Hay quien se pregunta “¿por qué unos hombres que ya no son cristianos no cometen un robo que hubiera quedado seguramente desconocido”? la contestación que me hago a mi mismo es que es “el honor invisible quien lo detiene”. Pero si se ha de decir la verdad cuando un hombre, y sus circunstancias, no conservan ya ni huella de nociones cristianas, lo que es tan difícil en nuestro tiempo como lo era en la época de la Republica, aún le quedaría el asidero de una prudente desconfianza y ese vago temor a que “acabe por saberse todo”…; pero a esta chusma de socialcomunistas desesperados les da igual porque tienen a su favor los medios de comunicación que encubren la verdad y tienen la confianza en que estos serán capaces de tapar todas las tropelías que han realizado con la gestión deshonrosa y homicida de su mala gestión o de una gestión predeterminada para acabar con la clase media y orientar España hacía una economía planificada por el Estado.
Lo que ocurre es que cuando se afirma que “la religión del honor ha sido con frecuencia bastante más fuerte para reemplazar a la fe cristiana en el corazón de los hombres” , se comete un error fértil en consecuencias ilusivas, fingidas, como las que quedan demostradas en la acción del Gobierno.
Se ha dicho que el sentimiento del honor implica en el hombre la intuición de una idea por encima de su caudal de ideas, de un objeto superior a él mismo del que carecen los miembros del ejecutivo, de donde derivaría un sistema de virtudes y un repertorio de vetos como el de la imposibilidad de hacer caja con la salud del pueblo español.
Pienso que no ha habido tal intuición; el concepto del honor es una sólida plataforma para la vida en común y un instrumento individual en cuanto implica el acatamiento a un código de costumbres y una actitud vital que conserva como normas permanentes cierto número de preceptos tomados de un Decálogo, imperecedero en el tiempo, que en la política de estos impresentables, si existe en España, no se respeta; y es, en cambio, dañoso en la misma medida en que, puesto al servicio de costumbres o de vicios de uno y otro grupo político-social, deja lugar a la tolerancia por otros del incumplimiento que ellos también hicieron, cuando no a la preceptiva infracción de mandatos del mismo origen deontológico. Ideas de las que, sin duda no están lejos cuando se afirma en una nota de Vigny que “le gustaba considerar de la religión la utilidad que podía tener como punto de apoyo de la moral”.
Pero, en todo caso, con menoscabo de mucha monta, que ya reconoció Balmes en aquella especie de honor laico y un poco convencional; porque al paso de las exigencias de la religión son permanentes, aquella suerte de honor sería un estímulo más o menos vivo y un freno más o menos poderoso según la mayor o menor severidad de juicio que atribuyéramos a los demás.
Una anotación del Diario de Vigny sirve para rodrigar la idea. Corresponde al 28 de septiembre de 1823 y dice textualmente: “Recuerdo mientras trabajo una anécdota bellísima que me contó una tarde la princesa de Béthume.
El señor X sabía perfectamente que su mujer tenía un amante, pero como todo se deslizaba con decencia, guardaba silencio. Una noche, tras cinco años de una discreta frialdad, entró en su habitación. Al asombro de ella corresponde la réplica del marido: Sigue acostada; yo pasaré la noche leyendo en esta butaca; sé que estás embarazada, y vengo aquí pensando en tu familia. Ella lloró silenciosamente: era verdad.”
Esta anécdota, bellísima para un francés que oficiaba como sacerdote de la religión del honor, se acomoda mal con el concepto del honor que tendría cualquier español; lo que explica que esta especie de honor intraducible, al parecer, resulte un concepto inválido desde el punto de vista, no ya de la humanidad, sino de lo que se conviene en llamar una civilización. Para el caso, se hubiera necesitado una norma, con vigencia bastante amplia espacial y temporalmente, y no más exigente que lo preciso para que todos los politiquillos pudieran comprender que hay algunas actividades que por muy discretamente se practiquen como las negociaciones con los independentistas no se puede decir de ellas que se perpetren con decencia.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.