¿Puede una sociedad democrática dar igual trato a todos sus miembros y a la vez reconocer sus identidades culturales especificas? ¿Debería garantizar el Estado la sobrevivencia de determinados grupos culturales? ¿En qué consiste exactamente esa perspectiva universalista con que la democracia liberal considera y evalúa al multiculturalismo?.
Fundamentándose en el análisis de Taylor, podemos ver que no hay una perspectiva universalista única, sino dos, que tiran de las democracias liberales en distintas direcciones políticas. Existen dos interpretaciones del principio universalista «Tratad a todos como seres libres e iguales». Una perspectiva exige la neutralidad política entre las concepciones diversas, y a menudo conflictivas, de la vida que sostienen los ciudadanos de una sociedad pluralista. El paradigma de esta perspectiva es la doctrina estadounidense de la separación de la Iglesia y el Estado, en que el Estado no sólo protege la libertad religiosa de todos los ciudadanos sino que también evita, en lo posible, identificar alguna de sus propias Instituciones con una tradición religiosa en particular.
La segunda perspectiva democrática liberal, también universalista, no insiste en la neutralidad por las consecuencias, no por la justificación de la política pública; antes bien, permite que las instituciones públicas fomenten los valores culturales particulares, con tres condiciones que no se dan en España:
1ª.- Se deben proteger los derechos básicos de todos los ciudadanos, incluyendo la libertad de expresión, de pensamiento, de religión y de asociación. Existe una presión tremenda para manifestar la elección por parte de la población de sus idearios en las sociedades catalana y vasca.
2ª.- Nadie será manipulado, y por supuesto no se le obligará, a aceptar los valores culturales que representan las instituciones públicas. Ya hemos tratado en artículos anteriores como los nacionalistas han manipulado y obligado a aceptar las tesis nacionalistas.
3ª.- Los funcionarios y las instituciones públicas encargados de realizar las elecciones culturales serán también democráticamente responsables, no sólo en principio sino también en la práctica. Tampoco se da esta condición en cataluña y vascongadas como, reitero, hemos visto en otros artículos.
El paradigma de esta última perspectiva lo constituye el control de la educación en Estados Unidos, ejemplo de democracia donde las haya. Al mismo tiempo que nuestra Constitución requiere la separación de la Iglesia y del Estado, garantiza a las Comunidades un amplio margen de libertad, excesivo diría yo, para determinar el contenido cultural de la educación de los niños. La política educativa de España como nación, no existe y, lejos de respetar la neutralidad alienta a las Comunidades regionales a dar forma a las escuelas de acuerdo a su propia imagen cultural cuando no permite que se adopten posturas contrarias a los principios constitucionales, violando los derechos básicos como la libertad de elección que deben de tener los padres a la hora de educar a sus hijos, tanto en lengüa como en contenidos.
La dignidad de los seres libres e iguales exige que las instituciones democráticas liberales, entre las que se deben encontrar la Generalitat y el Gobierno Vasco, no sean represivas ni discriminatorias, y sí, en cambio, deliberativas. Lo que acude en defensa del multiculturalismo no es la supervivencia de las subculturas, sino el resultado de las deliberaciones democráticas congruentes con el respeto a los derechos individuales, libertad de opinión, de religión, de prensa , de asociación, etc.
Aunque la vida o la muerte no dependen del resultado, en vascongadas sí dependía hasta ahora con las acciones de ETA, sí están en juego la identidad política de los españoles, la calidad de nuestra vida intelectual y la naturaleza y el valor de la educación superior.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.