Naciones, nacionalismos y minorias

Naciones, nacionalismos y minorías: precisiones conceptuales e históricas.
Cuando se aborda un fenómeno tan complejo y dinámico como el de los nacionalismos y las minorías, en el que concurren aspectos históricos, territoriales, sociológicos, políticos y culturales, además de las inevitables distorsiones que ejercen los estereotipos constantemente difundidos por los medios de comunicación, no siempre desinteresados y objetivos en sus informaciones, suelen desencadenarse interminables debates en los que las pasiones y la parcialidad, cuando no la intolerancia, suelen sustituir al análisis racional, riguroso y fundado en el empleo de una metodología científica.
En esta breve exposición el autor no pretende abordar con detalle los múltiples aspectos de este tema, ni tan siquiera las diversas dimensiones que suscita en el ámbito estrictamente internacional. Únicamente expone los aspectos generales del problema en el ámbito regional europeo, tal y como se está planteando en los últimos años, y realiza, con posterioridad, una revisión crítica de los principales instrumentos de solución que a escala regional se han articulado que no voy a extractar. No obstante, considero que para evitar los falsos debates resultantes de la polisemia que encierran términos tales como los de nación, nacionalismo o minoría, conviene que realice, brevemente, un esfuerzo por precisar el significado exacto que atribuiré a estos conceptos en el transcurso de su exposición. Naturalmente con ello no pretende ignorar el hecho de que el debate conceptual de tales expresiones permanece abierto en el ámbito académico. Únicamente aspira a que sus reflexiones puedan interpretarse de forma precisa.
1.- El polémico concepto de nación
Que el concepto de nación resulta polémico desde que a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX surgieron los primeros movimientos políticos y culturales asociados a la nación y al nacionalismo, constituye una evidencia histórica. Inicialmente, los tratadistas de filosofía política de la ilustración interpretaban el término nación como sinónimo del pueblo que elegía y sustentaba a los gobiernos populares de Estados soberanos. La expresión «soberanía nacional» equivalía a la actual de «soberanía popular», lo que explica que se llevase a cabo una fácil aunque discutible identificación entre Estado y nación que ha perdurado hasta nuestros días. Situados en este contexto histórico, conviene no olvidar que a fines del siglo XVIII, el alcance político del término pueblo o nación, quedaba circunscrito a los estrechos márgenes de la burguesía, tal y como evidenciaba el sistema de voto censitario, lo que sería directamente atacado por los teóricos marxistas, así como por los movimientos sufragistas, abolicionistas y feministas. Desde la identificación entre nación, pueblo y Estado, no sólo era comprensible que se reclamase un Estado para cada nación (pueblo), sino que los criterios o características objetivas constituyeran los elementos identificadores básicos para determinar la existencia o no de una nación (pueblo) y, por tanto, de su derecho a erigirse en Estado independiente y a definir su forma de gobierno (soberanía). De este modo se apelaba a la existencia de un territorio nacional, lo que exigía la determinación de las fronteras que lo delimitaban respecto de los de otras naciones (doctrina de las fronteras naturales). También se alegaba la existencia de una lengua propia o nacional, la implantación de una religión o la pertenencia a una comunidad étnica o racial mayoritaria. Todos ellos eran elementos fácilmente constatables en la realidad, o al menos así lo creían sus defensores, y, por tanto resultaba sencillo justificar y satisfacer las demandas políticas de aquellas comunidades nacionales que reunían tales elementos «objetivos». La irrupción del romanticismo cultural decimonónico unido a la aportación de autores como Fichte, Mill, Renan o Mazzini, aún aceptando esta identificación entre Estado, pueblo y nación, introdujeron una nueva dimensión en el debate conceptual al acentuar la importancia de los criterios o características subjetivas, tales como la conciencia nacional, la lealtad nacional o la voluntad política nacional. Se trataba pues de destacar que la nación surgía no tanto o no sólo porque concurriesen ciertos elementos objetivos sino, sobre todo, porque existía una voluntad o conciencia de cada uno de los individuos que pertenecían a una determinada sociedad o pueblo de anteponer los intereses del colectivo a sus propios intereses personales, familiares o de estamento económico. Gracias a esta conciencia nacional la nación (pueblo) era capaz de organizarse y movilizarse políticamente para llegar a constituirse en Estado independiente y/o de dotarse de una
forma propia de gobierno.
Como ha señalado certeramente Rustow: «las llamadas formulaciones subjetivas son de ordinario intentos genuinos de definición, mientras que las definiciones objetivas constituyen generalmente intentos más o menos adecuados de explicaciones». En otras palabras, el debate entre ambas corrientes doctrinales se demostró estéril precisamente por plantear en términos excluyentes lo que no eran mas que aspectos complementarios del mismo problema. En efecto, ambas corrientes compartían algunos criterios o elementos comunes en sus planteamientos conceptuales. En primer término, ambas admitían la identidad entre nación y pueblo, a la que ya nos hemos referido. También admitían el peso decisivo de la historia, como factor de formación de la nación ( pueblo) y, además, ambas reconocían el derecho de cada nación a constituir su propio Estado independiente.
