El hombre inteligente no renuncia en ningún puesto a la facultad de discurrir. Obedece, dejando a su prisionera iniciativa de injustificados temores, y obedece ciegamente, por razonamiento en el que no entra para nada el temor al castigo o al expediente; y sabe, además, que aun obedeciendo ciegamente, no ha de dejar ociosa la inteligencia, ni ha de limitarse a esperar la impulsión del jefe para secundarlo, dejando a su iniciativa prisionera de temores injustificados. Y esta es la idea que desarrolla el General Cardonniers.
Solo que es preciso poner límites a las iniciativas individuales. Al comentar algunos episodios de la II Gran Guerra, escribía un oficial británico: “Solo hay una clase de obediencia, y es la obediencia ciega. Cualquier lector, por poca experiencia que tenga del campo de batalla, puede darse cuenta de que es del todo imposible que miles de hombres que reciben y tienen que obedecer órdenes en la batalla, tengan que conocer su fundamento o buscar una explicación. Es igualmente imposible para un comandante de División o de Cuerpo de Ejército en un movimiento rápido, en que sólo se puede mandar por radio, explicar cada movimiento y cada cambio en el plan previsto, a los cabos y soldados. La rapidez en la transmisión en las órdenes es un factor de importancia en la batalla, y como todos los soldados saben, hace falta bastante tiempo para que, aún una simple orden de pocas palabras llegue a través de todos los escalones del mando hasta las compañías y secciones. Las órdenes pueden parecer contradictorias; pueden formar parte de un plan para engañar al enemigo; pueden imponer el sacrificio deliberado de un Batallón o de una Brigada, decidido para salvar mayor número de vidas en último término; puede ser, incluso, una tremenda estupidez. Pero, ¿quién lo puede saber? Sea lo que fuere, si no se cumple sin reservas, la situación será peor y sobrevendrá el caos. No hay tiempo para las preguntas durante la acción. La ocasión para las preguntas es la reunión anterior a la operación o la discusión posterior.”
Quiere decirse que cada ocasión dejará un margen distinto de iniciativa, según lo apretado de las circunstancias, el conocimiento de la situación, los datos que se posean para enjuiciarla y el marco en que pueden desarrollarse las funciones de cada uno.
Dentro de estos límites no sólo es libre la iniciativa, sino que al mando le interesa estimularla en los que obedecen. “Por mucha balística que sepa el Capitán de la batería, dice Gavet, cuando de trata de levantar un caballo que se ha caído aparatosamente, el que sabe mejor la manera de salir rápidamente del apuro es el artillero que ha sido mayoral antes de incorporarse al servicio.”
Con ello se hubiera evitado también la alusión a este “otro capitán de barco que recibió, como toda la Marina, la orden monstruosa de fusilar a los prisioneros de guerra; tuvo la desgracia de apoderarse de un barco inglés, y la desgracia mayor de obedecer la orden del Gobierno. Vuelto a tierra, dio cuenta de su vergonzosa ejecución, se retiró del servicio y murió de pena en poco tiempo.”
Pero por patético que aparezca el desenlace del episodio, el problema moral que plantea es de tan obvia solución que excusa otro comentario; como una formación moral religiosa, y una breve meditación a su tiempo hubieran excusado, luego, la congoja mortal del capitán.
Si no hay norma moral por encima de todas las leyes y reglamentaciones, la ordenación militar puede llegar a parecer abrumadora a una conciencia que no haya perdido enteramente la sensibilidad. Para el católico, es ocioso el trabajo que se han tomado no pocos hombres inteligentes de ordenar una tabla de valores, creando para el caso un sistema más o menos personal; ya que, para él, la base de valoración moral y el fundamento de la jerarquía de los valores son el Credo y el Decálogo.
Saber obedecer, se ha dicho, es imprescindible para aprender a mandar. Y en este saber entra también el conocimiento de aquel género de órdenes que uno no hubiera querido recibir por no verse en la necesidad de desobedecerlas. La práctica de la obediencia inteligente y severamente observada prepara para el ejercicio del mando. Quien no haya sentido el honesto contento de obedecer, jamás podrá mandar concertadamente; porque “a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mismo capitán que se lo ordena”.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.