Al hablar de ciudadano, debemos admitir tres premisas. La primera es que estamos examinando una categoría mediadora entre la persona y el Estado. Esto significa que la persona sólo puede comunicar con el Estado a través de la ciudadanía y que el Estado sólo puede entrar en contacto con la persona a través de la ciudadanía. Como segunda premisa, la ciudadanía no es solamente una categoría mediadora sino que también conforma un tipo de actividad dentro de un espacio que se denomina «esfera pública». Esto significa que la persona, al actuar en la esfera pública, actúa como ciudadana, no como persona. La esfera pública es el lugar donde la actividad ciudadana está permitida. Fuera de la esfera pública no actúa el ciudadano, sino la persona con una pluralidad de identidades privadas.
Finalmente, como tercera premisa, la ciudadanía exige un tipo de comportamiento uniforme. Esto supone que la persona, al actuar en la esfera pública como ciudadana, debe seguir unas pautas de conducta y unas reglas de comportamiento determinadas. Salirse de esas pautas homogéneas y uniformes es salirse del «comportamiento ciudadano», del modelo del «buen ciudadano», lo cual significa, algunas veces, actuar en la ilegalidad o, cuando menos, en la alegalidad.
Hay que decir que no toda la población de un Estado es ciudadana porque hay población residente que no posee la ciudadanía. Invirtiendo el argumento podemos tener más base para realizar esta afirmación. La condición de residente o habitante no implica estar vinculado ni jurídica ni políticamente con el Estado. La diferencia principal es que el ciudadano tiene unos derechos políticos que el residente o habitante no posee necesariamente. Es decir, una persona puede pertenecer a la población de un Estado pero no a su «demos». Podemos inferir que existen dos sentidos principales: un sentido urbano, donde el ciudadano se confunde con el residente y el habitante, y un sentido estatal, donde el residente no es necesariamente ciudadano, ni el ciudadano es necesariamente habitante (los ciudadanos que viven fuera del Estado). El sentido urbano utiliza como criterio el empadronamiento; el sentido estatal, la nacionalidad. Esta distinción es básica, por eso la aclaro en este artículo, para entender y seguir los discursos que van a sucederle, ya que, un discurso urbano de la ciudadanía es reivindicado como medio para incluir a la población inmigrante.
Por otra parte, los criterios de pertenencia al demos han variado con el transcurso del tiempo: los menores no son ciudadanos, criterios de género, criterios económicos. En la actualidad todos estos criterios se han superado salvo uno: la nacionalidad. Si seguimos bien el argumento, lo que estamos diciendo es que históricamente este criterio tiene el mismo carácter «político» e «histórico» que los otros. La nacionalidad como criterio político debe ser entendida, pues, como resultado de una negociación y, por lo tanto, modificable. Pero lo que interesa destacar es que históricamente el demos y la ciudadanía son categorías excluyentes, en el sentido de que para ser construidas y definidas siempre requieren diferenciar aquellos elementos que caen en el interior de los que quedan fuera de ella.
Por último, y para finalizar, la supuesta homogeneidad del demos ha sido históricamente utilizada para legitimar el hecho de que los que están dentro de él puedan obligar a los que están fuera a que obedezcan sus leyes y decisiones.
En resumidas cuentas, estos otros que forman parte de la población pero no del demos han recibido a lo largo de la historia nombres diversos como metecos, súbditos…, y ahora inmigrantes. ¿Cómo se forman los argumentos catalanes y vascos en torno a la ciudadanía?
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.