Actualmente, en el siglo XXI, una vez se ha completado el proceso de descolonización, se han sufrido y superado los devastadores efectos de dos guerras mundiales y hemos asistido a la desarticulación del bloque comunista, gozamos de la suficiente perspectiva para poder establecer algunas conclusiones claras a la hora de determinar el concepto de nación, por más que en el debate político, tanto nacional como internacional, se pretendan ignorar en aras de objetivos o intereses poco confesables. Tales conclusiones podemos resumirlas en las siguientes:
1ª.- La nación, el pueblo y el Estado, constituyen tres conceptos diferenciables ya que se refieren a realidades sociales, políticas y culturales netamente distintas. Ello significa que no tiene por qué existir, aunque tampoco lo excluye, una estricta coincidencia entre las realidades que traduce cada uno de estos términos.
2ª.- La nación se articula a partir de un largo proceso histórico común en el que concurren elementos «objetivos» con otros de naturaleza estrictamente «subjetiva». Sólo la existencia de los primeros no conduce ineluctablemente a la génesis de una nación, como tampoco es suficiente el simple voluntarismo político o cultural.
3ª.- La integración cultural constituye junto con la autonomía funcional, tanto interna como exterior, dos elementos esenciales para que la nación pueda articularse y subsistir como tal. Ambas potencian una identificación personal entre cada uno de los individuos y la propia colectividad nacional. Esa identificación personal se difunde a través de los procesos de socialización, entre los que destaca la educación, lo que explica porqué las instituciones nacionales entran en competencia con las Administraciones estatales por lograr el control de los sistemas de enseñanza y los medios de comunicación.
Precisamente los elementos de integración cultural y de identificación personal explican por qué la nación sustituye plenamente la forma previa de inserción grupal, es decir al grupo étnico o al clan. Gran parte de las confusiones que sufren los internacionalistas occidentales parte de suponer que este concepto posee aplicación universal, cuando es evidente que un importante número de Estados africanos, asiáticos, así como algunos latinoamericanos y centroeuropeos, están cimentados sobre grupos étnicos y organizaciones sociales de naturaleza clánica o tribal que nada tienen que ver con auténticas naciones.
4ª.- Dentro de un mismo Estado pueden coexistir diversas naciones y/o nacionalidades como también puede ocurrir que una misma nación, se encuentre repartida entre varios países independientes.
De acuerdo con todo lo señalado, la nación la define Calduch como:
«aquella colectividad que ha alcanzado la integración cultural entre sus miembros, en el transcurso de un proceso histórico común, y gracias a la cual goza de una capacidad de actuación y relación con otras colectividades internacionales, así como de una autonomía funcional interna garantizada por la identificación entre los individuos y la nación».
2.- La permanente tensión entre el Estado y la nación.
Cuando se aborda la cuestión de las relaciones entre el Estado y la nación hay que aceptar que tales relaciones se han desarrollado históricamente en una permanente tensión entre dos extremos, uno cooperativo, el otro conflictivo. Ello es así porque ambos conceptos hacen referencia a dos dimensiones distintas de una misma realidad social. Es decir, el Estado tiene que ver con la dimensión política, más exactamente de organización de las relaciones de poder en y entre sociedades, en cambio la nación afecta a la dimensión histórico-cultural de determinado tipo de sociedades, en otros términos, a las relaciones de inserción comunicativa y existencial del individuo en ciertos tipos de sociedades. Evidentemente, uno de los aspectos básicos, pero no el único, que atañe a la inserción y existencia del individuo en las sociedades industriales contemporáneas es, precisamente, el que afecta a la política como substrato del Estado. Como apunta Gellner: «El principio nacionalista de la organización social requiere, en efecto, la unión de la política y la cultura: un Estado se convierte en protector de una cultura y uno obtiene la ciudadanía en virtud de la participación en una cultura ( y también cumpliendo con su imagen prescrita) y no en virtud del linaje, residencia, propiedad o cualquier otra cosa. El principio nacionalista es muy difícil de satisfacer en condiciones de gran diversidad cultural (étnica), donde se yuxtaponen pueblos de lenguajes muy distintos y donde la cultura y el idioma son a menudo funciones no de la posición en el mapa geográfico sino en el papel y el estrato social.»
Existe, pues, un marco de relaciones de cooperación, yo diría que de connivencia, entre el Estado y la nación en el que cada una de ambas realidades desempeñando las funciones que le son propias se refuerzan mutuamente. La nación aporta legitimidad al Estado y a los grupos políticamente dominantes, al tiempo que cohesiona poderosamente su base social a través de la integración cultural. El Estado aporta la base material (territorio) y jurídica que protege y fomenta el núcleo cultural de la nación, a la par que le facilita sus relaciones con otras sociedades, dentro y fuera de las fronteras, permitiendo con ello la perpetuación histórica de ésta. Los ejemplos de Gran Bretaña, Francia, España o Portugal, son exponentes históricos claros del modo en que la existencia de poderosos Estados centralizados favorecieron la consolidación de un sentimiento nacional (popular) esencial para la emergencia de las respectivas naciones. Análogamente, se apeló a la nación alemana o a la nación italiana, para movilizar y legitimar políticamente los procesos de unificación de ambos países sobre las ruinas de los numerosos Estados precedentes. Como reconocería el propio Massimo d’Azeglio: «Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos».
Pero las relaciones entre la nación y el Estado pueden desenvolverse en un contexto abiertamente conflictivo y, con frecuencia, ocurre así.

En primer lugar, la nación revolucionario – democrática, por utilizar la terminología de Hobsbawm, tal y como se manifestó en Francia o en las colonias americanas, tuvo devastadores efectos sobre los regímenes absolutistas de Francia, Inglaterra o España, tal y como ocurriría a principios del pasado siglo con los imperios centrales de Austria – Hungría y Turquía.

En segundo término, los nacionalismos de la segunda mitad del siglo XIX, XX y todo el siglo actual, han desencadenado numerosos conflictos y crisis de legitimidad política en toda Europa que, con demasiada frecuencia, han tratado de resolverse en los campos de batalla.

En tercer lugar, el conflicto entre el Estado y la nación ha surgido siempre que la «supervivencia de la cultura propia de una nación se ve amenazada directamente por la acción de otros grupos sociales, nacionales o no, que monopolizan los órganos del Estado o Estados en los que participa dicha nación».

Para finalizar, Gellner, siguiendo las formulaciones generales de Carr, ha apuntado que la predominante dimensión cooperativa o conflictiva en las relaciones entre la nación y el Estado, hay que buscarlas en las diversas circunstancias históricas, políticas, sociales y económicas que concurrieron en las sociedades europeas en el momento de formación de las naciones. De acuerdo con esta interpretación, Europa cabe dividirla en cuatro regiones, a las que denomina metafóricamente con la expresión «husos horarios» en inequívoca alusión a la analogía tiempo – historia.

El primer huso horario los constituyen países de la vertiente atlántica, como Inglaterra, Francia, España o Portugal. Una región en cuyos países existían áreas lingüísticas y culturales predominantes, cuyo desarrollo se propició por los Estados absolutistas y fuertemente centralizados, sobre todo a partir del siglo XVIII. Se trataba de países que mostraron un escaso o débil nacionalismo etnográfico, entendiendo como tal «el estudio, codificación e idealización de culturas campesinas con objeto de fraguar una nueva cultura nacional».

El segundo huso horario corresponde, en términos generales, al área del Sacro imperio Romano, es decir a lo que durante el siglo pasado pasarían a constituirse como Alemania e Italia. Según Gellner, esta región poseía ya una «Alta Cultura», a la que define como «una cultura estandarizada transmitida por educadores profesionales de acuerdo con normas codificadas bastante rígidas y con ayuda de la alfabetización, en oposición a una «baja Cultura» transmitida sin educación formal en el transcurso de otras actividades vitales, en general sin especificar». Ello facilitó que las naciones se consagrasen en su existencia a partir de lograr la articulación en un solo Estado de la mayor parte de los territorios que aglutinaban a las colectividades que compartían alguna de ambas unidades lingüístico-culturales (germana o italiana).

La tercera región o huso horario, que se correspondería, en general, con los países centroeuropeos y balcánicos, se caracterizaba por carecer de una «Alta Cultura» bien definida y por unas estructuras estatales sólidas, centralizadas y bien organizadas. Los decadentes imperios austríaco o turco, no pasaban de ser, a mediados del siglo pasado, unos viejos armazones institucionales destinados a mantener artificialmente las correspondientes monarquías absolutistas. Desde el punto de vista lingüístico, étnico y cultural, estos imperios aglutinaban una pléyade de pueblos y grupos cuyas diferencias eran tan abismales que no podían por menos que fragmentar el sustrato social y político sobre el que se asentaban. En esta tercera área, el protagonismo de los movimientos nacionalistas resultó más difícil y, necesariamente, más abiertamente conflictivo con las estructuras estatales existentes que se oponían al desarrollo de cualquier movimiento lingüístico, cultural o religioso que amenazase las fundamentos de legitimación política de los regímenes absolutistas dominantes. En resumen, se trata de un área en donde los esfuerzos por articular las naciones tropiezan con la falta de bases culturales sólidas y la oposición de las instituciones estatales dominantes.

La cuarta y última región se extiende por la sociedades integradas, hasta 1991, en el seno de la Unión Soviética y que en mucho casos ya habían pertenecido al viejo imperio zarista. En este caso, las tendencias del nacionalismo emergente coincidieron con las del tercer huso horario hasta 1918. Pero mientras el final de la Primera Guerra Mundial supuso la desintegración estatal de los imperios austro-húngaro y turco, en el caso ruso, en cambio, facilitó la consolidación de un nuevo régimen político, económico y cultural, emanado de la Revolución de 1917, el régimen soviético.

Extractado de la Conferencia pronunciada en el Curso de Verano titulado: «La Nueva Europa en los albores del siglo XXI. Conflictos, cooperación, retos y desafíos». Celebrado en Palencia, Julio 1998 por el  Dr. Rafael Calduch Cervera. Catedrático de Relaciones Internacionales.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería.

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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