El Ejército es, ciertamente, una institución política en el sentido que vamos a señalar. El Estado moderno va a ser posible —dice el gran sociólogo Max Weber— gracias al Ejército, porque concentra el poder y acaba con las resistencias feudales; consolida el poder y, por emanación de la militar, se va creando una administración rudimentaria que luego, con el tiempo, llegará a separarse y constituirse en la actual y eficaz Administración civil. El Ejército está presente en todos los acontecimientos políticos de mayor alcance e interés, como son los conflictos internacionales o internos en los cuales el Estado se juega su independencia o su seguridad. El Ejército es la más eficaz garantía del orden y de la libertad, sin los cuales no existiría el Estado, no sería posible la convivencia social.
El Ejército, su organización, mando y reclutamiento, es objeto de atención primordial en todas las Constituciones o leyes Fundamentales de los Estados modernos, y él es el que ejerce el poder político en caso de guerra; interviene en armisticios y acuerdos internacionales. Pero, sobre todo, el Ejército es institución política, como lo es social, por la sana vinculación a la nación y a la sociedad a la que sirve, para lo cual —decía nuestro gran tribuno Vázquez de Mella— debe tener conciencia propia y capacidad de opinión, ya que de otro modo corre el riesgo de convertirse en instrumento de tiranía y de corrupción. Los problemas militares son problemas sociales, y sólo esa compenetración entre sociedad y Ejército, que tanto venimos subrayando en todos mis artículos, puede darles acertada solución y aplicación a la política nacional. La política no se la puede considerar exclusiva de ningún sector o estrato social, sino que es algo que trasciende a todos ellos, y no puede ser el Ejército una excepción.
Es preciso persuadirse de que en nuestro tiempo política y milicia no puede disociarse. Naturalmente —y queremos subrayar bien esto—, entendiendo la política en su más alto sentido y puro significado, no como partidismo de intereses, grupos o facciones, o en el sentido sectario que suele dársele. Si hay divorcio entré política y Ejército, como si existe entre sociedad y milicia, la unidad de fines y de acción, la coordinación de los múltiples factores que intervienen en los problemas de la defensa nacional, de la guerra y de la paz, no podría existir. Y si así sucede, no sólo la autoridad del Estado puede verse en quiebra, sino su propia subsistencia. Y si la política no es algo exclusivo de civiles, es evidente que el problema de la defensa nacional es algo que no atañe sólo a los militares, sino a todos. Hace unos años el que fue ministro francés de Defensa, Michel Debré, declaraba que «mañana como ayer, la defensa no será sólo asunto de los especialistas, sino que concierne al país entero, y si éste no hace un esfuerzo de defensa nacional no puede tener una política independiente ni valor alguno a los ojos de sus aliados».
En el mismo sentido, el ministro italiano de Defensa, Luigi Gui, afirmaba en la Cámara de Diputados que «la política militar italiana debe estar en plena concordancia con la política exterior del país». Entre nosotros, las declaraciones del actual rey D. Felipe VI, subrayó la atención que merece no sólo al poder, sino a todos los españoles, la eficacia y la potencialidad de nuestras Fuerzas Armadas, «garantía de la unidad o independencia de la patria, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional». Y más recientemente, la ministra de defensa Margarita Robles afirmaba que «hoy la defensa nacional es la suma de todas las energías del país». Por eso, este carácter del Ejército como fuerza e institución social y política, y para el cumplimiento de su fin de defensa nacional, postula una actividad política del Ejército, ya que, si la actuación política exige una profunda voluntad de servicio y una lealtad inquebrantable a los principios y esencias nacionales, sabido es que el Ejército hace de esas virtudes normas de su vida. Planteamos con ello, y no queremos eludirlo, «uno de los aspectos más espinosos entre los que lleva consigo las relaciones Ejército y sociedad», como dice en su libro, Ejército y sociedad (Madrid, 1972), el ilustre militar y humanista, teniente general Diez-Alegría. Ciertamente, «ha constituido siempre un axioma la subordinación del Ejército al poder civil… y es necesario que este postulado se cumpla. En otra forma resultaría imposible el gobierno de la nación y la existencia misma del Estado. Para conseguirlo se ha propugnado también el apoliticismo del Ejército». Esto es, y así suele entenderse cuando se acostumbra a hablar de la intervención del Ejército en política, que lo que «nunca debe ocurrir es que se mezcle a las politiquerías menudas de la vida diaria o a las actividades disociadoras de las corrientes partidistas». Pero esta apoliticidad del Ejército, «dogma indiscutible para la ideología militar, no puede considerarse como absoluta en todas las circunstancias». Porque «pueden existir casos enormemente restringidos ciertamente, en que las Fuerzas Armadas puedan, sin afiliarse a ninguna corriente de opinión determinada, pero haciéndose eco del sentimiento general de su país, recoger de la calle los atributos del poder para impedir con ello la pérdida de la nación al perderse sus esencias fundamentales».
