El antimilitarismo es, como la mayor parte de las actitudes negativas, un implícito reconocimiento de la superioridad de aquello que se impugna. Nada ilustra esta afirmación mejor que el apresuramiento con que los antimilitaristas adoptan las formas y los modos más banalmente castrenses, en cuanto se ven en posición propicia para hacerlo; por lo que no es de extrañar que veamos a Pedro Sánchez y, particularmente, a Pablo Iglesias vestido de Almirante como si se tratara de una simple comunión de un niño de nueve años.
De un desdichado político republicano que, por haber dado ya cuenta a Dios de sus actos, es piadoso no recordar por su nombre, fue notorio durante el último quinquenio republicano, el afán por dárselas de entendido en materia militar, sin apearse del antimilitarismo; y fomentó el sano regocijo de los españoles su empeño a aprender a montar a caballo desde que se hizo cargo del Ministerio de la Guerra. La conducta de otras gentes más oscuras, pero no menos pintorescamente presuntuosas, inspiraba probablemente a Marañón cuando escribía:
“La jerarquía que nos da el vestido, dice, es, pues, expresión de un instinto fundamental del hombre, el ansia de mandar, a la que no hay un solo ser humano que no esté sometido. Los que han vivido las revoluciones europeas han podido observar en ellas una primera fase de anulación de jerarquías, cuyo símbolo era precisamente el borrar todas las diferencias en el traje. Se obligaba a los llamados burgueses a ir sin corbata y sin sombrero, como los proletarios. Pero a las pocas semanas de igualdad de vestuario resurgía con ímpetu sorprendente la fase de la jerarquía. Cada hombre, igual a los demás, ansiaba poner sobre el traje común un distintivo o una estrella. En las plazas públicas las proporcionaban, por unos céntimos, los vendedores ambulantes. Los galones era lo primero de lo que se despojaba el cadáver del enemigo para colocarlos sobre la ropa del vencedor. Y, finalmente, el número y la variedad de los signos externos de la jerarquía eran tan copiosos que lo excepcional era encontrar un revolucionario sin graduación o un simple civil exento de preseas diferenciales. En la revolución francesa, este afán de los indumentos jerárquicos alcanzó en algunos de sus protagonistas, como Barras, grados de verdadera comicidad.”
En España, las tesis antimilitaristas fueron recogidas de personajes como Bilse, Tolstoy, Berta Sutner, Descaves, Hermant, Lantoine, Rachilde con los más viles y falsos argumentos; probablemente no hay ninguna obra de imaginación dedicada premeditadamente a divulgarlos, pero la labor literaria de toda una generación está matizada por un sentimiento de raíz común que va desde la hostilidad agria y bronca al desvío cortés y desdeñoso que perdura en las gentes de izquierda.
Tiene poco de particular que, vencidos por la incredulidad supersticiosa que, en ciertos espíritus sencillos suscita la letra impresa, algunos militares de buena voluntad y escasa cautela, se dejen impresionar por las censuras, las críticas y las actividades difamatorias, ejercitadas con buena medida, con apariencias de buen deseo y, en ocasiones, bajo el velo de un humor sutil aparentemente alegre y desenfadado como he visto en televisión al “topo del chat”, al que no le doy ni un mínimo de buena voluntad.
Entonces, cuando lo vi, empecé a creer en ese tipo teratológico del militar antimilitarista del que hablan los libros de deontología castrense; no por la denuncia de unos comentarios ridículos e impropios, sino por la forma de hacerlo. Los caminos abiertos a un adversario sagaz para llegar hasta él son infinitos; el más accesible, generalmente, es el de lisonjear su vanidad como supongo habrán realizado sus verdaderos compañeros de partido. Entiendo que el “topo del chat” se imagina que entre sus “compañeros” es el más inteligente porque es el que acierta a comprender las miserias de su profesión; sugerirle la idea de la superioridad intelectual que revela al sentirse incómodo y discrepante entre los suyos; excitar su imaginación hasta ponerle en trance de imaginar que produce argumentos nuevos, o, cuando menos, que aporta comprobaciones experimentales de los argumentos ya utilizados por otros para acabar con los Ejércitos y la Monarquía junto con la auténtica democracia.
De este modo, iniciado en los hasta ahora y para él inefables misterios, ha comenzado a murmurar de sus “compañeros de chat” en las televisiones sobre conversaciones que, siendo impropias y muy desafortunadas, son del ámbito de un grupo de compañeros con más edad que posibilidades reales de llevar a cabo nada. Si, por ventura, sintiera turbarse su conciencia al cometer semejante fechoría, estoy seguro de que no le falta quien le diga, y supongo quiénes se lo dirán, que censurar a unos ancianos militares no es detraer a la milicia; a sabiendas, probablemente, de que, al decírselo, le engaña. Él sabe que en la situación en la que nos encontramos en España sociopolíticamente, su forma o modo de lisonjearse en televisión con este “burdo chat”, es hacer daño a las más altas Instituciones del Estado incluyendo su Jefatura y los Ejércitos.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.