En un artículo publicado en “La Vanguardia”, el 11/01/2013, se escribe por M. Sandri:
En uno de sus célebres aforismos, Giulio Andreotti, siete veces primer ministro italiano, dijo que “el poder desgasta… a quien no lo tiene”. Pero quien lo ejerce, tampoco rebosa de salud. Es más: la historia demuestra que el oficio de gobernar suele pasar factura, a veces de forma grave, y que la enfermedad condiciona el ejercicio de este. David Owen, médico, que fue en los años setenta ministro de Exteriores del Reino Unido, ha publicado un libro en el que repasa las enfermedades de los principales jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años (En el poder y en la enfermedad, Siruela). Su conclusión es que pocos líderes consiguen el aprobado.
En un artículo publicado en el 2009 en la revista Brain, junto a Jonathan Davidson, profesor del departamento de Psiquiatría y de las Ciencias del Comportamiento en la Duke University, en Dirham (EE. UU.), Owen llegó a la conclusión de que la mitad de los presidentes estadounidenses entre 1776 y 1974 ha padecido trastornos psiquiátricos. Los más comunes: depresión, ansiedad, trastorno bipolar y dependencia del alcohol. En uno de cada tres casos, estos problemas “fueron evidentes a lo largo del ejercicio de su mandato”. Algún ejemplo: Theodore Roosevelt (trastorno bipolar), Wilson y Hoover (trastorno depresivo grave), Nixon (abuso de alcohol). ¿El oficio del político es malo para la salud?
El profesor Jonathan Davidson ha aceptado contestar por correo electrónico a algunas preguntas. “En algunos casos había tendencias previas de algún síntoma antes de que los líderes asumieran el cargo y no hay duda de que, al ejercer el poder, el problema se acentúa. No obstante, se han dado casos en los que la enfermedad apareció por primera vez en la presidencia”. “Dicho eso –añade–, no creo que tampoco los políticos tengan una predisposición a volverse locos”. En cambio, según el psiquiatra José Cabrera, autor del libro La salud mental de los políticos, “una persona que accede al poder político ya presenta un perfil predeterminado y posee una ambición especial. Sin embargo, aunque uno tenga una vocación para ocupar cargos políticos, el ejercicio del poder es una losa tan grande que le puede hacer perder la perspectiva. No necesariamente se traduce en algo grave, pero sí pueden darse unos síntomas inherentes al oficio”.
Los trastornos psíquicos no siempre salen a la luz o, si lo hacen, ocurre años después. El dato está confirmado por las estadísticas: en los últimos cien años, sólo dos jefes de Estado o de Gobierno han sido declarados dementes de manera formal. El presidente francés Paul Deschanel, que dimitió voluntariamente en 1920, y en 1952 el rey Talal de Jordania, que fue obligado a dejar el cargo a causa de su esquizofrenia. Nada más. Con toda evidencia, la mayoría de las enfermedades de los jefes de Estado y de Gobierno han sido subestimadas o, en el peor de los casos, ocultadas a la opinión pública. Según Cabrera, “la explicación es esencialmente política: los mandatarios mantienen sus dolencias bajo secreto para no debilitar su poder y para no influir en la lucha de sucesión”.
Son varios los mandatarios que han optado por ocultar su estado real de salud mientras estaban en el poder. François Miterrand es tal vez el caso más llamativo. Sufría cáncer de próstata, pero pronto su obsesión por esconder la enfermedad se transformó en paranoia. El presidente francés tenía miedo de ser objeto de espionaje médico internacional y de que le descubrieran. Claude Gubler, su médico personal, se vio obligado a acompañar a Mitterrand en sus viajes con el equipo a cuestas y a colgar el gotero de las perchas de los armarios de los hoteles para no poner clavos en las paredes. Gubler registraba a consciencia el cuarto de baño usado por su paciente y vaciaba las cisternas después del uso para estar seguro de no dejar rastro en las habitaciones de los hoteles que pudieran hacer sospechar que el presidente estaba enfermo. Gubler confesó que “jugaron al escondite con la muerte durante once años”.
A Mitterrand le costó revelar un cáncer. Pero lo habitual es ocultar trastornos psíquicos. Sea por vergüenza o, simplemente, por negar la realidad. “Los electores todavía estigmatizan los que sufren problemas mentales. Además, el gobernante cree que, si el trastorno fuera público, pudiera perder votos. Y así no reconoce su propia debilidad”, sostiene Davidson. Para Owen, en todo caso hay que ser prudentes y no confundir el diagnóstico médico con el político. “La depresión y la enfermedad mental están extendidas y no pueden ser consideradas como una incapacidad automática para desempeñar un cargo público”, escribe. De hecho, se han dado hasta casos en los que los pacientes supieron aprovechar la enfermedad a su favor. Es el caso de Lincoln. “Es probable que dominar su depresión o aprender a vivir con ella contribuyera a su carácter como presidente”, señala. Pero lo mismo se puede decir con Churchill, por no hablar de Roosevelt, que padeció polio y problemas cardiacos y, pese a ello, pasó a la historia como uno de los mejores presidentes de la historia de EE. UU. “Los tres salieron reforzados y hasta fueron mejores líderes y más decisivos, porque fueron capaces de mejorar su capacidad de juicio. Es lo que se llama, en términos médicos, “realismo depresivo”, señala Owen.
