Los tiranos de todos los tiempos (y no me refiero sólo a los personajes infaustos, sino también a las masas enardecidas) sólo tienen una idea en mente: que el mundo entero les devuelva, impoluto, su reflejo. Por ello, antes que cualquier otra cosa, en cuanto acceden al poder se esmeran en abatir las estatuas de los déspotas que les precedieron: ellos deben ser los únicos ídolos dignos de adoración. Además, reescriben la historia para que les brinde la imagen que tienen de sí mismos: como mesías salvadores que restauran el orden perdido, y devuelven las aguas de la caótica realidad al cauce de la horma correcta. Rotulan las calles, borran los rastros (y los rostros) de las fotografías oficiales, enmiendan la plana a los cronistas y, si es preciso, ¡a los científicos! No contentos con ello, proscriben cualquier manifestación pública que pueda perturbar su romántico idilio con el reflejo que previamente se han encargado de depurar de polvo, paja y arenilla.
Sin embargo, el ámbito predilecto de este tirano que especula se da en el ámbito del lenguaje, pues nada real cambia si no cambian las palabras (piensan este tipo de maníacos idealistas). El idioma es el escenario predilecto de los totalitarios: si hablamos todos como debemos, pensaremos como queremos. Así que, ni cortos ni perezosos, se entregan a la tarea de fundar neolenguas en las cuales todos los significantes encajen en los significados deseados como los Irene Montero, como ejemplo más risible y no menos preocupante. Si hay que reformar el diccionario -que, no lo olvidemos, es descriptivo y no normativo-, se reforma. Si hay que reescribir la Carta Magna para que encaje en el molde soñado, se reescribe para indultar a los políticos presos. La cuestión es que el orbe sin excepción coincida con la imagen que el tirano se ha hecho de él.
El gran engaño de este apaño monumental de Sánchez y sus seguidores políticos es que la realidad, a pesar de los denuedos del tirano especular, continúa siendo tan múltiple y plural como el primer día, y continuará siéndolo hasta el último. Ningún déspota ha logrado mantenerla bajo su yugo durante demasiado tiempo; tarde o temprano, el espejo ilusorio se rebela y, como le ocurre a la madrastra de Blancanieves, acaba teniendo que oír lo que no quería: que no es la más bella del reino, y jamás lo llegará a ser.
Pero no me cabe ninguna duda de que serán acusados por ese mismo pueblo al que intentan engañar con esperpénticos objetivos a 2050. En un sentido profundo, el dedo que acusa forma parte de la mano que castiga. O, dicho a la inversa, el índice que aprieta el gatillo es el mismo que antes señaló la pieza.
El vínculo entre la hostilidad de la acusación, la vergüenza que siente el señalado, el sentimiento íntimo de culpa y el castigo exterior ha sido expuesto por Franz Kafka a la cruda luz de su escritorio. Las siguientes páginas pretenden desentrañar la red de relaciones que tiende la obra del escritor checo entre el rumor acusatorio y el fallo condenatorio.
El nexo que advirtió Kafka entre la acusación y la condena se reduce al más simple de los enunciados posibles: la condena consiste en la acusación.
Esa equiparación entre acusación pública y condena revela el significado social de la acción de acusar en voz alta o por escrito que cualquier grupo emprende contra uno de sus miembros. Que al final de El proceso resulte que la condena del protagonista tuvo lugar en el momento mismo de incoarse el procedimiento no obedece a una mera hipérbole y menos a una fantasía literaria, sino a la percepción de una realidad antropológica que voy a intentar resumir en las siguientes líneas.
Aun cuando la regla jurídica del moderno Occidente se expresa con claridad en el derecho romano, el cual establece que el demandado debe ser absuelto si el demandante no prueba su denuncia (actore non probante, reus est absolvendus), durante largos periodos de nuestro pasado y aún hoy en otras culturas, la carga de la prueba u onus probandi ha corrido a cargo del acusado o bien se ha repartido entre acusado y acusador. Así sucedió siempre en la esfera moral, pero también con frecuencia en la jurídica, como nos advierten los historiadores del derecho. John Gilissen ha mostrado que en las sociedades arcaicas la carga de la prueba recaía con frecuencia sobre el imputado, el cual sólo podía evitar la condena demostrando su inocencia. Otro estudioso de la prueba, Raoul van Caenegem, indica que la renuncia al examen crítico de las informaciones que el juez pudiera reunir ha sido habitual en numerosos pueblos antiguos y primitivo. Y no sólo eso. Tras la barbarización de Occidente en el siglo V y hasta los siglos XII-XIII, la carga de la prueba solía recaer también en Europa sobre el denunciado. Era este quien debía “purgar la acusación” sometiéndose a pruebas no racionales con frecuencia tendentes a producir la condena. Así ocurría en la ordalía o juicio de Dios. He aquí algunas de las fórmulas del Iudicium Dei: por ordalía unilateral entre el acusado y la divinidad, los ministros de la justicia lanzaban al acusado a un río y Dios decidía si debía ahogarse o ganar la orilla; por ordalía bilateral con Dios por medio, acusado y acusador echaban un pulso y el Señor daba a torcer uno de los dos brazos; en ocasiones, el acusado se reconocía culpable por el mero hecho de negarse a prestar juramento. Estos juicios de Dios que se celebraron a menudo en el interior de los templos y contaron con la aprobación de los papas y de padres de la Iglesia como San Agustín terminarían cruzando los umbrales de la Edad Moderna.
Estoy seguro de que, si lanzamos al río a Pedro Sánchez y todo su gobierno de acusados públicamente por la mayoría de los españoles, se ahogaran hasta los peces del río. Pena de tiempos aquellos: Iudicium Dei.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.