro cobré conciencia de la magia de su personalidad”, describiría Ruby Hart Phillips, corresponsal de New York Times, quien subrayaba que mientras hablaba «se apoderaba de sus oyentes de una manera casi hipnótica y los obligaba a creer en sus ideas sobre la misión del gobierno y el destino de Cuba».
Ese destino pasaba por conseguir, al fin, la independencia real de la isla. Había pasado ya más de medio siglo desde que Cuba logró zafarse del dominio de España. Pero el apoyo que en aquel conflicto recibieran de Estados Unidos se convertiría de forma automática en una nueva forma de dominio.
Como observa el historiador Leslie Bethell en su magna Historia de América Latina, la influencia continua de su vecino del norte convertiría la independencia de la isla caribeña en una «simple fórmula» y «antes de que transcurriera un decenio desde la guerra de la independencia, Estados Unidos ya era omnipresente en Cuba, dominaba totalmente la economía, penetraba por completo en el tejido social y ejercía el control pleno del proceso político».
La creciente dependencia económica -basada, principalmente, en la exportación de azúcar y la importación de todo tipo de productos- y la incesante inestabilidad política hicieron casi indispensable la continua intervención estadounidense en los asuntos cubanos, hasta el punto de alimentar la sensación entre los propios habitantes de la isla de que ellos mismos eran incapaces de autogobernarse.
Durante buena parte del siglo XX, mientras el negocio del azúcar ofreció réditos suficientes, aquella sumisión, aunque controvertida, no encontró excesiva contestación. Pero a finales de la década de los 50 la crisis económica exacerbaba las dificultades de buena parte de la población, en un país que, pese a mostrar unos datos macroeconómicos aceptables, se veía afectado por una profunda desigualdad.
Todo esto estaba presente en el primer discurso de Fidel Castro tras el triunfo de la revolución, cuando señaló que «esta vez no será como en 1898, cuando llegaron los norteamericanos y se adueñaron de nuestro país. Esta vez, afortunadamente, la revolución llegará realmente al poder».
Esa retórica no implicaba necesariamente una ruptura con Estados Unidos. De hecho, esa misma noche cenó con el cónsul estadounidense en Santiago. Pero las buenas voluntades comenzaron a torcerse con la reforma agraria que, siguiendo lo prometido en sus mensajes casi desde el inicio de su lucha, planteó en las primeras semanas de gobierno.
En su biografía sobre Fidel Castro, Volker Skierka defiende que la intención de Castro pasaba por dilatar aquella medida, para evitar el enfrentamiento con Estados Unidos, pero que las ocupaciones de tierras por parte de campesinos alentados por su hermano Raúl o el Che Guevara acabaron precipitando el proyecto.
Aun con todo, existe cierto consenso en considerar que aquella reforma resultó relativamente moderada, «pero los poderosos terratenientes cubanos y de toda Latinoamérica la veían como el borde del abismo. Causó una preocupación particular en Estados Unidos, ya que una cláusula afirmaba claramente que en el futuro la tierra cubana solo podía ser propiedad de cubanos, perjudicando así a los terratenientes extranjeros, de los que la mayoría eran estadounidenses. Había una promesa de compensación, pero a ojos de mucha gente la ley daba crédito a la idea de que Castro era comunista y comenzó a ser calificado como tal tanto fuera como dentro de Cuba», explica Gott.
Aunque aún hubo varios intentos de entendimiento, aquel primer desencuentro supuso un punto de no retorno en las relaciones entre la Cuba castrista y el gobierno estadounidense, que pronto consideraría la necesidad de derrocar a los guerrilleros de la Sierra Maestra. Ya en octubre de 1959, Eissenhower se mostraba desengañado al afirmar que «aquí hay un país del que se podría creer, sobre la base de nuestra historia, que sería uno de nuestros amigos reales».
Por entonces, la hostilidad estadounidense respondía más a la defensa de sus intereses económicos que a la percepción de una amenaza seria comunista en su vecino insular. Lo cierto es que, hasta entonces, el dominio de Estados Unidos sobre Latinoamérica se había dado por sentado y su rival soviético apenas había mostrado interés en la revolución cubana durante su primer año.
Sin embargo, con Estados Unidos cada vez más dispuesto a sabotear la economía cubana para forzar la voluntad de Castro, éste empezó a vislumbrar las posibilidades que le abría un acercamiento al régimen soviético, entonces encabezado por Nikita Jruschov. A cada medida de oposición por parte estadounidense, el gobierno castrista respondía con confiscaciones de activos y nacionalizaciones de empresas estadounidenses. Desde petroleras e ingenios azucareros, hasta distribuidoras de lámparas o cines, una tras otras las compañías de capital yanqui fueron cayendo bajo el control del estado cubano.
La decisión adoptada entonces por el Gobierno de Washington, que decretó la reducción de sus compras de azúcar, fue la que facilitó a la URSS y otros regímenes comunistas como el de China ofrecerse como salvavidas de Cuba con una serie de convenios para la adquisición de azúcar, la concesión de préstamos o el envío de distintos materiales.
Fue el año 1960 el que marcó «el punto de arranque de la radicalización comunista» del régimen castrista, según señala el historiador Rafael Rojas en su Historia mínima de la Revolución cubana (Turner, 2015). El abandono de la delegación cubana de la reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) o, más simbólicamente, el abrazo entre Castro y Jruschov en Nueva York, durante una reunión de la Asamblea General de Naciones Unidas, supusieron la constatación de que «los líderes revolucionarios parecen decididos a quemar las naves y a acelerar la transición socialista».
La creciente estatalización de la economía nacional, la represión de quienes denunciaban la deriva comunista del régimen -incluidos personajes fundamentales en la revolución como Huber Matos-, el cierre de los medios opositores o el abandono de promesas revolucionarias como la convocatoria de elecciones -«¿elecciones para qué?», llegaría a preguntarse Castro- eran también evidencias de que el nuevo régimen cubano se encaminaba por unos derroteros muy distintos a los que cabría esperar de una democracia liberal.
El 2 de septiembre, frente a una multitud entregada, Castro lanzó la que pasaría a la historia como la Primera Declaración de La Habana, en la que denunciaría «la intervención abierta y criminal que durante más de un siglo ha ejercido el imperialismo norteamericano sobre todos los pueblos de la América Latina» y advertiría de que «la ayuda espontáneamente ofrecida por la Unión Soviética en caso de que nuestro país fuera atacado por fuerzas militares imperialistas no podrá ser considerado jamás un acto de intromisión, sino que constituye un evidente acto de solidaridad».
Para entonces, Jruschov ya había dado por muerta la Doctrina Monroe, que consideraba una agresión cualquier intervención europea en el continente americano. Pero para el Gobierno estadounidense todo aquello sonaba a poco más que fanfarronadas que estaba dispuesto a cortar de raíz, con la deposición de Castro. Otros gobernantes, como el guatemalteco Jacobo Árbenz, podían dar fe de la capacidad de la Administración de Estados Unidos para hacer caer un gobierno que no se ajustara a sus deseos.
Así, en abril de 1961, ya con John Fitzgerald Kennedy en la Casa Blanca, los servicios de inteligencia estadounidenses lanzaron, apoyados en exiliados cubanos, una operación militar destinada a despertar una insurrección en la isla que pusiera fin al movimiento revolucionario. Sin embargo, la invasión de Bahía de Cochinos representó un rotundo fracaso de la oposición a Castro, que pudo aplastarla en pocos días.
Aquel operativo supuso «uno de los peores errores estratégicos de Estados Unidos en todo el siglo XX: reforzó el control de Castro sobre Cuba, aseguró la pervivencia de su revolución y contribuyó a empujarlo al campo soviético», sostiene Richard Gott.
Pocos días antes, en una ceremonia fúnebre por las víctimas ocasionadas por una de las ofensivas contrarrevolucionarias, Castro había al fin proclamado el carácter «socialista» de su revolución y antes de que terminara el año se confesaría como un «marxista-leninista» desde siempre.
A Estados Unidos su cercano vecino y aliado se le había transformado en un enemigo acérrimo. No tardaría en comprobar los riesgos que eso conllevaba. La Cuba de Castro había roto los lazos con su pasado e incluso con su sino geográfico y había emprendido un viaje hacia otro mundo.
Sesenta años después los castristas saben que el “modelo cubano” es totalmente improductivo e inviable. Son unos negreros que viven de alquilar esclavos profesionales a los que les extraen una plusvalía del 80%. O policías que montan llave en mano la nueva dictadura, como han hecho en Venezuela. O viven de las remesas de los exiliados, de las dádivas de las iglesias, o de bañar en el mar y pasear turistas en contubernio con empresarios extranjeros a los que no les importa la catadura del socio local, siempre que les deje copiosos beneficios.
Así son las resacas revolucionarias. Suelen ser muy largas y muy tristes.
Compendio de artículos del INDEPENDIENTE desde el año 2018 hasta 2021.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca