La Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América dice: «Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido». Aprobado y emitido en una época de revoluciones políticas y profundos cambios sociales, un ordenamiento de este tipo no podía sino fortalecer y pertrechar las libertades del pueblo al cual iba dirigido. Sin embargo, aun cuando tan sólo han transcurrido poco más de dos siglos desde su proclamación, la distancia social, política y cultural de la actualidad con respecto a ese momento parece mayor a la cronológica; si bien la asociación entre armas, milicia y libertad, que se encuentra en el fondo de esta Enmienda, parece completamente natural y válida en un entorno revolucionario o fundacional, no se antoja lo mismo en una situación como la actual a pesar de que personalidades políticas como Pedro Sánchez o, en su día, Pablo Iglesias defienda la sustitución de los Ejércitos por milicias civiles armadas.
En el mundo contemporáneo, prácticamente ninguna nación del hemisferio occidental admite o consagra constitucionalmente tal discrecionalidad de los ciudadanos para armarse y constituirse en una especie de milicia en reserva; sin embargo, en el pasado no fue así, y la idea de un pueblo armado que defendiera su soberanía está en la raíz de muchas revoluciones que dieron origen al mundo moderno, revoluciones que busca el gobierno de España; nada más y nada menos.
El propio Maquiavelo, considerado por consenso el fundador de la ciencia política moderna y, colateralmente, inspirador de muchas de las instituciones básicas del Estado moderno, establecía la asociación entre armas, milicia y libertad. Una de las ideas más difundidas de su reputada obra, El príncipe, del que ha aprendido el personaje Pedro y Pablo, es precisamente la importancia de las armas; la atención que debe prestarles el príncipe; la dedicación a las mismas que tiene que exigirse a los ciudadanos. A partir de ello establece uno de los corolarios más difundidos de esta obra: que todo Estado debe tener su propio ejército, que no conviene confiar en los soldados mercenarios y mucho menos en los auxiliares. Por cierto, la formación de los Estados modernos confirmó la recomendación de Maquiavelo, pues prácticamente todos han construido su identidad y soberanía apoyados en buena medida en un ejército propio, originado muchas veces en las milicias populares.
Como es evidente, los Estados modernos no se basan ya en las milicias populares características de las repúblicas italianas del Medioevo tardío o renacentistas, pues han alcanzado un grado de especialización y profesionalización que los coloca fuera de las posibilidades de participación o control por parte del público en general. No obstante, sería aventurado asegurar que en términos civilizadores ha concluido la época de las revoluciones; y si bien la rebelión armada parece ser una vía cada vez menos recurrente para acceder al poder estatal, con frecuencia se observan en las democracias más consolidadas eventuales disturbios o revueltas populares de cierta gravedad, los cuales llegan a recurrir a armas rudimentarias, con lo que se actualiza la idea de que la soberanía popular es una mera expresión formal de la fuerza ciudadana, de la capacidad de acción política violenta por parte del pueblo que, como en el caso español más reciente, inducida, orientada y dirigida por políticos desde las más altas esferas del gobierno y el Parlamento hacen la «kale borroka» defendiendo delincuentes que, gracias a los medios en red, convierten en héroes de los movimientos democráticos.
Por otro lado, la asociación entre ciudadanía, armas y libertad se mantiene plenamente vigente no sólo en el repertorio histórico o mítico de los Estados modernos, sino que en términos políticos los ciudadanos de la época contemporánea creen que deben defender de manera permanente su libertad y sus derechos constitucionales, aunque para ello lo primero de que disponen son los recursos legales e institucionales dispuestos por las repúblicas democráticas modernas, lo que en todo caso sigue alimentando la imagen simbólica del ciudadano militante; mucho más militante en los extremos izquierdos del arco político como lo demuestra la posición de los líderes políticos de la extrema izquierda cuyos ejemplos de defensa de estos «valores democráticos» tenemos en el caso de los delincuentes catalanes condenados por sedición y, más recientemente el caso Hasél.
Pero los «valores democráticos» para estos maquiavelicos políticos de la extrema izquierda no son los principios, virtudes o cualidades que caracterizan a una persona, una acción o un objeto que se consideran típicamente positivos o de gran importancia para un grupo social.
Los valores motivan a las personas a actuar de una u otra manera porque forman parte de su sistema de creencias, determinan sus conductas y expresan sus intereses y sentimientos; los valores definen los pensamientos de los individuos y la manera cómo estos desean vivir y compartir sus experiencias con quienes les rodean.
Existe una serie de valores que son compartidos por la mayoría de la sociedad y establecen cómo deben ser los comportamientos y actitudes de las personas, con el objetivo de alcanzar el bienestar colectivo.
Entre los valores más importantes, destacan los valores humanos porque tienen mayor reconocimiento y repercusión en los distintos grupos sociales. Estos valores se relacionan con el respeto, la tolerancia, la bondad, la solidaridad, la amistad, la honestidad, el amor, la justicia, la libertad, entre otros, que no respetan estas tendencias ideológicas.
Por ejemplo, la libertad es un valor humano que poseemos todas las personas para tomar nuestras decisiones y poder expresar nuestros sentimientos y opiniones.
Ahora bien, cuando se trata de aquellos valores que están aplicados a un grupo de personas en los cuales se toman en cuenta las culturas y las características sociales, entonces estamos hablando de valores culturales y valores sociales.
Los valores culturales se relacionan con las creencias y costumbres que comparte un grupo de personas o comunidad, y los valores sociales son los principios que reconocen y aplican los miembros de una sociedad para relacionarse entre sí.
También existen los valores éticos y morales, que se refieren a las normas y conductas, respectivamente, practicadas en la sociedad y por los individuos.
Finalmente, en contextos más específicos, podemos diferenciar entre los valores familiares, que son los que una persona comparte con su entorno más próximo; los valores religiosos, específicos a la creencia de cada quien, y los valores personales, que son las pautas que cada individuo se establece en su conducta.
La defensa de todos estos valores de los que hablamos tienen mucho que ver con el ideario que orientó el desarrollo de la Segunda Enmienda en Estados Unidos de América y su defensa; y nada que ver con los valores e idearios y objetivos que se marcan las corrientes social comunistas que denominan «valores democráticos» y que tienen tanto de democráticos como la República Democrática Alemana y el Muro de Berlín. La aplicación «progresista» de crear milicias armadas, armar al pueblo, en lugar de Ejército nacional, sólo y solamente es comprensible desde una óptica revolucionaria de estricto ideario comunista de pasadas épocas.
Enrique Area Sacristán
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.