Acabo de leer que el Gobierno ha recibido el permiso de «obras» para iniciar las de profanación de los descansos últimos de los del Valle de los Caídos.
No seré yo, ni mucho menos, el primero que lo diga: los vivos tenemos una acentuada propensión a no dejar en paz a los muertos. Es verdad que, en el momento del adiós, sea cual fuere la ceremonia de despedida, el oficiante suele decir eso de «Descanse en paz» y los demás suelen asentir y aparentar que comparten tan piadoso deseo. Hay que reconocer que, por lo general, en la mayor parte de los casos, el deseo se respeta y la aspiración a esa paz que suele denominarse eterna no se ve alterada por ninguna intervención extemporánea de los que aún aguardan su turno. Pero me temo, ¡ay!, que eso no se debe tanto a una cuestión de respeto como de falta de incentivos. Seamos claros: al muerto se le deja en paz si ya no va a rendir beneficio alguno para los vivos. Porque, cuando no es así, se le saca de la sepultura en el momento que haga falta, se le traslada, se le pasea, se le manosea o incluso se le desmenuza a cachitos, como sucede con las llamadas reliquias de los santos.
Aprovecho la alusión anterior: vayamos por partes, en efecto. Lo primero que es preciso decir y reconocer es que, en este terreno, como en tantos otros, se ha producido un vuelco espectacular a lo largo de las últimas décadas ‒del último medio siglo, para ser más precisos‒ con la generalización del método de la incineración. Ya que hablamos de muertes, cabe aquí decir con propiedad aquello de «muerto el perro se acabó la rabia». Está claro que, si se quema el cadáver, si se transforma en cenizas, se acelera hasta extremos desorbitados lo de «polvo eres…» y, convertido en polvo, deja ya de ser útil para casi cualquier cosa. Aun así, digo «casi» porque las cenizas de algunos próceres o individuos ejemplares pueden adquirir categoría de símbolos y el lugar en que se deposite lo poco que queda de ellos puede tener para amigos y enemigos un valor emblemático, como pasaba con las antiguas tumbas monumentales. En este sentido, la tentación de robar las cenizas –y no hablo de meras hipótesis, sino de realidades, actos que se han llevado a cabo‒ viene a ser algo muy similar en el plano simbólico a lo que antaño era el robo de cadáveres, con la ventaja de que las cenizas pueden transportarse mejor que los huesos (¡y no digamos que un cuerpo pútrido o un buen pedazo de esqueleto!).
Pero, bueno, reconozco, como decía líneas arriba, que la incineración ha supuesto un cambio revolucionario en este ámbito. Ello es así hasta el punto de que, como todo el mundo sabe, los jueces prohíben que el finado pase por el crematorio cuando suponen que puede haber algún litigio pendiente o alguna prueba que practicar al cadáver. Porque, como dicen los forenses, los cadáveres hablan mucho. Así que, cuando hay un accidente extraño, un asesinato, algún asunto controvertido, alguna prueba de ADN que practicar o cosas por el estilo, la justicia se niega en redondo a convertir el fiambre en una bolsita de cenizas. Retomando, por tanto, el hilo con que empezamos, cuando decimos que no se deja descansar al muerto, nos referimos casi siempre al muerto crudo, el que no haya pasado por el horno. Teniendo en cuenta lo que se ha generalizado la cremación, esto reduce mucho, indudablemente, el panorama de seguir molestando al difunto. Como en tantos otros aspectos de la vida, en esta cuestión de la muerte la técnica nos ha venido a resolver y cortar por lo sano lo que los seres humanos hemos sido incapaces de solventar durante siglos. Y a este último aspecto es al que voy a referirme, pues el problema de no dejar en paz a los muertos es, sobre todo, un asunto del pasado. Ya he adelantado que puede darse también la lata con las cenizas, pero la dimensión macabra queda mucho más atenuada. Donde se ponga una monda calavera, un cuerpo putrefacto o un esqueleto aún recubierto con el sudario, que se quiten todas las demás alternativas. El muerto tradicional, con pestilencia, gases y gusanos –a lo Valdés Leal, para entendernos‒, no tiene rival posible en esas muertes limpias y asépticas que culminan en un crematorio de interiorismo chic y diseño posmoderno. Es obvio que la muerte ya no es lo que era.
