Nunca he creído que la discusión sobre qué y quién es una nación en España hubiera pasado a la historia, teniendo en cuenta el término “nacionalidades y regiones” que contempla nuestra Constitución del 1978, y que el problema iba a ser el debate sobre las culturas, las razas y las civilizaciones, que existe; y se complica aún más, si cabe, con la interculturalidad, la inmigración y la miseria, el inconveniente de la integración en aquellas.
¿Son Cataluña, Basconia o Galicia naciones? ¿Lo es España? ¿O mejor lo son todas y entonces podemos hablar de una nación de naciones? Tanto uno como otro tipo de nacionalistas han enconado tanto el debate, que parece que no hay espacio para lo que voy a argumentar que en realidad es la alternativa real: ninguna de ellas es una nación. No existen naciones, ni las unas, ni las otras, ni siquiera nación de naciones: las naciones no existen, se existen.
Empecemos por dónde debería comenzar todo análisis científico humanístico, como se hace en cualquier área intelectual que aspire a un poco de rigor: definiendo el concepto. Que ello no es tan fácil como parece, y que el uso impropio vicia el debate lo demuestra que una obra como la del historiador Eric Hobsbawm, “Naciones y nacionalismo desde 1780”, comienza mostrando las principales definiciones existentes y la evolución de las diferentes acepciones, cuya primera cita es un estudio sobre la evolución del concepto en el propio diccionario de la Real Academia de la lengua española.
Si nos vamos precisamente a la definición actual de la Real Academia observaremos que apenas nos vale para argumentar, pero que sí nos da una pista de por qué existe la confusión. Según este diccionario:
Nación (del latín natĭo, -ōnis).
1. Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno.
2. Territorio de ese país.
3. Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común.
Las dos primeras definiciones muestran el concepto de lo que podríamos denominar versión francesa de la nación: es el Estado el que crea la nación. La formulación más clara es la que se atribuye al primer presidente de Polonia, el mariscal Piłsudski: “es el estado el que hace la nación, y no la nación el estado”. Y la más influyente, la desarrollada por Ernest Renan en su ¿“Qu’est-ce qu’une nation?”, y su teoría del plebiscito permanente. Ahí encajaría, sin duda, el concepto de que España se exista como una nación para un importante núcleo de población, igual que se existe para otros Cataluña, Basconia o Galicia.
La tercera definición es obviamente diferente, y hace referencia a la que podemos llamar versión alemana del concepto, la que se apoya principalmente en la lengua. La insistencia en la lengua debe mucho al filósofo alemán Herder, y ha sustituido casi enteramente a la raza, que en su momento tuvo tanta importancia, hasta el punto de que el concepto de etnia ha sido reorientado para insistir en los aspectos culturales y lingüísticos. Tras su apogeo en la época del Romanticismo, ahora sirve de apoyo a los movimientos etnicistas. Con este enfoque, se podría concluir que Cataluña, Basconia y Galicia se existen como nación, aunque cabe alguna duda sobre la propia definición de estas de acuerdo con estos criterios.
Combinando ambas definiciones, ya no parece del todo ilógica la expresión nación de naciones si se entiende como nación en las dos primeras acepciones de naciones como la tercera acepción.
Ahora bien, si vamos más allá en las definiciones del DRAE, se puede ver la poca consistencia de los dos puntos de vista. En cuanto uno quiere profundizar, precisando qué se entiende por país en la primera acepción o por idioma en la tercera, se encuentra:
País: Nación, región, provincia o territorio
Idioma: Lengua de un pueblo o nación, o común a varios.
En el primer caso tenemos un típico caso de definición circular que apela al conocimiento (o el prejuicio) previo, y que no nos sirve para discernir qué territorio es una nación. En el segundo, cuando se quiere ver qué modalidad lingüística justifica la definición de nación, ya que tan importante parece este criterio, se comprueba que también la nación define el idioma, cuando antes ocurría lo inverso; de ahí la inmersión e inversión lingüística en las lenguas sobre las que quieren fundamentar su existencia los territorios históricos. De nuevo la incoherencia.
Para aclarar esto, he tomado la definición contenida en el diccionario de esperanto que sirve como referencia, el Plena Vortaro, que define la nación como “forma organizada de un pueblo, consistente en la totalidad de las personas que viven en un territorio definido y que están unidos por una comunidad de lengua, costumbres, tradiciones, intereses económicos y gobierno”.
Parece una definición más concreta. He hecho el ejercicio de aplicármelo a mí mismo, para ver cuál es mi nación. Y me he encontrado que comparto:
• la lengua con millones de personas en Hispano-américa y con muchas otras de todas las regiones españolas, pero no con todas.
• las costumbres con muchas personas de mí misma edad y educación, pero que no están distribuidas territorialmente en espacios concretos, y entre las que no se encuentran muchos de mis vecinos más inmediatos.
• tradiciones con muy pocos, quizás con algunos de los habitantes de mi comarca originaria
• intereses económicos y sociales con mi clase nacional, o con mis compañeros de milicia, según como lo enfoque, independientemente de su lugar de residencia.
• gobierno con los que comparten conmigo el estado, pero también la región, o el municipio, y cada vez más los ciudadanos de la Unión Europea.
En suma, no existe un colectivo cerrado de personas con los que comparta todos estos elementos, y seguramente ningún colectivo con los que comparta de forma unívoca ninguno de ellos por separado.
Así que he llegado a la conclusión de que puedo no tener una nación. Y también, a poco que lo pienso, de que muy pocas personas, quizás los habitantes de una isla pequeña, o los miembros de una tribu perdida, puedan decir lo mismo.
La nación, me temo, es una cuestión de voluntad y sentimiento. Forman una nación los que quieren formar una nación y la existen. Y quieren formar una nación los que creen que forman una nación. Es imposible deshacer ese círculo (nunca mejor dicho) vicioso pero real.
Así que voy a proponer una alternativa diferente: las naciones no existen, se existen; en tanto en cuanto no alteren mi existencia hacia mi nación, se puede aceptar al prójimo que no existe, no ama mi nación pero respeta que yo la exista; en el sentido opuesto, el prójimo que no existe ni me deja existir esa nación y falta a mi dignidad, ha de ser, técnicamente hablando, como profesional de la violencia legítima del Estado, anulado moral, intelectual, psíquica e, incluso si hay que hacerlo, físicamente; el problema pasa a ser del técnico de la guerra porque entramos en sentimientos antagónicos e irreconciliables.
Enrique Area Sacristan.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca