La corrupción política tiene unos límites muy difícilmente trazables. Es cierto que no poner límites llevaría a no hablar de nada o a hablar de forma tan genérica que haría irrelevante el texto. Sin embargo, ponerse en el extremo contrario y tratar de limitar la corrupción política a aquella realizada por los políticos en el ejercicio de su actividad, también nos generaría un problema de enfoque incorrecto. En este texto se considera que la corrupción política no se puede categorizar en función del sujeto que actúa, pues existen “no-políticos” cuyo papel en la corrupción política puede ser esencial: por ejemplo, los altos funcionarios. Éstos participan en las tomas de decisión, en la definición de problemas, en la implantación de programas y, por ello, pueden ser actores clave en la corrupción política. Incluso la denominada corrupción judicial es, en este texto, corrupción política, pues es la corrupción de una política, la política de justicia y, por ello, distorsiona decisiones democráticamente adoptadas y expectativas socialmente legítimas. Lo que provoca que un acto entre dentro de la categoría de corrupto políticamente es que atente contra los valores, fines y métodos propios de la acción política, independientemente de quién sea el actor productor –que en circunstancias normales será un responsable gubernamental, lógicamente, pero que podría también ser un alto funcionario o un responsable político de un partido en la oposición-.
No obstante, todo lo anteriormente afirmado, existen una serie de prácticas plenamente insertables, sin discusión, dentro de la categoría de corrupción política. Prácticamente, las actividades corruptas que generan mayor escándalo social son aquellas que se producen por la conexión indebida entre dinero y política. De ahí que, para empezar, en un texto de este tipo sea necesario hablar de la financiación de los partidos y de las normas de transparencia existentes relacionadas con las actividades económicas de éstos. En relación con la financiación de los partidos, es importante destacar que la visión que se tenga de la política hace que prácticas rechazables para unos sean plenamente correctas para otros. Así, una concepción de la política como un mero intercambio de intereses, un conjunto de pactos entre actores egoístas que acumulan suficiente poder para obligar a negociar, al contrario, lleva a la idea de que la mejor financiación de los partidos es la privada, y la mejor regulación la inexistente. Los partidos que quieran llegar al público deberán negociar con quienes disponen de fondos y asegurarse financiación para su funcionamiento ordinario y sus campañas. Los partidos que no negocien quedaran fuera del sistema de financiación y, con ello, fuera de la capacidad real de llegar al público. En este marco cognitivo y moral el incumplimiento de ciertas normas de financiación puede ser visto como normal, lógico y hasta defendible. Pero si se defiende una versión de la política como deliberación entre iguales, sin que intereses prepolíticos puedan marcar definitivamente posiciones, entonces la sola idea de la financiación privada por parte de grandes corporaciones empieza a carecer de sentido, porque nadie financia para que se delibere sin compromiso, nadie pone dinero en manos de representantes políticos para que defiendan lo más racional y razonable en un discurso entre iguales, sino que se financia a partidos y candidatos para que defiendan los intereses del financiador. De ahí que en una visión deliberativa de la política se exija como componente ineludible una financiación pública y normas que prohíban la financiación privada por parte de personas jurídicas. Vinculado al estudio de la financiación de los partidos está el estudio de las normas y prácticas reguladoras de la transparencia de cuentas y el análisis de los mecanismos de fiscalización y compulsión. No parece lógico que existan regulaciones muy extensas que posteriormente sean incumplidas con impunidad, y sin embargo es una práctica muy común, por desgracia. Además, un aspecto cada vez más importante es el relativo a la regulación de las campañas electorales y sus medios. Una visión desreguladora de ese campo permite que cada vez exista un gasto mayor en las campañas y una utilización más extensa de mecanismos manipuladores. Nuevamente, esa visión probablemente coincida con la de quienes consideran que la democracia es una forma de mercado en la que se ofertan productos políticos que los ciudadanos compran como el que compra fruta en el supermercado. De ahí que el marketing y la imagen sean lo esencial. Pero una visión deliberativa rechazará claramente estas prácticas, argumentando a favor de límites claros de gastos electorales y promoviendo la utilización de debates en lugar de anuncios.
Otro tema clave de la corrupción política es el del clientelismo. El clientelismo no es necesariamente corrupción si ésta se vincula al lucro económico. Puede existir clientelismo sin intercambios económicos. Por ejemplo, un alcalde puede favorecer a un barrio –que es donde él obtiene más votos- haciendo que se construya allí un parque, aunque existan zonas más necesitadas. Para la visión antes expresada esa decisión no sería corrupta, sería suavemente clientelista. Pero para una visión deliberativa de la política, en la que el interés general debe buscarse por todos los actores en todo momento y situación, el clientelismo es siempre corrupto, pues en él la clave está en la relación particularista, en la personalización de la dispensa de favores por votos (Máiz, 2004), con el consiguiente olvido del interés general. Y para finalizar con este repaso de “tipos puros” de corrupción política, las actuaciones más graves socialmente –aunque no sean necesariamente las más graves por sus consecuencias- son las relacionadas con el soborno y la extorsión. Actuaciones que, en ocasiones, pueden acabar en la conexión, más o menos intensa, con el crimen organizado, especialmente el narcotráfico. En algunos países ya se ha llegado a esta fase de la corrupción, situación que expresa la mayor degradación de la política, máxime cuando muchas veces son gobiernos con legitimidad democrática, pues han llegado por mecanismos democráticos al poder, los que se convierten en gobiernos criminales. Será en las conclusiones a deducir de este artículo donde se deberán sistematizar y analizar brevemente las medidas de prevención y lucha contra la corrupción. Para ello, es importante entender que las causas de la corrupción no son unívocas. No hay corrupción solamente porque exista gente con bajo nivel de desarrollo moral. Si aceptáramos esa premisa la conclusión sería la de considerar que en determinados países el nivel de desarrollo moral de su población es casi inexistente, Y sin embargo, puede ocurrir que personas nacionales de países con baja corrupción y con un nivel elevado de desarrollo moral, trasladadas a países con corrupción sistémica incurrieran en prácticas que antes repudiarían claramente. De hecho, esta situación se da a menudo. Empresarios o directivos de empresas británicas, holandesas e, incluso, suecas, cuando llegan a países con corrupción sistémica, aceptan a menudo las extorsiones de funcionarios y políticos locales y pagan sobornos por conseguir contratos de obra pública. Este tipo de actuaciones es evidente que no las realizarían en sus países de origen. La razón, obviamente, no es que se les olvide su nivel de moralidad en Nigeria o en Haití, sino que se integran en un sistema de reglas del juego para poder alcanzar unos objetivos económicos. Del mismo modo, muchos habitantes de esos países con corrupción sistémica estarían encantados de dejar de pagar sobornos si pudieran. Pero la salud de sus seres queridos, la enseñanza de sus hijos o su propia supervivencia están vinculados a jugar con determinadas reglas, y negarse a jugar exige un nivel de heroísmo –e incluso de irresponsabilidad para con los sufrimientos de la familia – no fácilmente alcanzable por la inmensa mayoría. En suma, que las causas de la corrupción tienen también que ver con el bajo nivel de desarrollo institucional y con problemas estructurales –como la desigualdad- que distorsionan la capacidad electiva de la gente y sus posibilidades de selección de conducta.
Estas afirmaciones, realizadas en el nivel de país, pueden incluso ser aplicadas al nivel organizacional. Es decir, que una persona que tenía un nivel elevado de desarrollo moral y que lo ejercía congruentemente en una organización con un tipo de cultura muy exigente moralmente, puede encontrarse realizando actos fraudulentos e, incluso, semicorruptos en otra organización cuya cultura favorece la corruptela y la irresponsabilidad. Muchas veces estos actos se ejecutan sin clara conciencia, insertos en las rutinas organizacionales, pero lo cierto es que en la vida diaria contribuyen al descrédito de las organizaciones y a la deslegitimación del sistema político. Por todo ello, podríamos decir que existen instrumentos de prevención y lucha contra la corrupción que están situados en el nivel macro y que, en consecuencia, intentan operar sobre elementos estructurales del sistema social, político y económico que distorsionan el diálogo entre iguales para resolver problemas comunes. Así, la reducción de la desigualdad es un elemento clave de la lucha contra la corrupción. No sólo de la desigualdad económica, sino también de la desigualdad psicológica y en capacidades con todo lo que ello conlleva. Del mismo modo, reducir la desconfianza en las instituciones y la desconfianza intersubjetiva es también prevenir y luchar contra la corrupción. La confianza generalizada fomenta el asociacionismo, y éste permite una mejor expresión de la pluralidad de visiones sociales, y un mayor control del poder político. Por otra parte, la corrupción también se combate en un nivel meso. En este nivel, es donde las instituciones políticas y administrativas deben ser rediseñadas para que cumplan adecuadamente su misión final y para que se controlen unas a otras y eviten la arbitrariedad mutuamente –accountability horizontal (O`Donnell, 1998)-. Y, finalmente, en el nivel micro, también existen una enorme cantidad de actuaciones que contribuyen a hacer más difícil la actividad de los corruptos, como por ejemplo los “pactos de integridad” entre empresas y organizaciones públicas para no pagar –y denunciar- sobornos y favoritismos en la concesión de ayudas o subvenciones. Ciertamente, todas estas actividades macro, meso y micro requieren estar interconectadas e insertas en una estrategia global y abarcadora, la cual no puede ser otra que la construcción de una democracia de calidad. Una democracia coherente con los principios que la fundamentan y orientada a hacer real la libertad de todos. Una democracia, en definitiva, exigente con el gobierno y sus administraciones, pero también con sus ciudadanos, a los que demanda un compromiso con lo colectivo y un ejercicio continuo de las virtudes cívicas.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.