Una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos. Cualquiera que sea nuestro credo político, nos es forzoso reconocer esta verdad, que se refiere a un estrato de la realidad histórica mucho más profundo que aquel donde se agitan los problemas políticos. La forma jurídica que adopte una sociedad nacional podrá ser todo lo democrática y aun comunista que quepa imaginar; no obstante, su constitución viva, transjurídica, consistirá siempre en la acción dinámica de una minoría sobre una masa. Se trata de una ineludible ley natural que representa en la biología de las sociedades un papel semejante al de la ley de las densidades en física. Cuando en un líquido se arrojan cuerpos sólidos de diferente densidad, acaban éstos siempre por quedar situados a la altura que a su densidad corresponde. Del mismo modo, en toda agrupación humana se produce espontáneamente una articulación de sus miembros, según la diferente densidad vital que poseen. Esto se advierte ya en la forma más simple de sociedad, en la conversación. Cuando seis hombres se reúnen para conversar, la masa indiferenciada de interlocutores, que al principio son, queda, poco después, articulada en dos partes, una de las cuales dirige en la conversación a la otra, influye en ella, regala más que recibe. Cuando esto no acontece, es que la parte inferior del grupo se resiste anómalamente a ser dirigida, influida por la porción superior, y entonces la conversación se hace imposible. Así, cuando en una nación la masa se niega a ser masa –esto es, a seguir a la minoría directora–, la nación se deshace, la sociedad se desmembra, y sobreviene el caos social, la invertebración histórica.
Un caso extremo de esta invertebración histórica estamos ahora viviendo en España.
Todas las páginas de este rápido ensayo tienden a corregir la miopía que usualmente se padece en la percepción de los fenómenos sociales. Esa miopía consiste en creer que los fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas. Ahora bien, lo político es ciertamente el escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo que salta primero a la vista. Y hay, en efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social. Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u otro.
En España, por desgracia, la situación es inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad misma, en el corazón y en la cabeza de casi todos los españoles.
¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la “inmoralidad pública”, y se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, el latrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra progresiva descomposición. Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de “inmoralidad pública”; pero al mismo tiempo creo que un pueblo sin otra enfermedad más honda que esa podría pervivir y aun engrosar. Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede desconocer esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha corrido por la vida norteamericana un Missisipi de “inmoralidad pública”. Sin embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son hoy uno de los signos mayores del zodíaco internacional. Podrá irritar nuestra conciencia ética este hecho escandaloso de que esas formas de “inmoralidad” no aniquilen a un pueblo, antes bien coincidan con su encumbramiento: pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es, y no según nosotros pensamos que debía ser.
La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha “inmoralidad pública”. Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave. Pues bien, éste es nuestro caso. La sociedad española se está disociando desde hace largo tiempo, porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora.
El hecho primario social no es la mera reunión de unos cuantos hombres, sino la articulación que en ese ayuntamiento se produce inmediatamente. El hecho primario social es la organización en dirigidos y directores de un montón humano. Esto supone en unos cierta capacidad para dirigir; en otros, cierta facilidad íntima para dejarse dirigir{1}. En suma, donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya.
Pues bien, en España vivimos hoy entregados al imperio de las masas. Los miopes no lo creen así porque, en efecto, no ven motines en las calles ni asaltos a los bancos y ministerios. Pero esa revolución callejera significaría sólo el aspecto político que toma, a veces, el imperio de una masa social determinada, la proletaria.
Yo me refiero a una forma de dominio mucho más radical que la algarada en la plazuela, más profunda, difusa, omnipresente, y no de una sola masa social, sino de todas, y en especie, de las masas con mayor poderío, las de clase media y superior.
Alguna vez he aludido al extraño fenómeno de que, aun en los partidos políticos de la extrema derecha, no son los jefes quienes dirigen a sus masas, sino éstas quienes empujan violentamente a sus jefes para que adopten tal o cual actitud. Así hemos visto que los “jóvenes mauristas” no han aceptado la política internacional que durante la guerra Maura proponía, sino, al revés, han pretendido imponer a su jefe la política internacional que en sus cabezas livianas y atropelladas –cabezas de “masa”– se había instalado. Lo propio aconteció con los carlistas, que han coceado en masa a su conductor, obligándole a una retirada.
Las Juntas de Defensa no son, a la postre, sino otro ejemplo de esta subversión moral de las masas contra la minoría selecta. En los cuartos de bandera se ha creído de buena fe –y esta buena fe es lo morboso del hecho– que allí se entendía de política más que en los lugares donde, por obligación o por devoción, se viene desde hace muchos años meditando sobre los asuntos públicos.
Este fenómeno mortal de insubordinación espiritual de las masas contra toda minoría eminente se manifiesta con tanta mayor exquisitez cuanto más nos alejemos de la zona política. Así, el público de los espectáculos y conciertos se cree superior a todo dramaturgo, compositor o crítico, y se complace en cocear a unos y otros. Por muy escasa discreción y sabiduría que goce un crítico, siempre ocurrirá que posee más de ambas calidades que la mayoría del público. Sería lo natural que ese público sintiese la evidente superioridad del crítico, y, reservándose toda la independencia definitiva que parece justa, hubiese en él la tendencia a dejarse influir por las estimaciones del entendido. Pero nuestro público parte de un estado de espíritu inverso a éste: la sospecha de que alguien pretenda entender de algo un poco más que él, le pone fuera de sí.
En la misma sociedad aristocrática acontece lo propio. No son las damas mejor dotadas de espiritualidad y elegancia quienes imponen sus gustos y maneras, sino, al revés, las damas más aburguesadas, toscas e inelegantes, quienes aplastan con su necedad a aquellas criaturas excepcionales.
Donde quiera, asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, se revuelvan frenéticamente contra los mejores.
¿Cómo va a haber organización en la política española, si no la hay ni siquiera en las conversaciones? España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino, lo que es más hondo y sustantivo que la política, en la convivencia social misma.
De esta manera no podrá funcionar mecanismo alguno de los que integran la máquina pública. Hoy se parará una institución; mañana, otra; hasta que sobrevenga el definitivo colapso histórico.
Ni habrá ruta posible para salir de tal situación, porque, negándose la masa a lo que es su biológica misión, esto es, a seguir a los mejores, no aceptará ni escuchará las opiniones de éstos, y sólo triunfarán en el ambiente colectivo las opiniones de la masa, siempre inconexas, desacertadas y pueriles.