Según Gellner, no existe una fórmula mágica capaz de mitigar el conflicto étnico y sustituirlo por la más perfecta armonía. Es inútil basarse en la soflama moralista en contra de los nacionalismos invocando la hermandad de todos los hombres. En política, el impulso hacía el sentimiento nacionalista está tan profundamente enraizado en el estilo de vida del hombre moderno, que contribuye a la homogeneidad de una cultura superior única y condena a aquellos que no la poseen, o que son inaceptables en su seno, a una condición humillante y dolorosa de segundo rango. Esta situación no puede sino convertir a los hombres en nacionalistas, y es mejor ocuparse de las condiciones que engendran el nacionalismo que predicar a sus víctimas y suplicarles que se contengan de sentir aquello que, en sus circunstancias, es más natural que sientan.
Al mismo tiempo, continúa Gellner, resulta erróneo ver en el nacionalismo la consecuencia de un cierto impulso territorial o de parentesco. En cierta medida, los hombres pueden quedar o no bajo la influencia de divinidades oscuras y sentirse satisfechos complaciendo a esas divinidades, aunque no sea grato contemplar lo que ellas exigen. El desencanto, la alienación, la anomia, la jaula de acero pueden ser nuestro destino y puede que el orden social necesite reconocerlos antes que aspirar a abolirlos. Pero el problema del nacionalismo es más específico y no debe identificarse con estas formas más amplias de tormento. Pide tanto un diagnóstico como remedios o paliativos más específicos.
¿Cuáles son?
La estabilidad política es en sí misma un bien. En este aspecto, el conservadurismo tiene razón. La idea de que cualquier orden político establecido y vigente merece ser corregido o incluso abolido por no cumplir con un principio abstracto como el de la «autodeterminación de las naciones», es algo absurdo, tan absurdo como el supuesto contrario de que la viva existencia de una estructura de poder, de un sistema político, le confiere de forma automática la legitimidad. Algunos sistemas «realmente existentes», como el bolchevismo que reclamaba su legitimidad en virtud de su existencia real, en realidad no son viables y la pregunta que hay que hacerse no es si se pueden cambiar, sino de qué modo puede hacerse.
Los fundamentos sociales más efectivos son la continuidad, la costumbre y el consenso, que no se basan en la razón, ya que a veces no hay buenas razones para obedecer a una autoridad en lugar de a otra.
Siempre se debe tener presente que, en términos generales, no hay respuestas o soluciones a las confrontaciones étnicas. Algunas soluciones pueden ser visiblemente más injustas que otras, pero no hay soluciones justas. «El derecho de las naciones a la autodeterminación» parece un principio que podría llevarse a la práctica y generar soluciones únicas y especialmente vinculantes en diversas situaciones concretas de conflicto, pero no es más que una bobada. Los diversos procedimientos implicados en la aplicación de la idea no se respetan entre sí: ¿Qué ha de prevalecer: la demografía, la historia o la geografía?.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería
Doctor por la Universidad de Salamanca