Hoy hace un año que disfruté de una velada muy agradable con unos camaradas en el más estricto sentido de la palabra al estilo de los antiguos infantes de los Tercios de Flandes. Casualmente, ambos eran abogados, uno de ellos el mío. Os lo digo para que sepáis, Ilustrísimos y Excelentísimos, que ya me quité el guante hace ya tiempo y que las injurias no existen cuando el acusado pruebe la verdad de las imputaciones si estas se dirigen contra funcionarios públicos sobre hechos concernientes al ejercicio de sus cargos o referidos a la comisión de infracciones administrativas; a las pruebas me remitiré; pero antes de procesaros he de recordaros un artículo que escribí ya hace un tiempo sobre el honor militar, del que vosotros carecéis. Sacaré vuestros nombres, empleo y apellidos, como vosotros filtrasteis el mío, cuando me dé la gana y con las explicaciones a pie de página que estoy preparando, para que todo el Ejército sepa qué clase de tipejos sois. ¡¡¡No creáis que no se sabrá de facto vuestro comportamiento con puntos y comas¡¡¡
Contra lo que algunos opinan como vosotros, la deontología, y concretamente la deontología militar, es decir, el estudio de los deberes militares, y de las obligaciones, en tanto que sean deberes, no es ociosa. Hay normas fijas, dice Vigón, para alcanzar la perfección; y no es cierto, como opina Marañón, que lo mejor con respecto a la conducta moral sea siempre la que sea mas eficaz; la verdad, un poco distinta, es que la conducta que se ajusta más estrechamente a la moral, es, en último término, la más eficiente. Que un espíritu reflexivo pueda descubrir por si mismo las normas a las que ha de someterse no es discutible; pero inferir de esto que la conducta profesional no tiene por qué someterse a las leyes ni reglamentos, es una invitación a todos los desvaríos de la inmodestia, a todos los riesgos de la necedad.
Un militar no puede ser un buen hombre de bien si no es un buen soldado; y nunca será mejor soldado que cuando viva como un cristiano perfecto. A principios del XIX todavía estudiaban los Caballeros Cadetes del Colegio de Artillería un breve catecismo militar, que les enseñaba: “Al modo que peca un magistrado cuando juzga mal por ignorancia, así también peca un comandante cuando ordena mal sus tropas por la misma causa. Cada uno está obligado a saber de su oficio; y el honor y la conciencia obligan en todos los estados a renunciar los encargos que no sean capaces de desempeñar. Si un joven que abraza la carrera de las armas se persuadiera que por honor y por conciencia es responsable de los males que originaría su ignorancia o poca aplicación, sería difícil que con los principios de un buen nacimiento y educación se abandonase a la pereza”.
Se puede decir que el verdadero honor es el estímulo humano que nos induce a cumplir rectamente nuestros deberes, cuando nuestra vida no está inspirada en un sentido religioso.
Para las sanciones humanas establecidas para los que faltan a sus obligaciones, y el castigo que amenaza a los que faltan a sus deberes, el honor militar tiene exigencias intermedias: más severas que las leyes y los reglamentos castrenses, porque el honor es más susceptible que la venganza publica; pero menos estricta que la Ley de Dios y también menos clemente y piadosa que la justicia divina; pero, en todo caso, censuras referidas a ciertos actos u omisiones “que lesionen principios o intereses vitales de la convivencia social”.
Así entendido, el ámbito del honor queda sujeto a la circunstancia histórica sólo en la medida que ella determina la elevación mayor o menor de la barrera de imperativos legales; o en cuanto, por razones de cualquier orden, las exigencias del grupo social que lo discierne experimentan variación de volumen.
Cuando el área de estos grupos sociales coincide con las de las corporaciones profesionales, vienen a hacerse éstas, además de censoras del honor de sus individuos, depositarias y participantes de él, de donde le viene a la propia corporación una suerte de prestigio, el honor del gremio, que, de nuevo, redunda sobre cada uno de sus individuos. Nuestra profesión que, como tal, posee un Código moral de conducta como son las Reales Ordenanzas, no pretende que todos los profesionales sean honorables por naturaleza, como es obvio en vuestro caso, sino que dado el caso de comportarse innoblemente, el resto de los profesionales de la milicia tienen la potestad de exigir que este descarriado vuelva a respetar las normas de conducta que en las citadas se exige para todos los miembros de las Fuerzas Armadas.
El hecho de que las exigencias sean distintas de una corporación a otra es, en cambio, indicio de insolidaridad espiritual, que no habla bien de la sociedad que las integra.
La medida de su perfección la dará la tasa del rigor y la amplitud del círculo de su vigencia.
Que aquél se haya ejercido en direcciones inconvenientes es una desdichada historia. “El conflicto, dice Valdecasas, entre los preceptos de la moral cristiana y la moral propia de la sociedad no es exclusiva de ninguna época”. Pero la gloria de la nuestra sería que todos entendiesen que sólo en la univocación de todas las exigencias profesionales, con los preceptos morales, está el fundamento del perfeccionamiento social. Cuando esto ocurra, y todo hombre en su oficio, se haga cargo del deber que le marca su Código deontológico, el progreso técnico y el bienestar material vendrán por añadidura.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.