Fue Davillier, el aristócrata hispanista, el que con sus apasionadas descripciones y relatos sobre España, sus conocimientos de arte hispano, adquiridos en sus nueve viajes por el país, había suscitado en Doré, el gran ilustrador, un irrefrenable deseo de conocer aquella España tan mitificada y saqueada por el tópico en el siglo XIX.
Lo que mas le interesó a Davillier y a Doré de la sociedad callejera fue el mundo de los gitanos; sobre todo de Granada. En el Sacromonte, el barrio de los calés, encontraron una ciudad dentro de otra ciudad, una población con lengua y costumbres propias. Descubrieron que los gitanos de Granada eran aun más pobres que los de otras provincias. Con frecuencia, los dos turistas subían al Sacromonte donde pronto tuvieron amigos, como el Gitano Rico, del que Doré hizo un espléndido retrato. La relación con el Gitano Rico nació de un acto de honradez. Éste les recibió con frutas en su cueva.
Se cuenta que a Doré o a él se le cayeron unas monedas de plata, «sin darse cuenta». Y el anfitrión, con gran dignidad, las recogió y se las devolvió. Aquel gesto conmovió al dibujante, y le pidió que posase para él. Al atardecer les gustaba ver trabajar a los gitanos en sus oficios de forja: herradores, herreros, cerrajeros, «… medio desnudos, bronceados sus cuerpos, iluminados por el rojo fuego de sus hornos, no se puede evitar pensar en el célebre cuadro de Velázquez, que representa la fragua de Vulcano».
Se entusiasmaban también con sus bailes, sobre todo con el zorongo, que interpretaba con gracia y majestad una bellísima gitana llamada La Perla. Un día sorprendieron a la gitana apodada Revieja, diciendo la buenaventura a cuatro elegantes damas tocadas de mantillas negras de encaje, que habían subido al Sacromonte a consultar su porvenir. Con sus amigos gitanos estudiaron su lengua caló.
Pero una de las aportaciones que más se pueden aplicar a los momentos actuales, es el dialecto de los ladrones, murcianos y gente de mal vivir, como los que actualmente dirigen nuestro querido País, de las que dejo una muestra que, estoy seguro, es la forma de hablar en la intimidad de los que nos gobiernan como lo era en el siglo XIX el de los cacos a los que se parecen en algo más que en el comportamiento:
“No se dice nunca poner el garrote, sino ajustar la golilla o la corbata de hierro”, escribe nuestro hispanista Davillier y Gustavo Doré en un pasaje del libro Viaje por España, que recoge, en teoría, el periplo de ambos de 1862, pero que sin ninguna duda refleja el saber acumulado por Davillier en sus no menos de nueve anteriores visitas a España.
“La sentencia de muerte es la tristeza y también se la designa por el término aún más expresivo de la noche; el verdugo, al que nadie quiere ver junto a sí, ha recibido el pintoresco apodo de mal vecino” apunta Davillier en unos párrafos dedicados a la gente de mal vivir, que como en todas latitudes tiene una jerga propia. El barón hace notar cómo la germanía española de mediados del XIX ya no es lo que antiguamente. “La lengua de los ladrones, llena de imágenes y pintoresca, ha sufrido frecuentes modificaciones, pues la mayor parte de las expresiones se deben al capricho y la imaginación de los individuos”, palabras cuyos correlatos nos permite decir que la escuchadas entonces por los viajeros no son hoy de curso habitual, aunque alguna que otra se haya salvado como reliquia.
“Para expresar la palabra ladrón, la germanía es de una riqueza extraordinaria”, adelanta Davillier antes de desenrollar el catálogo que “posee más de treinta palabras diferentes: el azor es el ladrón de los sitios altos; el salteador, llamado también ermitaño, es el ladrón de los caminos; el corredor combina sus robos; el boleador roba en las ferias.”
“Cada especialidad es designada por un nombre peculiar: el alcafarero opera en los caminos; el almiforero, sobre los caballos; el gomarrero sobre las gallinas; el cachuchero, en el oro; el bolata y el ventoso se introducen por la ventana;el lechuza sólo trabaja por la noche; el murciglero desvalija a las gentes cuando duermen; el florero roba a los jugadores; el filatero corta los bolsillos y las bolsas; el desmotador despoja a sus víctimas de los vestidos; el atalaya sirve de centinela; el bajamano es el ladrón novato; el garitero da asilo a los ladrones; el piloto les guía; el bailón es el ladrón veterano; el gollero, el buzo, el levador y el águila tienen habilidades especiales; el ratero y el ratón son los últimos de la escala”. En total, 27 cualificaciones, si las cuentas no fallan.
