Este artículo lo escribí en 2012 y lo republico por su rabiosa actualidad bajo la portada del libro sobre la descomposición de la Nación, escrito por este autor recientemente.
Según D. Miller, si reunimos las distintas condiciones para una secesión justificada, veremos que el principio de autodeterminación nacional está muy muy lejos de dar licencia a un separatismo libre de hacer lo que quiera. Hay varios mecanismos mediante los cuales los grupos pueden alcanzar autonomía parcial dentro de un Estado territorial existente. La mejor solución, continua este autor, dependerá del carácter del grupo implicado y de su relación con el resto de la Comunidad, pero esencialmente lo que se necesita es un pacto constitucional, pacto que ya se dio cuando aprobamos por una gran mayoría la Constitución del 78, pues creaba una institución representativa para los pueblos en cuestión, si se pueden llamar así, asignándose-les poderes legislativos y ejecutivos sobre aquellas materias que son esenciales para su identidad y bienestar material. Un ejemplo actual de esto, afirma literalmente este autor, pueden ser las instituciones de gobierno establecidas en Cataluña y Vascongadas, que bajo la Constitución española tienen competencia en muchos asuntos de estas regiones, incluyendo la política ambiental, el bienestar social, la educación y los asuntos culturales.
Uno de los casos , y, en algunos aspectos y circunstancias, el más interesante, surge cuando muchos de los habitantes del territorio tienen identidades nacionales que son ambivalentes. Tómese como ejemplo el caso de una encuesta realizada en Cataluña en 1982, «el 26% de la población se consideraba a sí misma como Catalana; el 40% tenían una identidad dual; y el 30% se sentían principalmente españoles.» (Véanse las cifras que se dan en B. Rodal, The Canadian conundrum: Two Conceps of Nationhood, Manchester University Press, 1991). Evidentemente, la realidad nos indica que esta relación de cifras ha variado mucho, hacia el radicalismo separatista.
El tipo de autonomía regional que ahora disfruta Cataluña y a la que aspiran muchos en Escocia realiza el principio de autodeterminación de forma más efectiva.
La nueva acusación es que el nacionalismo es necesariamente una fuerza no liberal, derivada del grupo dominante en una sociedad, sobre otros grupos cuyos valores son de esta manera menospreciados, y aquí liberalismo significa mostrar igual respeto por las múltiples identidades culturales y grupales que de otra manera florecerían en una sociedad moderna plural, que no ha florecido por la imposición de los nacionalismos más intransigentes.
Contestar a esta acusación implica interrogarse acerca de lo que implica el principio de nacionalidad para la política interna del Estado. Si valoramos las lealtades nacionales y deseamos que sigan sirviendo de base para la asociación política, ¿qué posición debemos adoptar hacia las identidades de grupos subnacionales, especialmente respecto a identidades socio-políticas-económicas cuya sustancia puede estar reñida con la identidad nacional misma?
El nacionalismo conservador resuelve la cuestión decisiva-mente a favor de la nacionalidad.
Nuestras identidades nacionales nos son dadas por el pasado. Son, o al menos deben ser, las identidades colectivas más importantes para nosotros. Y es esencial para la estabilidad del Estado que estas identidades se protejan frente a la subversión, y que sean transmitidas a las nuevas generaciones de ciudadanos.
Por tanto, al considerar problemas tales como los de la educación de los niños o la emigración, debemos guiarnos, no por los supuestos derechos básicos de los individuos sino por la necesidad de preservar una identidad nacional común. Este es el talón de Aquiles de la Nación Española que, por negligencia, incapacidad política y complejo político, no ha sabido transmitir nuestra propia identidad.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.