Se debe decir, ahora que ya se han concedido los indultos, que la amnistía es posible legalmente y, probablemente, se concediera también a presos vascos. La Constitución guarda un absoluto silencio acerca de ella y lo que no está contemplado en las Leyes, se puede producir por no ser ilegal. La doctrina penal ha entendido que la ausencia de específica prohibición, por un lado, y el genérico reconocimiento constitucional del derecho de gracia, por otro, deben conducir a la admisión de la amnistía, si bien entendida como una modalidad por demás extraordinaria y siempre estrictamente regulada por la propia Ley que la conceda. A nuestro entender, la Constitución debiera también haber prohibido expresamente la amnistía, por las mismas o más razones que no son permitidos los llamados indultos generales. Es más: creo que puede mantenerse, que si los indultos generales están constitucionalmente prohibidos, con mucha mayor razón debiera entenderse prohibida la amnistía. Probablemente carezca de sentido, desde luego, prohibir lo menos (indultos generales), y permitir lo más (amnistías), aunque tampoco desconocemos que como quiera que éstas hubieran de ser concedidas por el Parlamento en virtud de Ley, puede que las razones últimas que ciertamente limitan la potestad de gracia –e impiden la gracia general– tal vez no afecten al poder legislativo de las Cortes generales. En todo caso, la jurisprudencia constitucional italiana ha apuntado al respecto un principio difícil de observar en las leyes individuales: la necesaria sumisión de la amnistía al principio de igualdad.
La discusión, en consecuencia, debe centrarse en la admisión o no de tal medida de gracia, pues, como dijera Dorado Montero, una vez admitido el poder para la concesión de amnistías, el mismo no conoce límites. Sin embargo, precisamente por ello, tal instituto es de difícil compatibilidad con la concepción general de un Estado de Derecho (artículo 1.1 de la Constitución); aunque hubiera que entender que la amnistía no se halla vedada per se absolutamente en un Estado de Derecho, es preciso reconocer que la disposición parlamentaria que la acordase resultaría constitucionalmente sospechosa. En todo caso, por lo que al derecho positivo actual se refiere, el artículo 130 del Código Penal no hace referencia alguna a la amnistía como un caso de exclusión de la pena, o, si se quiere, de extinción de responsabilidad criminal –a diferencia del derogado artículo 112.3.º–, de modo tal que, como concreción del derecho de gracia, el Código sólo reconoce al “indulto particular”, lo que debería llevar a la conclusión de que la discusión sobre la posibilidad de la amnistía carece hoy día, ya, de toda vigencia.
Y es que, en general, las críticas que pueden y deben hacerse a la institución de la clemencia, son muchas y muy fundadas, no sólo en su modalidad de amnistía, sino también en su vertiente de los indultos generales e, incluso, respecto de los indultos particulares, reconocidos por la Constitución, probablemente como concesión al pasado –a un pasado sin un Estado de Derecho en la actual inteligencia–, pero para sorpresa jurídica del presente –y decimos sorpresa, pues nada nos ha sido explicado de las medidas graciables por y desde las actuales concepciones del Estado–.
Estas manifestaciones del Derecho de gracia no son más que expresión aguda de la “mala conciencia” en la legislación y justicia penales. Parecen constituirse en una suerte de propia autonegación del Derecho penal vigente, pues, por lo general, es la propia Ley la que desempeña, contra la medida de gracia, esa función negadora. Por ello, no puede extrañar que la doctrina penal haya mostrado habitualmente su rechazo a los institutos de la amnistía y del indulto general, y, desde luego, muchos de los reproches que a ellos se hacen son perfectamente predicables de los indultos particulares.
El problema más grave que plantea este tipo de medidas de gracia es que suponen un atentado frontal para el principio de legalidad de los delitos y de las penas. Por eso, una política general de indultos y amnistías nos sitúa en épocas históricas, lógicamente, pues en aquéllas dicho principio de legalidad no regía, o, lo que es lo mismo, etapas pretéritas en las que no podía afirmarse la vigencia del Estado de Derecho y la aplicación del Derecho penal no se hallaba separada del poder político estatal.
En efecto, el “derecho de gracia” no es más que una supervivencia clemente que ha llegado hasta nuestros días, y, en sus manifestaciones más generales, adolece de motivaciones netamente políticas. No se trata más que, en definitiva, de una renuncia expresa al ejercicio del poder punitivo del Estado, fundada en razones de convivencia política, la cual resultaba lógica en un Estado que ejercía el ius puniendi de forma arbitraria, pero no en un Estado, como el actual, que lo ejerce de una forma ordenada –con arreglo a la ley– y, sobre todo, en separación de poderes. Cuando el titular del ius puniendi, sin separación alguna de poderes, era el Monarca, lógico era que él retuviese la otra cara de la moneda del derecho a castigar: el derecho a perdonar. Pero lo cierto es que el derecho de gracia, reconocido al Rey, ya no puede ser, por tanto, atribuido a alguien distinto de a quien está conferido el poder de juzgar, que no es otro que, según la propia Constitución, el pueblo. Y así, obviamente, hoy día, como quiera que el ejercicio del ius puniendi recae en el poder judicial, resulta un cuerpo extraño al propio sistema que el poder ejecutivo (indultos) o el legislativo (amnistías) puedan retener la contrapartida de dicho poder, es decir, de un poder que no les pertenece. En este sentido, el derecho de gracia se constituye como un límite no suficientemente justificado a la división de poderes.
A este juicio crítico general ha de añadirse que este tipo de medidas de gracia, por definición y también como consecuencia de sus orígenes históricos, basa su tipología en la ausencia de reglas fijas para la toma de la decisión clemente, lo que, en definitiva, supone que la misma se torna arbitraria, en el sentido literal del término: como facultad que tiene el hombre de adoptar una resolución con preferencia a otra, simplemente. La incompatibilidad con el principio de igualdad ante la ley, propio también de nuestro Estado de Derecho, se muestra, pues, también en este sentido, manifiesta.
En todo caso, este sucinto análisis crítico que acabamos de exponer no debe necesariamente ser entendido como un alegato que conduce a un desamparo del penado en situaciones límite. Antes bien, una hipotética supresión del derecho de gracia podría y debería ser compensada en Derecho sin demasiadas dificultades –de hecho, las bases para tal compensación ya existen– y, sobre todo, con mayores garantías, mediante una aplicación de otras posibilidades legales que, como decimos, ya son actualmente existentes, pero que hoy día permanecen infrautilizadas al albur, precisamente, del instituto del indulto.
Así, por un lado, en general, el indulto no es la mejor manera de “enmendar” la ley penal, y que, por otro, en concreto, tampoco una “corrección” de hipotéticos errores judiciales –otra de las justificaciones que, tradicionalmente, se atribuyen al instituto del indulto– tiene razón de ser que quede excluida del actual sistema de recursos, incluido el denominado extraordinario de revisión.
Por tanto, podemos esperar, pese a la crítica y análisis de Javier Sánchez-Vera Gómez-Trelles, que el ejecutivo con el indulto y, posteriormente, el legislativo con la amnistía aparecerán en la mesa de negociación como bien dijo el diputado Rufian: “Denos tiempo”.
La amnistía es posible legalmente pese al sentir y conocimiento general de la ciudadanía en sentido contrario: sólo hace falta la Ley que la otorgue. Aquí no se da puntada sin hilo.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.