“No acabaríamos si quisiéramos completar esta enumeración”, dice con razón un Davillier que no puede contenerse: “caleta, caletero, lobo, rastrillero, baile, bailador bailito, brasa, palanquín, ladrillo, murcio, chori, chor, birlo, bolador, chiquiribaile, landrero, etc”. Es decir, 44 y etc. De murcio apunta que es una “expresión poco halagüena para los murcianos”. Nuestro Carlos I, V de Alemania, decía no querer entre sus soldados “ni gitanos ni murcios”, un tándem que luego ha derivado fácilmente en el habla popular a “ni gitanos ni murcianos” para desesperación de los honrados vecinos de esa provincia.
En su calidad de nombres para la clandestinidad, la mayoría de los citados no aparecen en el Diccionario de la Real Academia, en el que la palabra murcio asoma tímidamente como una expresión de germanía asociada al verbo murciar cuya acepción es “hurtar o robar”.
“Se comprende que las manos desempeñan un gran papel en el oficio de ladrón: son las labradoras, por excelencia; las anclas, los rastrillos. Por eso los ladrones, hablando de los que han sido despojados, dicen que han sido rastrillados. Los dedos son los dátiles o las langostas, a causa del parecido que las articulaciones tienen con las del conocido crustáceo. El dedo índice y el corazón, que son los empleados por los cortabolsas, se llaman las tijeras porque cuando se abren y se cierran recuerdan el movimiento de este instrumento (las tijeras en la germanía española se llaman mordientes); el pie es el saltador”.
Y si las manos a veces se bastan limpias para realizar el trabajo, otras van debidamente equipadas. “Llaman a la espada la centella, el respeto, la filosa y, por último, la joyosa, sin duda en recuerdo del nombre de una de las espadas del Cid”, nota Davillier en referencia a la legendaria Joyosa, más presunta que las documentadas Tizona y Colada. “El puñal, además del nombre de filoso, también toma el de atacador, el enano, el cuadrado, el secreto; la daga se llama la estaca. La pistola se llamaba el milanés, pues ya se sabe la fama que tenía la ciudad de Milán en la fabricación de armas de fuego. La herida hecha por un arma blanca era una mojá”.
Ladrones y asesinos antes o después se las habían de ver con la cárcel y la justicia, para las que la jerga gremial también tenía nutrida colección de sinónimos. “El banasto, o el horno, la banca, la madrastra, la angustia, la trápala, la trena, la confusión” relaciona Davillier. “Los barrotes del calabozo, en los que apoya el preso su frente tristemente para procurar ver algo de fuera, son para él unos anteojos, y el que está tras ellos por haber trabajado, es el anteojado; las esposas se llaman los anillos”.
“Todas las gentes de la justicia tienen, por supuesto, su nombre en la jerga de los ladrones españoles: el carcelero es llamado el banquero, y también se le llama el apasionado, sin duda por el celo que despliega en guardar a los malhechores que le han sido confiados; el fiscal es conocido por el expresivo nombre de vengainjurias; el juez de instrucción, al que nuestros ladrones llaman le curieux (el curioso), ha recibido en español un nombre poco más o menos parecido: el avisado y también se le llama el bravo; los agentes de la justicia son las fieras o las arpías; en cuanto a la misma justicia, los ladrones se inclina ante ella, llamándola la justa, como se inclinan ante la religión, dando a la Iglesia el nombre de la Salud”.
Es decir, que quien empezó como bajamano y progresó a salteador, quizá reforzando las labradoras con un milanés o un secreto que un mal día produjo una mojá mortal, acabó con anillos y anteojado en la angustia, donde el avisado y el vengainjurias consiguieron para él la noche. Cuando el mal vecino le ajustó la golilla se encontró con la cierta, porque como revela Davillier “la muerte no podría ser mejor nombrada: es la cierta”.
Y, ciertamente, este es el lenguaje de nuestros dirigentes políticos de la progresía que representas; no son ni de izquierdas ni de progreso, Pedro; no hablan castellano, ni vascuence ni catalan ni gallego; hablan tu lenguaje y el de tu mujer, parece por la prensa, la lengua de los ladrones; eres piloto y ella gollera como habeís puesto de manifiesto con vuestras habilidades especiales; el resto del personal queda definido por las otras acepciones con sus diferentes significados.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.