De acuerdo en un todo con el ilustre soldado en sus medidas palabras, y a esas «situaciones-límite» aludiremos después en este trabajo. Pero veamos otros testimonios coincidentes con ese «dogma indiscutible para la ideología militar», para seguidamente exponer nuestro criterio sobre la posible, deseable y necesaria, a veces, actividad política del Ejército en las formas que aquilataremos, sin que por ello le «afiliemos tampoco a ninguna corriente de opinión política determinada». … El Ejército «servidor de lo permanente, no de lo contingente y variable», está para hacer «lo que él, y sólo él, puede hacer, sin asumir funciones que lo desgastarían y que corresponden a otros órganos del Estado, aunque naturalmente, se pueda y deba exigir a quienes las desempeñen que lo hagan acertadamente». Porque si «el Ejército no desea puestos de gobierno y no tiene ambición de gobierno, sí ambiciona el bienestar de todos los españoles» («Ya»). El Ejército no es una pieza política del sistema político ni debe nunca serlo; pero a un nivel más elevado, que ya no es el de la política contingente y de gobierno, sino el nacional, tiene la misión de garantizar la defensa del orden institucional, que le encomienda la Constitución, cuya importancia, en todo momento, pero especialmente de cara al futuro, nadie pondrá en duda («Ya»). El Ejército no es factor político, no debe serlo y no quiere serlo tampoco. Y cuando lo ha sido, y providencialmente lo fue como sustitutivo heroico de la falta de instituciones sólidas y único medio de llenar el vacío de autoridad creado alrededor suyo por poderes débiles. Los Ejércitos se utilizan sólo cuando la política del Estado o el bien de la patria lo exige. Pero ahora se trata de conseguir que las instituciones, funcionando regularmente en su totalidad, hagan innecesaria la intervención militar. E incluso en las situaciones extremas la intervención militar fue fecunda cuando fue evidente su carácter de urgencia y se puso al servicio de la nación como tal, no de ninguna política menuda.
El Ejército no es sucedáneo de nada, y cuanto más se le estima, más se debe cuidar que no se emplee, fuera de su campo, más que allí donde sin ningún género de duda se puede asegurar que es imprescindible. Pero «esto no quiere decir que el Ejército no deba tutelar. El Ejército ciego, sordo y mudo a cuanto suceda en su país no sólo es imposible, sino que en algún sentido parece hasta inhumano». Además, por lo que se refiere a España sería ilegal por la misión que le encomiendan las leyes orgánicas de Estados de Alarma, Excepción y Sitio, emanadas o desarrolladas de un artículo fundamental de nuestra Constitución. Y esto «no son meras imposiciones legales, sino que lo exige la naturaleza misma de las cosas. Pero en esta función debe resplandecer lo nacional en el más amplio sentido. No es lo contingente y variable de la política, sino lo permanente lo que el Ejército debe servir; es, además, aquello para lo que está preparado». Nos parecen ponderadas estas apreciaciones que se refieren a la defensa de la «integridad» y al «fin primordial» que al Ejército confiaba ya su ley Constitutiva de 19 de julio de 1889, y que se consagra hoy en la Constitución. Pero esto no es inmiscuirse en la integridad «política» del sistema. Esta es la misión de los órganos políticos. Por eso —digo—, «a la intromisión de los militares (mejor debía decir del Ejército) en la política, suplantando las funciones propias de los órganos políticos, es a lo que se llama «militarismo», que constituye una desnaturalización y una desvirtuación del Ejército. Pero «la actuación del Ejército como una fuerza política puede justificarse cuando falte una estructura política civil suficiente. Cuando el Ejército lo que hace es ocupar este vacío de poder, no se puede decir que haya militarismo». Y «mucho menos se puede hablar de militarismo si en un país, los órganos políticos llamados a salvaguardarlos vulneran o reniegan esos principios de «identidad» o integridad de la patria que constituyen como la moral o el alma del Ejército. Entonces éste no es que tiene el derecho, sino el deber de intervenir». En este mismo sentido, recientemente un ex ministro del Gobierno, en discurso que despertó gran expectación, refiriéndose a la misión del Ejército y a ese recelo de su politicismo, dijo: «Yo sonrío cuando con malignas intenciones alguien dice que el Ejército debe ser apolítico. Naturalmente que sí, y lo es porque tiene conciencia de su misión. Pero tiene también la conciencia, mucho más ceñida, de que él es la garantía y salvaguardia de la patria, y que la patria y la soberanía nacional pueden peligrar lo mismo por amenazas, exteriores que interiores. Es por igual tarea del Ejército hacer frente al enemigo declarado que «viene de fuera, con las espadas visiblemente levantadas, como al enemigo solapado que se infiltra en la noche política para destruir, a cuchillo, nuestras estructuras».