Diré en mi descargo que todo lo que antecede no ha salido de mi cacumen después de una mala noche o como resultado de la ingestión de sustancias extrañas. Ni siquiera apelo a mis menguadas dotes de fabulador, pues me limito a abrir Google y las páginas críticas de Rafael Núñez Florencio en RdL, “Revista de Libros”, del que copio y pego, y leer las que realiza de los dos a que se refiere; el primero lo firma Nieves Concostrina y lleva por título Polvo eres, con un subtítulo mucho más descriptivo: Peripecias y extravagancias de algunos cadáveres inquietos. El segundo es de Marta Sanmamed y se titula de modo mucho más austero Aquí yace… o no. Las reflexiones anteriores son de su responsabilidad, de Núñez Florencio, pero las peripecias y circunstancias específicas que referiré a continuación no serán ya de su propia cosecha, sino que proceden en su mayor parte de los libros antedichos.
Más allá de los detalles concretos, cuya precisión, como he dicho, no queda adecuadamente documentada, lo que me interesa resaltar aquí es el trasiego que a lo largo de los siglos se ha traído la humanidad con los muertos, enterrándolos en un lado, exhumándolos, volviéndolos a enterrar en otro, llevándolos en procesión, exhibiéndolos, troceándolos, repartiendo sus partes, escondiéndolos, secuestrándolos o robándolos en una interminable estela de idas y venidas, con un entusiasmo que al tiempo nos admira y nos desconcierta. La trascendencia –en su más compleja acepción‒ que otorgamos a la muerte queda desmentida con el aprovechamiento oportunista que hacemos de ella en incontables ocasiones. El respeto que guardamos hacia los muertos cesa cuando caemos en la cuenta de que el finado puede proporcionar con frecuencia pingües beneficios a los vivos. La solemnidad con que despedimos a los difuntos ilustres apenas puede encubrir la determinación de sacar buen partido de ellos para las causas más diversas. En todos esos casos, el contraste flagrante entre la teoría, la pompa o la apariencia y una realidad mucho más pedestre es la que genera el humor. En este caso, evidentemente, ese tipo de humor que llamamos negro, con manifiesto prejuicio político ideológico. De manera muy parecida a lo que sucede en la picaresca clásica, la antítesis entre los altos objetivos declarados y las vulgares pautas de la vida cotidiana sólo puede sustanciarse mediante la risa. Reímos porque no queda otro recurso.
Este es un campo abonado para las paradojas, pues no en vano se trata de muertos que vuelven al campo de los vivos. No estamos en una película de fantasmas, zombis o muertos vivientes, sino ante una realidad en la que unos vivos muy vivos, en vez de dejar en paz a los fallecidos, los utilizan para diversos fines. Algunos de esos casos han pasado a la historia. Es muy probable que sea historia espuria, es decir, leyendas o mitos cuya verosimilitud haríamos bien en poner en entredicho, pero lo cierto es que han llegado a nosotros desde un pasado remoto y forman parte a veces de la tradición nacional o patriótica. En el ámbito español, uno de los lances más conocidos y celebrados –me atrevería a decir que uno de los más emblemáticos, si no el que más‒ es el que tiene como protagonista a don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, que supuestamente ganó su última y decisiva batalla después de muerto. No ya sólo así ha sido recogido desde tiempo inmemorial en multitud de crónicas, poemas y narraciones, sino que el mito llega a nuestros días.
Nada menos que cuatro países ‒España, Francia, Alemania y República Checa‒ se disputan el honor de conservar algunos de los restos del personaje, y aun en el caso español la controversia afecta a dos ciudades distintas: Valencia y Burgos. Ya pueden hacerse una idea de los tumbos que dieron los huesos en cuestión, llevados y traídos por unos y otros en función de las distintas contingencias históricas. También muy conocido es el episodio histórico de la reina gallega Inés de Castro, casada con quien fue luego Pedro I de Portugal y decapitada por orden del padre de este, Alfonso IV. La leyenda cuenta que fue restituida en el trono después de muerta y que Pedro I obligó a todos sus vasallos a que le besaran la mano y le rindieran pleitesía. Inés fue, por tanto, «la reina cadáver» o, por decirlo en los términos de la famosa obra de Luis Vélez de Guevara, consiguió «reinar después de morir».
Sin llegar a tales extremos, otros grandes personajes de la historia patria tienen sus restos repartidos (o eso dicen). El caso más representativo es el de Cristóbal Colón, cuyos despojos han sido durante mucho tiempo objeto de disputa entre la República Dominicana y España, concretamente Sevilla. Y así, de la misma manera en que hay tumbas saqueadas y diezmadas hasta el punto de que en ellas queda poco (poquísimo) del original, hay otras muchas en las que han ido apilándose huesos y huesos, hasta el punto de que, como le sucede a Jaime I de Aragón, al final se juntan dos cráneos. Aunque fuera un personaje muy importante, no parece que el monarca utilizara en vida más que uno solo. ¿Cuál es el verdadero (en el supuesto de que lo sea alguno)? ¿A quién pertenece el otro?
A veces la devoción juega malas pasadas. Despertar tanta veneración en los seguidores parece que alienta el componente fanático que caracteriza a muchos seres humanos, hoy con las estrellas musicales o cinematográficas y antaño con los santos. Entre estos últimos, es notable el caso de San Juan de la Cruz que, por capricho amoroso de una dama segoviana de alta alcurnia, terminó dividido –siempre lo que quedaba de él, naturalmente‒ entre dos sepulcros, en Úbeda, donde había fallecido, y en Segovia. El episodio lo recoge de refilón Cervantes en el Quijote. En las mencionadas ciudades españolas siguen conservándose y exhibiéndose hoy día esos restos, convertidos en veneradas reliquias. Por cierto, hablando de reliquias, da la impresión de que buena parte de la culpa de tantas profanaciones de tumbas para saquear lo contenido en ellas la tienen todos aquellos que han sacralizado los despojos de gente admirable. Como si el bien, la virtud o el poder que estos desplegaron en vida se mantuvieran en sus huesos. O como si la admiración que despertaron pudiera trasladarse sin más a cualquier componente material, incluso los más humildes, desde un huesecillo cualquiera a un supuesto prepucio.
En esto de las reliquias, el catolicismo ha sido responsable de una auténtica fiebre de apropiación y distribución de restos que desborda lo meramente macabro y penetra en lo decididamente surrealista. En España, como no podía ser menos, contamos con incontables ejemplos de ello. Entre algunos grandes personajes que estaban obsesionados con el poder curativo o milagroso de las reliquias, podemos citar a Felipe II: «Mandó que le trajeran la rodilla y el pellejo de San Sebastián; una costilla del obispo San Albano; el brazo de San Vicente Ferrer; otro hueso de San Ivón». Debido a esa devoción del rey por las reliquias, el monasterio de El Escorial alberga uno de los mayores relicarios del mundo. En la iglesia, al lado del altar mayor, se guardan 144 cráneos de santos, una docena de esqueletos y más de cuatro mil huesos que, presumiblemente, en algún momento «llevaron puestos casi todos los santos del martirologio». Mucho más cercano a nosotros, y mucho más conocido todavía, es el amor del Caudillo por el supuesto «brazo incorrupto de Santa Teresa», que no era en realidad más que una mano momificada. Por cierto, aparte de esta extremidad, que ahora reposa en Ronda, hay otros cachitos de la santa abulense distribuidos por ahí, concretamente un brazo –esta vez sí, un brazo entero-‒ y el corazón. Están en un convento carmelita en Alba de Tormes. No sabía el Caudillo que no iban a dejar descansar al difunto en ningún lugar; ni a él ni a todos los que estaban enterrados con él.
No podemos dejar de pensar que devoción rima con superstición. Pero también, como dije antes, la veneración parece ser indisociable del fanatismo. Mencioné líneas arriba que el equivalente al tradicional fervor hacia los santos se ha trasladado ahora a las estrellas mediáticas del rock o la pantalla. Tendría ahora que matizar o, por lo menos, añadir a determinados líderes políticos. En un país tan mitómano como Argentina saben mucho de esto. La profanación de la tumba de Juan Domingo Perón y el robo de las manos del cadáver dan para un culebrón cuyo único inconveniente es que la mera relación de los hechos constituye por sí sola una historia que pone a prueba la credulidad del más pánfilo. Bueno, añádanle todo lo relativo a Evita o, en otro orden de cosas, pero sin dejar la mitomanía argentina, el asunto de Carlos Gardel, cuyos huesos recibieron casi tantas aclamaciones y homenajes como los que el famoso tanguista recibió en vida.
Bien es verdad, para ser ecuánime, que no siempre son esas las coordenadas que enmarcan los vaivenes de los cadáveres. Lo más frecuente es que no haya ni fervores desmesurados ni mitos inmortales, sino contingencias o circunstancias que terminan complicando la vida o la muerte de cualquiera. Las cosas son más sencillas. O más complicadas, según se mire. A veces, simplemente, la gente es muy pesada y quiere saber dónde están los restos de alguien conocido. Decía yo al principio que ahora, con la cremación, gran parte de los problemas clásicos se habían resuelto, porque ya no había necesidad de tráfico de esqueletos, calaveras y huesos en general. Es indudable que la conversión en ceniza ayuda mucho, pero no resuelve de todo el problema. Sigue habiendo gente que se empeña en seguir los rastros de las pavesas.
Yo, la verdad, no lo entiendo, porque no sé qué importancia puede tener dónde estén descansando los huesos, las cenizas, o los despojos, pero lo cierto es que estas cosas despiertan mucho morbo en muchas gentes, en general de mente enferma o con muy mala fe.
Descansad en paz…¡si os dejan¡
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.