El problema, más bien, tiene lugar cuando la enfermedad, psíquica o física, tiene consecuencias concretas sobre las políticas de los gobernantes. Según Davidson, Harold Wilson y Ronald Reagan (que sufrieron demencia), Nixon (adicto al alcohol) y Kennedy (dependiente de fármacos) tomaron decisiones equivocadas debido a su estado de salud. Por no hablar de aquellos mandatarios que, en un ataque narcisista y de endiosamiento, se dejaron llevar por su instinto en contra de la razón de Estado. Es lo que en la psiquiatría se conoce como síndrome de hybris.
El filósofo David E. Cooper definió la actitud propia de la hybris como “exceso de confianza en uno mismo, una actitud de mandar a freír espárragos a la autoridad y rechazar de entrada advertencias y consejos, tomándose a uno mismo como modelo. Según Owen, “la mayoría de los síndromes de personalidad suele manifestarse en las personas antes de los 18 años y perduran el resto de su vida. El hybris, en cambio, parece más bien como algo adquirido. Se manifiesta cuando el ejercicio del poder se ha asociado al éxito durante un largo periodo de tiempo y se ha ejercido con pocas restricciones”. Aunque no hay consenso en el mundo científico sobre la definición de esta patología, entre los políticos que pueden haber padecido el hybris, según Owen, estarían Tony Blair y George W. Bush. La controvertida invasión de Iraq, llevada a cabo pese a muchas críticas externas e internas, sería el ejemplo más claro de este trastorno.
De ahí la pregunta: ¿se puede evitar que el mandatario que acceda al poder desarrolle enfermedades que le impidan el ejercicio de su función? Uno podría pensar: tenemos a los políticos que nos merecemos. ¿Pero y los médicos? “Los tratamientos han sido en muchos casos muy inconsistentes, con profesionales que hacían todo lo que su poderoso paciente le pedía”, sostiene Davidson. Los doctores se encuentran a menudo entre la espada y la pared: decir la verdad sobre el estado de su asistido se puede considerar una violación del secreto profesional, pero engañar con medias verdades en un boletín es mentir a la opinión pública. Una posible solución es que, si hay que comunicar algo, el responsable sea el paciente o su gabinete. Y que el médico se encargue sólo de curar. En cambio, Owen y Davidson coinciden en que para frenar el hybris poco se puede hacer. “Ningún tratamiento puede sustituir la necesidad de autocontrol, la preservación de la modestia, la habilidad de reírse de sí mismo y la capacidad de escuchar a los demás”.
Para Cabrera, “un paciente tiene derecho a estar enfermo y a ser tratado bien. Pero yo creo que los ciudadanos deberían exigir, y es también su derecho, que sus gobernantes disfruten de una salud estable”. ¿Y si se llevara a cabo una valoración médica independiente al político antes de ocupar el cargo? De hecho, es una práctica común en las sociedades anónimas. Los accionistas exigen protección y transparencia en lo que se refiere a la salud de sus consejeros delegados. Aunque, en la política, es más difícil de llevar a la práctica. “¿Habrían apoyado los norteamericanos a Roosevelt en 1944, cuando se presentó a un cuarto mandato, de haber podido leer una valoración médica independiente que detallara su dolencia cardiaca?”, se pregunta Owen.
Creo que una valoración médica de nuestro gabinete de ministros con su presidente a la cabeza nos daría peor visión de estos que la de un examen de Geografía e Historia de España de nivel ESO a los neófitos, que ya es decir. Vaya por delante que Unidas Podemos vuelve a intentar construir una ley de salud mental, después de que en 2019, sobre la campana de la anterior legislatura, fracasara en el Parlamento por falta de apoyos. En esta ocasión, el grupo parlamentario ha preferido abrir la puerta a las aportaciones del sector y de otras formaciones políticas antes de dar el paso para registrarla en el Congreso. Esencialmente es la misma ley de hace dos años pero incorpora a la propuesta los nuevos retos que se han evidenciado con la pandemia en el comportamiento del gobierno que es lo que ha hecho saltar las alarmas.
Por algo se empieza.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.