El Ejército tiene bien demostrado su temple y heroísmo en la guerra, y su templanza, austeridad y apoliticismo en la paz. Exigimos el respeto más absoluto de los españoles y de las instituciones nacionales hacia sus fuerzas armadas, porque ellas son el pueblo mismo», y porque el Ejército, «de fronteras adentro —en frase feliz de Vigón—, es el soporte de la vida nacional». Y si son difíciles las acciones guerreras en los momentos dramáticos de la exaltación patriótica y del heroísmo, más difícil aún es sostener o llevar sobre sí, día a día, el peso de la vigilancia de una actuación política ordenada, sustentar y mantener limpias, en paz, las esencias de la patria. (Discurso de J. A. Girón en Valladolid, en 4 de mayo de 1972.) El Ejército no es una «máquina inconsciente» que los Gobiernos pueden poner en movimiento al pulsar un botón eléctrico como quería Duguit que reducía al Ejército al «gran mudo». Esto ha pretendido el antimilitarismo liberal democrático y quiere ahora el pacifismo integral.
El apoliticismo tradicional en el Ejército obedecía a un doble recelo: el de los políticos y gobernantes, y el de los propios militares. Los primeros, por la creencia de que la actividad o función política del Ejército contravenía su necesaria e inexcusable sumisión al poder civil y a la supremacía de este en. el Estado. El recelo de los propios militares a intervenir en política, obedecía también a la confusión general entre política y partidismo; en este sentido, su apoliticismo era obligado y sólo elogios merece. Es más, por lo que se refiere a los militares españoles, el desvío de la política ha revestido —en algún tiempo— el carácter de una invencible repugnancia casi fisiológica —como dice Vigón—. Y más que por la política en sí, esa repugnancia era provocada por las consecuencias y los medios empleados por la política conocida por ellos, que bien revela este cuadro que durante la República presentaba Acción Española: «Desde hace más de un siglo, es decir, desde que empezaron a estar en boga las ideas filosóficas del siglo XVIII y los Monarcas dejaron de gobernar, la política fue el palenque de la lucha de partídos, de la guerra civil a golpe de plomo de balas o de plomo de imprenta, a golpe cruel siempre, a golpe traidor la más de las veces, en continuos episodios de dependencia banderiza, cuando no de encuentro personal; y no por la justicia y el bien común, sino por el predominio de los monstruosos engendros del nuevo sistema: los partidos políticos».
El apartamiento de la política del militar se convirtió en una exigencia- al imponerse a los militares, en méritos de toda apoliticidad, restricciones a sus derechos políticos, lo que suponía una evidente capitis diminutio lesiva y dolorosa para un sector de la sociedad que se destaca por su patriotismo y por el sentido del deber y del servicio, haciendo de él —como lamentaba el general Mola— «un ciudadano de peor condición», olvidándose que el Ejército era una institución social, no al servicio de una clase, grupo o partido, sino la expresión suprema del sentir nacional. Pero el apoliticismo tradicional del Ejército se vislumbra hoy está entrando en crisis.
La actividad política de la institución militar es notablemente diferente de épocas pasadas. Las condiciones en que se desarrolló la última guerra en Irak, ha permitido una evidente alza de la estima militar y una influencia cada vez mayor de los Ejércitos en la política, que conduce a una politización progresiva paralela a la politización de la guerra. Esto ha hecho decir a muchos, parafraseando la frase Clemenceau, de que «la guerra es algo demasiado serio para dejarlo a los generales», que «la política es asunto demasiado serio como para dejarlo a los políticos». Como causas por las que el Ejército deja de ser instrumento pasivo para participar en la vida política, pueden señalarse, entre otras, la nueva configuración de la política mundial con las grandes alianzas, pactos y bloques, el aumento de los contingentes militares, las nuevas necesidades defensivas provocadas por la guerra fría, guerrillas, etc. Todo esto ha proporcionado la ocasión a los países occidentales de poner a buena altura a los jefes militares, familiarizándoles en las cuestiones políticas de las que antes permanecían alejados. Y esto demuestra que la. politización del Ejército no es incompatible con. su profesionalización sino complemento ordenado para el mejor cumplimiento de los altos fines que tiene encomendados. Y por lo que se refiere a España nos atenemos a lo expuesto anteriormente, casi siempre con juicios de los demás. Si el hecho de la intervención política militar es innegable y creciente, los fines u objetivos que el Ejército persigue y las formas de su intervención, justificarán esta actividad política. (Muy interesante a este respecto nos parece el documentado libro de Hermann Oehling, La función política del Ejército, Instituto de Estudios Políticos, Madrid.)
Como fines se señalan:
1) El de proteger, ayudando y defendiendo al poder civil, adoptando, si es preciso para ello, una postura activa.
2) Complementar posibles incapacidades o insuficiencias del poder civil —reconocida o no—, y solicitadas o no solicitadas por éste.
3) Reemplazar al poder civil, en forma transitoria o duradera, si bien en este caso se puede decir que el poder civil lo solicita pocas veces.
Esto por lo que se refiere al poder civil. Pero respecto a la sociedad, puede señalarse al Ejército una función normalizadora, tendente a sofocar las causas que provocaron una grave crisis social y restablecer el orden perdido; y una función correctora, cuando la pérdida del sentido nacional, colectivo, imprime un sentido disolvente, injusto o partidista y anárquico al orden instituido. Si a esto añadimos el interés corporativo del Ejército como institución social, y descartamos el posible interés individual o de partido, tendremos un cuadro bastante completo de los fines que llevan al Ejército a la intervención política. Como formas utilizadas para llevar a cabo esa intervención, se señalan por algunos tratadistas, como Finer (The Role of the Müitary in politics, 1962) hasta seis formas, que de las más simples a las más extremas van desde los cauces constitucionales normales, entendimiento con las autoridades civiles, intimidación, amenaza de no colaboración, abandono de estas a su suerte en caso de necesidad, hasta la violencia contra el poder civil. Yo resumiría estas seis formas de la actividad.. política del Ejército en tres, que sustancialmente vienen a coincidir con las expuestas:
1) Una actitud expectante o de colaboración subordinada y de ayuda, como garantía del cumplimiento de las leyes y de la conservación del orden institucional. Es la que llamó Osorio «garantía expectante», pues «aun cuando las Fuerzas Armadas, por sí, no tienen ni quieren tener un papel de protagonistas en los avatares de las acciones políticas concretas, ello no supone inhibición o ausencia».
2) Actitud de presencia activa o de presión (hoy se presenta al Ejército como un fuerte «grupo de presión» en muchos países occidentales como EE.UU—ejemplos tenemos en , Alemania Federal, Rusia., los militares franceses en Argelia y luego los propios argelinos, Egipto, países árabes, Israel, Ibeoramérica, etc.— y esto, en mi parecer, no para la defensa de los privilegios del Ejército, amenazados real o supuestamente, sino más que para imponer una política determinada, para impedir a tiempo una política disolvente o anárquica).
3) Una actitud extrema absorbente para reemplazar, en caso de guerra o de grave descomposición consumada del orden social, a los demás poderes del Estado, que son incapaces de mantenerle, asumiendo el Ejército todo el poder hasta restablecer la normalidad, cumpliendo con ello sus fines primordiales de defensa nacional.
Bien podemos, por tanto, afirmar que el Ejército es una institución social, jurídica y política al servicio de la sociedad.
Basado en Serrano Villafañe
Enrique Area Sacristán
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca