Ciudadano Pérez: «Donde no hay justicia es peligroso tener razón, ya que los imbéciles son mayoría.»

Este artículo lo he querido titular así, una cita de Quevedo, por la simple razón de que el tiempo corre en favor de los idiotas en lo que se refiere a la justicia en todo ámbito , tanto administrativo como penal, personificada en los elementos analizados en dos de mis artículos de los últimos días. Hoy, quiero dedicarles la introducción con la que Paul Tabori inicia su libro titulado «La historia de la estupidez humana» que no conviene que lo lea el Ciudadano Pérez, ya que podría sufrir “los sofocos, que se manifiestan como una repentina sensación de calor y ansiedad, provocando un aumento del flujo sanguíneo de la piel del cuello, cara y tórax, acompañado de sudoración y palpitaciones» propios de la menopausia y pitopausia permanente que sufren. Reproduzco y extraigo parcialmente:

«Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto como Pérez. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza.

La estupidez, que reviste formas tan variadas como el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor y el prejuicio, es blanco fundamental del escritor satírico, como Paul Tabori nos lo recuerda en su trabajo «La Historia de la estupidez», agregando que “ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que éstos la hayan perjudicado en lo más mínimo”. Pero ha olvidado mencionar, quizás porque es demasiado evidente, que, si la estupidez desapareciera, el escritor satírico carecería de tema.

Pues, como en cierta ocasión lo señaló Christopher Morley, “en un mundo perfecto nadie reiría”. Es decir, no habría de que reírse, nada que fuera ridículo. Pero ¿podría calificarse de perfecto a un mundo del que la risa estuviera ausente? Quizás la estupidez es necesaria para dar no sólo empleo al autor satírico sino también entretenimiento a dos núcleos minoritarios: 1) los que de veras son discretos, y 2) los que poseen inteligencia suficiente para comprender que son estúpidos.

Y cuando empezamos a creer que una ligera dosis de estupidez no es cosa tan temible, nos previene que, en el trascurso de la historia humana, la estupidez ha aparecido siempre en dosis abundantes y mortales. Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como un ligero embarazo. Más aún, las consecuencias de la estupidez no sólo son cómicas sino también trágicas. Son reideras, pero ahí concluye su utilidad. En realidad, sus consecuencias negativas a todos influyen, y no sólo a quienes la padecen.

El mismo factor que antaño ha determinado persecuciones y guerras, puede ser la causa de la catástrofe definitiva en el futuro. Pero encaremos el problema con optimismo. Acabando con la raza humana, la estupidez acabaría también con la propia estupidez. Y ése es un resultado que la sabiduría nunca supo alcanzar. En su inquieto (y fecundo) libro, Paul Tabori describe los aspectos divertidos y las horribles consecuencias de la estupidez. El lector ríe y llora (ante el espectáculo humano) y sobre todo reflexiona. A menos, naturalmente, que el lector sea estúpido. Pero no es probable que la persona estúpida se sienta atraída por un libro como éste. Una de las concomitantes de la estupidez es la pereza, y en nuestro tiempo hay cosas más fáciles que leer un libro (especialmente un libro sin ilustraciones y que no ha sido condensado). Tampoco trae un cadáver en la cubierta, ni una joven bella y apasionada. Sin embargo, el lector que supere esta introducción y el breve primer capítulo hallará después abundante derramamiento de sangre y erotismo, y también ingenio, rarezas, fantasmas y exotismo. Quizás no existe argumento, porque esta obra no es de ficción, pero hay algunos episodios auténticos (o por lo menos bastante probados), cualquiera de los cuales podría servir de base a un cuento… o a una pesadilla. Tabori muy bien podría haber llamado a su libro: La anatomía de la estupidez, pues ha encarado el tema con el mismo bagaje de erudición y de entusiasmo que Robert Burton aplicó en La Anatomía de la Melancolía. Aquí, lo mismo que en el tratado del siglo XVII, hallamos una sorprendente colección de conocimientos raros, cuidadosamente organizados y bien presentados. Aparentemente, Tabori leyó todo lo que existe sobre el tema, de Erasmo a Shaw y de Oscar Wilde a Oscar Hammerstein.

En general, Paul Tabori se contenta con relatar la historia de la estupidez, acumulando ejemplos y más ejemplos. En su condición de estudioso objetivo, no deduce moralejas ni extrae lecciones. Sin embargo, como hombre sensible que es, experimenta dolor y desaliento. “La estupidez”, nos dice con tristeza, “es el arma más destructiva del hombre, su más devastadora epidemia, su lujo más costoso”.

¿Sugiere Tabori una cura efectiva de la estupidez? ¿Anticipa el pronto fin de esta peste? Tiene algunas ideas, relacionadas con la salud de la psiquis, y alienta ciertas esperanzas. Pero conoce demasiado bien a la raza humana, de modo que no puede prometer mucho. Habida cuenta de la experiencia de siglos, abrigar mayores esperanzas sería también dar pruebas de estupidez.»

En vosotros, ciudadano Pérez como valedor y en usted Fariña, tenemos el perfecto ejemplo de semejante dificultad.

De la introducción a la obra de Paul Tabori, «La historia de la estupidez humana», 1999.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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