La ventaja de la historia es que hace posible encontrar en el pasado lo que resulta indispensable, o conveniente, para las necesidades del presente. La historia de España no ha sido una excepción. Reflexionando sobre ella, Santos Juliá apuntaba con razón que tras su viaje por nuestra trayectoria en común una cosa parecía segura: «que la representación del pasado cambia a medida que se transforma la experiencia del presente». Por eso cuando los hechos históricos se resisten a lo que en un momento se precisa, cabe recurrir a «reinventarlos». Ello permite convertir costumbres que apenas alcanzan una centuria en tradiciones seculares, considerar héroes de una causa a personajes que batallaron por otra muy distinta, y entender como hechos fundadores circunstancias que en su día respondieron a necesidades que nada tienen que ver con las que se les atribuye. Pero es igual, dice Blanco: lo importante es el efecto político que con ello se consigue y no la certeza científica sobre las que esas afirmaciones se construyen. Y ello porque el nacionalismo concibe la historia, antes que nada, como una fuente de legitimidad política. Según ha escrito Fernando Savater, se trata de la historia no «en cuanto lección de lo que ha sucedido, sino en tanto programa regenerador de lo que tiene que pasar», de la «historia como condición de la política a seguir», pues «los nacionalismos que reclaman reparación se declaran damnificados por la historia y exigen el tipo de ayudas que esperan las víctimas de una inundación o un terremoto de los poderes públicos». Y continúa Savater: «Dado que la historia , en cuanto simple constatación documental de sucesos, no parece bastante perentoria como fuente de derechos políticos, los nacionalistas utilizan un aparato legendario apoyado mucho más en la estructura mítica que en la investigación cientifica». Solo la aceptación generalizada de esa impostura permite explicar, entre otras cosas, que pueda hablarse en el debate político español con total normalidad de nacionalidades históricas y regiones que, aunque no llegue a explicitarse, se supone que carecen de ese bien tan apreciado, y que serian, por tanto, regiones sin historia.
Una posición insostenible que no resiste el más mínimo contraste con la historia de verdad, aunque se corresponda con las instrucciones contenidas en el «Manual del buen progresista». Así lo destacaba Francisco Tomás y Valiente, (…): «Usted ha dicho no sé qué del historicismo y que historicismo tiene tanto como el que más Castilla-León. Ahí yo quisiera precisar conceptos. Lo que tiene Castilla-León es tanta antigüedad o más que nadie. Quizá Asturias más, si nos remontamos al reino astur-leonés, pues mas o menos; al igual que los primeros condados catalanes o más o menos que Navarra (…). Suprimamos de una vez la estúpida expresión de comunidades históricas, porque eso no significa nada. ¿Comunidades históricas, qué son? Las tres que por haber tenido un Estatuto, por cierto que el de Galicia de aquella manera, en mil novecientos treinta y tantos, ya son históricas; pues pequeña historia es la que tienen, bien reciente es. ¿Comunidades históricas, qué quiere decir? ¿Que ahora mismo son el soporte territorial de lo que fueron antes reinos de la Corona de Aragón o de la Corona de Castilla? Pues entonces, naturalmente, comunidades históricas no son solo Cataluña, País Vasco…El País Vasco como comunidad, nació en la II República, (…). Y es que como debía de dejar escrito Ernest Renan en su ensayo «el olvido», y hasta yo diría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, de modo que el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad».
Basado en R.L. Blanco Valdés, «Nacionalidades históricas y Regiones sin Historia», Alianza Editorial, 2005.
Enrique Area Sacristán
Teniente Coronel de Infantería
Doctor por la Universidad de Salamanca