En la reproducción del concepto de unidad nacional, los medios de comunicación social juegan un papel fundamental, por las potencialidades de su participación en la información, la comunicación, la cultura, la imagen de sociedad, etc.
No hay dudas que el futuro es el de un flujo cada vez más amplio y abierto de la información, pero de cara a la defensa de los valores que cimientan la unidad nacional, no se puede eludir la responsabilidad colectiva en el aseguramiento de una funcionalidad en la comunicación social, fomentando una calidad en la cultura de la sociedad que aproveche todo lo positivo sembrado por décadas de educación durante la Democracia orgánica y lo proyecten creativamente en las nuevas condiciones aquellas organizaciones defensoras de la integridad nacional que no tiene porqué ser homogeneidad cultural e ideológica. La ideología debe jugar el papel de instrumento para discriminar lo que es bueno, provechoso y útil para la sociedad y lo que la daña y retrasa. De ahí la enorme e insustituible importancia de fomentar la cultura nacional.
La ciudadanía es libre de informarse como lo entienda, es un derecho civil indiscutible, pero sería fatalmente ingenuo pensar que el flujo libre de información en las condiciones actuales de dominio de las transnacionales que responden a los intereses del globalismo no presenta ningún desafío para los valores de la sociedad española y para el proyecto colectivo de nación. Baste señalar la constante desinformación y tergiversación de los acontecimientos, la desvalorización del concepto de soberanía, la homogeneización de hábitos y costumbres según los patrones del social-comunismo tardío, por solo mencionar algunos de los más evidentes desafíos.
El enorme flujo de información que hoy llega y seguirá llegando de modo cada vez mayor a toda la ciudadanía, impone a la comunicación social en el país y particularmente a los medios nacionales un desafío que no puede eludir: el que no retroceda nuestra cultura, el de garantizar con su contenido, calidad y oportunidad la preferencia de la sociedad para informarse por estos medios, para interactuar con ellos, con su producción, y a ellos corresponde realizar una labor en la selección y construcción de la información y en la producción de mensajes que los haga atractivos no solo por la forma en que se ofrecen, sino y fundamentalmente por su veracidad y eficiencia en el tiempo y porque responda a las necesidades informativas y culturales de la gente. Lo anterior requiere que la creatividad sea acompañada por la audacia de directivos y colectivos de los medios, con el necesario espacio para la equivocación y la oportuna rectificación. Vale aquí recordar lo que expresó Rabindranath Tagore acerca de que, si se cierran las puertas al error, la verdad también quedará afuera.
Se trata en primer lugar de una información cabal, exhaustiva y sin lagunas, constructiva, culta, acerca de todo lo que le interesa a la ciudadanía de modo directo, para su cotidianidad y para todas sus necesidades informativas, sin dejar de contextualizar siempre los procesos, ya que la nuestra es una sociedad que está ampliando rápidamente sus relaciones económicas, culturales, políticas, y que por tanto estará inevitablemente expuesta a mayores flujos de información que deberá ser capaz de asimilar y aprovechar positivamente, en función de su utilidad para proteger los intereses de su desarrollo, a lo cual naturalmente tiene todo el derecho.
Obviamente, se trata de fomentar la conciencia acerca de lo decisivo que resultan la soberanía nacional y la independencia en tanto valores ideológicos y éticos, pero vistos no como valores formales, separados de la vida de la sociedad, sino y en especial por su expresión en el conjunto de la normatividad jurídica, del sistema político y de los fundamentos y organización del metabolismo socioeconómico en cuyos espacios y vías se reproduce constantemente el comportamiento de la gente y se consolidan la psicología social y los sistemas de valores.
Pues bien, ahora los movimientos autonomistas se vuelven hacia organizaciones que recurren a la «izquierda» —partidos del tipo clásico o grupos revolucionarios— para buscar en ellas el soporte ideológico y político de su acción. Los medios de comunicación de masas realizan, en este caso, una labor tremenda. Un periodista del diario Le Monde lo señalaba hace años: «El movimiento bretón ha hecho saltar el cepo en el que, históricamente, lo tenía atrapado una vieja derecha tradicionalista… Ha roto definitivamente con un pasado comprometedor y hoy se refuerza con todos aquellos que, en la izquierda, o en la extrema izquierda, descubren la realidad bretona a través de las luchas sociales»
De esta afirmación se hace eco el grito de llamada de los militantes del MNLV y de los independentistas catalanes llevados ante el Tribunal de justicia por terrorismo y secesión: «Pedimos a la izquierda tradicional que, por fin, asuma su responsabilidad histórica: cambiar la vida, o sea, destruir lo que constituye un obstáculo para la liberación de las clases populares en Euzkadi… en suma, que sostenga nuestra lucha de liberación nacional». En este caso surge una pregunta: ¿en qué se ha transformado el regionalismo, al pasar así del pensamiento católico contrarrevolucionario a la ideología revolucionaria? Un temible equívoco pesa en adelante, tanto sobre la cosa en sí, como sobre la palabra que emplean los profesionales de la comunicación. La región se ha transformado en un arma.
La revolución, igual que había atacado sucesivamente a todos los cuerpos sociales, ataca hoy a la misma nación que, según Maurras, es «el más vasto de los círculos comunitarios que es sólido y completo en lo temporal». De acuerdo con una táctica probada y dentro de un movimiento dialéctico, opondrá la pequeña nación a la grande. Se opondrán así «las culturas étnicas» a la «cultura del poder». La poesía de Glenmor, el arpa de Alan Stivell, suscitan cada vez un interés mayor. En el País Vasco, Galicia y Cataluña se abren escuelas para enseñar su lengua, tanto a los niños como a los adultos, e incluso una Universidad de verano en San Juan de Luz. Compañías de teatro de aficionados presentan espectáculos en lenguas regionales. Vayamos con cuidado: el fin perseguido no es cultivar agradablemente la reminiscencia folklórica, ni incluso operar un retorno a las fuentes de la pequeña patria. «Hablar bretón no tiene nada de reaccionario. Por el contrario, es un acto político», declara un autonomista bretón. Y un autonomista vasco formula esta otra declaración: «Para mí el teatro es mi arma». Según las propias palabras de sus más fervientes participantes, el combate cultural es indisociable del combate económico y político. Combate económico: la lucha de las minorías es una lucha contra la sociedad de consumo, contra el capitalismo y el centralismo, pero también contra la existencia de la propia Nación o Patria grande. Los conflictos sociales son la ocasión para favorecer una toma de conciencia de clase: la huelga del «Joint Français» es la primera huelga nacional bretona. La extensión de las solidaridades hace el resto. «En 1968, después de la disolución de las organizaciones autonomistas, se escribía en el diario «Liberation»:
«Somos todos judíos alemanes. Ha llegado el momento de decir: «Somos todos vascos, bretones, corsos, indios de todos los colores, y descolonizaremos la tierra». Descolonizar, la palabra es esencial. Según Jean-Paul Sartre, «el combate por las etnias es comparable al combate por la independencia de Argelia». Combate político, por lo tanto. Así es como, del respeto de las legítimas libertades, se pasa a una reivindicación de independencia, que nunca en la historia habían profesado las provincias reunidas bajo la corona española, sino bajo la 1ª y 2ª República. Así es como se vuelve contra la misma nación el legítimo resentimiento de las “pequeñas naciones” dañadas en sus libertades, resentimiento fundado en los abusos del centralismo estatal. Es necesario romper este círculo infernal.
Pues bien, el trabajo de reconstrucción política comienza con un esfuerzo de precisión en el vocabulario de los medios de comunicación y de los líderes de la opinión pública. En efecto, lo que hay que denunciar en el origen de este desvío es la excesiva juridicidad que tiende a confundir a la nación con el Estado que la representa. El Estado es una organización jurídica y política, una potencia política que goza de autonomía jurídica. El Estado no es, por tanto, la nación; solamente es su órgano.
La nación, comunidad viviente enraizada en el pasado y proyectada hacia el porvenir, es una realidad social infra jurídica infinitamente más rica —realidad no política en su esencia, decía Pío XII. Luego puede desarrollarse y expansionarse, hay que insistir en ello, fuera de una expresión estatal que sea propia. Negarlo es reducir el hecho nacional a un puro hecho jurídico y político, y, en ese caso, es reconocer al Estado como única fuente de toda la vida social. Es, también, exasperar los antagonismos nacionales, explotados como medios para fines políticos por los medios de comunicación de masas pagados por un totalitarismo globalizante y globalizador que sólo busca la destrucción de los sentimientos nacionales.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.