El parlamentarismo existe hoy como método de gobierno y como sistema político. Al igual de todo lo que funciona y existe de modo aceptable, es útil nada más ni nada menos. Se puede alegar en su favor que, hoy en día, funciona mejor que otros muchos métodos aún no probados y que, con experimentos imprudentes, se podría poner en peligro el mínimo orden existente en la actualidad. Cualquier persona razonable otorgará un valor a tales reflexiones, pero éstas no se mueven en la esfera del interés de principios. Nadie será tan exigente como para dar probado con un ¿Y si no, qué? un fundamento intelectual o una verdad moral.
Todos los órganos y normas específicamente parlamentarios cobran su sentido sólo por la discusión y la publicidad. Esto vale especialmente para el aún hoy oficial y constitucionalmente reconocido axioma, aunque en la práctica ya casi nadie cree en él, de que el diputado sea independiente de sus votantes y de su partido, situación que no ocurre en España. Es válido también para la reglamentación de la libertad de expresión y las inmunidades de los diputados, para la publicidad de los debates parlamentarios. Naturalmente, la misma institución puede servir a distintos fines prácticos y , recibir, por ello, distintas justificaciones prácticas. Existe una heterogeneidad de los fines, un cambio en el significado de los puntos de vista prácticos y un cambio en las funciones de los métodos prácticos, pero no existe ninguna heterogeneidad de los principios. Cuando suponemos, como Montesquieu, que el principio de la monarquía es el honor, no es posible introducir este principio en una república democrática, al igual que no es posible basar una monarquía en el principio de la discusión pública. Parece que el sentimiento de la particularidad de los principios se está desvaneciendo y que se cree factible un ilimitado intercambio.
Resulta ya muy real que el parlamento posee realmente la facultad de erigirse en una élite política. Hoy día el procedimiento de selección no es juzgado de modo esperanzador, muchos consideran que tales esperanzas han envejecido y la palabra «ilusiones», que Thoma utiliza contra Guizot, podría muy bien utilizarse contra estos demócratas La élite que generan sin cesar los numerosos parlamentos de los diversos Estados europeos, pero específicamente el español, en forma de cientos de ministros no justifica un gran optimismo. Pero lo que es aún peor o incluso demoledor: en España, el parlamentarismo ya ha llegado hasta el punto de que todos los asuntos públicos se han convertido en objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la política, lejos de ser el cometido de una élite, ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general despreciada, clase.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca