El propósito de este artículo no es en modo alguno defender de forma impoluta el nacionalismo, cualquiera de ellos, sino discriminar entre las versiones defendibles e indefendibles del principio de nacionalidad. Cuando evaluamos identidades nacionales, necesitamos atender no sólo a aquello en lo que consiste esa identidad en el presente, lo que la gente cree que significa ser español o catalán o vasco, sino también al proceso mediante el que han surgido. Podemos considerar justificadamente auténtica la identidad así surgida en la medida en que el proceso contenga ingredientes añadidos por todas las secciones de la comunidad, y los grupos compitan abiertamente por imprimir en la identidad común su propia imagen particular. Ninguna identidad nacional será nunca pristina, pero aún así hay una gran diferencia entre aquellas que se han desarrollado más o menos espontáneamente, y aquellas que se han formado más o menos por una imposición política como la catalana y la vasca. Compárese, por ejemplo, el surgimiento de una identidad nacional en la España del siglo XVIII, con los primeros Borbones y la guerra de sucesión, y principios del siglo XIX con la guerra de la independencia, que implicaba competición entre diferentes grupos (negociantes, mujeres, austracistas, borbónicos, afrancesados, patriotas), todos ellos persiguiendo la ciudadanía y pregonando imágenes en conflicto de la identidad española como forma de apoyar sus demandas, con las revoluciones culturales de Cataluña y Basconia de finales del XX y principios del XXI, cuando se está intentando, por parte de una pequeña camarilla política, imponer una definición heterogénea de la identidad española y uniforme de la identidad catalana o vasca sobre la masa del pueblo, lo que implica un intento deliberado de destruir los valores morales tradicionales del pueblo español y reemplazarlos por ideologías excluyentes, negacionistas y antagónicas de España. Aunque en ambos casos encontramos elementos míticos en el producto final, la calidad del mito es muy diferente en ambos casos.
¿Pero, aun así, por qué sucumbir a los mitos? ¿Por qué no reconocer lisa y llanamente que las identidades nacionales, todas, son imaginadas y comenzar la tarea del pensamiento práctico en otro sitio? ¿Por qué no debo considerarme como alguien arrojado entre mis compatriotas, de la misma manera aleatoria en que han sido arrojados juntos los ocupantes de un bote salvavidas? No parece obstáculo que todos reconozcan que es la mera fortuna la que les ha reunido. De la misma forma, la gente que vive junta bajo un conjunto de instituciones está obligada a respetarse y a cooperar entre sí, y no es obvio por qué, para hacer esto, deban percibirse como portadores de una identidad histórica común.
El modelo del bote salvavidas es una descripción mala y confusa de las relaciones sociales en una comunidad nacional. Porque en tal comunidad la gente se agrupa no sólo por necesidad física, sino mediante una extensa red de costumbres, prácticas, entendimientos implícitos, etc. Hay una forma de vida compartida, hay un grado sustancial de solapamiento en las formas de vida. Uno no puede separar esta forma de vida de la identidad nacional del pueblo en cuestión. Incluso el paisaje físico lleva la impronta del desarrollo histórico de la comunidad. El lenguaje, las costumbres sociales, las vacaciones y festivales, todos son igualmente sedimentos de un proceso histórico que es nacional en su carácter. Por tanto, uno porta una identidad nacional al margen de la elección, simplemente por participar de esta forma de vida. Por supuesto, uno puede reaccionar violentamente contra la interpretación en curso, y luchar con todos sus medios para cambiarla. Pero es una descripción completamente errada suponer que empezamos con una hoja en blanco al modo en que han de hacerlo los ocupantes del bote salvavidas.
En las comunidades nacionales la gente está unida al pasado de forma más estrecha que los ocupantes de nuestro bote imaginario. Esto limita de distintas maneras las elecciones a nuestro alcance, pero también nos provee de recursos que se pueden capitalizar. Las obligaciones para con los otros no surgen simplemente del hecho presente de la cooperación; también se puede apelar a la identidad histórica, a los sacrificios hechos en el pasado por una parte de la comunidad en beneficio de otra, para apoyar las demandas que hacen ahora unos a otros. Nadie puede quejarse razonablemente si uno de los del bote salvavidas salta al primer resto flotante del naufragio, prefiriendo jugarse su suerte en solitario, mientras que en una comunidad nacional puede defenderse que hay obligaciones incondicionales hacia los otros miembros, y que éstas se originan simplemente en virtud del hecho de que uno ha nacido y se ha criado en una comunidad particular.
Lo que he tratado de indicar es que perderíamos si, en una vena hiperescéptica, consideráramos las identidades nacionales como algo absolutamente imaginario y ficticio sólo porque encarnan mitos compartidos. ¿En qué medida es defendible considerar como un constituyente de nuestra identidad personal nuestra pertenencia no elegida a una comunidad histórica? Con las identidades heredadas, también, hay normalmente espacio considerable para la reflexión crítica. Si uno nace judío, hay un sentido en el que uno no tiene otra opción que la de ser portador de la identidad judía en una forma u otra. Pero todavía hay mucho por decidir: si ser practicante o no; si practicante ortodoxo o liberal, etc.; en general, cuánta importancia conceder a ser judío, si hacer de ello un rasgo central de la propia identidad, o sólo un aspecto menor de la misma.
La pretensión de que sólo las identidades libremente elegidas son las aceptables deriva, con frecuencia, de un cuadro deformado de lo que acontece cuando uno elige una identidad. Según esto, empezamos con una hoja en blanco, por decirlo de alguna manera, escribimos en ella que aquello que libremente hemos colegido es valioso intrínsecamente, y desde tal perspectiva decidimos que identidad adoptar, e incluimos qué afiliaciones reconocemos.
Un cuadro más razonable reconoce que siempre empezamos desde valores que nos han sido inculcados por las comunidades e instituciones a las que pertenecemos; la familia, la escuela, la Iglesia, etc. Cuando llegamos a reflexionar sobre estos valores, descubrimos que ya no nos adherimos a algunos de ellos, hallamos tensiones y contradicciones entre otros, etc. Finalmente, alcanzamos un punto en el que equilibramos las exigencias en conflicto sobre nosotros y establecemos nuestra propia escala de prioridades. En tal punto habremos producido nuestra propia identidad diferenciada que, siempre, será provisional y nuevos sucesos, o ulterior pensamiento crítico, pueden llevar a revisarla.
No hay razón por la que la nacionalidad deba ser excluida de este proceso, y no hay razón por la que la identidad final de una persona no deba tener la identidad nacional como uno de sus ingredientes constitutivos. Sólo habría incompatibilidad en las identidades regionales vasca y catalana respecto a la común española si ésta estuviera definida de forma tan densa que no dejara espacio para la aprobación selectiva; por ejemplo si ser español significara tener que adherirse a una ristra completa de creencias y actitudes, que no es el caso.
Basado en el trabajo de David Miller, «Sobre la nacionalidad», Paidos, 1997
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.