Según Rafael Cid de radio Klara, Illa es de profesión filósofo, con lo que se le presume amante de la verdad (filo-sofía), pero de condición político, con lo que prevalece una innata inclinación a la mentira. Lo demostró palmariamente al declarar públicamente el pasado 29 de diciembre (y no era el día de los inocentes) que no iba a presentarse a las elecciones catalanas del próximo 14 de febrero, y solamente 48 horas después hacer efectiva su candidatura. Compromiso que había pactado el 17 de noviembre con el presidente del gobierno Pedro Sánchez. Es lo que tienen los asintomáticos: contagian a los demás sin que ellos se consideren responsables. Ya advertía Lord Acton en una frase que suele reproducirse amputada en su conclusión: «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, por eso la mayoría de los políticos son malas personas«.
Una cosa ha quedado clara. Salvador Illa es un perfecto mandado. Y también un ignorante. Porque la víspera juraba que no encabezaría la lista del PSC a la presidencia de la Generalitat. Circunstancias ambas que perfilan al ex ministro de la pandemia como un sujeto sin atributos. Vulgo, un pobre diablo. Veremos si los vaticinios demoscópicos made in Iván Redondo, que le han catapultado como estrella emergente de la política catalana, no le aguan la fiesta. Tendrá que hacer campaña electoral en el fragor de la tercera ola como si con él no fuera la cosa. E incluso cabe la posibilidad de que después de las elecciones autonómicas algún juez inclemente le cite para responder de su gestión al frente de Sanidad. Algo huele a podrido cuando el Gobierno cifra en 50.000 los muertos por la Covid-19 y el no menos oficial Instituto Nacional de Estadística (INE) los sitúa en más de 70.000. Un «pequeño desvío» letal que nadie que no fuera su allegado Fernando Simón atribuiría a un «gigantesco accidente de tráfico«. Aunque siempre cabe argüir en su defensa aquel desdoblamiento que la vicepresidenta Calvo atribuía a Sánchez para justificar que fuera un oxímoron andante. Que una cosa es el ministro Salvador Illa y otra distinta su holograma el ciudadano Salvador Illa.
Los militantes socialistas de la vieja escuela eran fundamentalmente eso, militantes. Gentes volcadas en la refutación de la dictadura. Bien fuera en la categoría de combatientes, resistentes, disidentes o practicando el exilio interior. Hombres y mujeres expuestos a la política o por la política, y formados en la experiencia vivida o trasmitida por los que les precedieron. También personas socializadas en el compromiso de lecturas, lo que no evitó su correspondiente dosis de pragmatismo cuando el virus del poder llamó a la puerta. Todo ello configuró un tipo humano menos poroso a las tentaciones del mando único y supremo. González tuvo que amagar con abandonar el partido para purgarle del marxismo y se vio en la necesidad de convocar un referéndum con truco para vadear el problema de la pertenencia a la OTAN.
Sus sucesores sanchistas, en orden a la ética política, están en otra galaxia. Forman parte representativa de la generación Netflix. Militan en los medios y en el escalonado de los artificios demoscópicos. Para ellos no existe la opinión pública y apenas la opinión publicada. Su reino es de la opinión sondeada. Por eso pueden decir una cosa y su contraria sin mostrar contrariedad ni aflicción. El ya citado ejemplo del brinco de Illa del servicio público al frente de Sanidad a la promoción partidista no es un caso aparte. Tuvimos un Pedro Sánchez asegurando que no dormiría tranquilo si tuviera que conciliar con Pablo Iglesias para al día siguiente pedirle esponsales, haciendo bueno el dicho del cafre Fraga Iribarne «la política hace extraños compañeros de cama«. Los agentes de la nueva normalidad llevan el pragmatismo oportunista en el ADN.
Por eso hacen de la propaganda un arma de intrusión masiva. Peroran sobre las vacunas gratis (que pagan a cuota todos los países de la UE); envuelven sus remesas a los acordes de la bandera nacional y la leyenda «Gobierno de España«, con la magnanimidad de aquella marquesa que al conocer la llegada de los periodistas contestó «que pasen y coman«; o celebran la Triple A de solvencia sobre su gestión otorgada por un comité de expertos nombrados por la propia Moncloa y retribuidos con dinero público. Formarse ideológica y políticamente surfeando series en las infinitas plataformas disponibles, con su casuística irreflexiva y depredadora, en lo que todo lo posible y lo imposible, lo cabal y lo ruin, lo hermoso y lo abyecto, está a golpe de un clic o de un «me gusta» con emoticono, imprime carácter y deja huella cerebral. Si Marshall Mc Luchan viviera hoy posiblemente cambiara aquella clásica definición de los «medios como extensiones del hombre» por los «hombres como extensiones de los medios«.
Que las acciones humanas tienen consecuencias no es un valor trasnochado. Por eso el candidato asintomático Illa no podrá zafarse de la herencia dejada. Daños colaterales que le perseguirán a trompicones durante la kermés electoral. Para tener una idea de lo que eso conlleva basta darse una vuelta por el informe anual de Reporteros Sin Fronteras (RSF) sobre la vulneración de derechos libertades perpetrados por el Gobierno de coalición de izquierdas durante la pandemia.
Sobre la falta de transparencia, RSF dice: «Una opacidad que no ha permitido investigar los contratos de compra de material sanitario. Por no hablar del inicial sistema de preguntas filtradas por la secretaria de Estado de Comunicación. O la decisión de impedir el acceso de cámaras y micrófonos a hospitales, depósitos de cadáveres, cementerios (…) No se trata de cultivar el morbo, o de no respetar la dignidad y la intimidad, sino todo lo contrario. Se trata de asumir que la muerte forma parte de la vida, y que la muerte en cantidades atroces es inaceptable y merece una explicación. Un relato. Y un luto. Que no se ha hecho. Muchos reporteros curtidos en los frentes de Libia, Siria, Afganistán, Congo o Yemen pidieron apoyo a RSF porque tenían más dificultades para hacer fotos en España que en zonas de conflicto«.
Sobre el macabro manejo de las estadísticas, RSF recuerda: <<Todavía hoy no tenemos cifras oficiales fidedignas sobre el número de muertos causados por la pandemia en España, con una abismal e incomprensible horquilla de datos entre los que proporciona el gobierno central, los autonómicos, los registros civiles y el Instituto Carlos III (…) El ministro de Sanidad y su portavoz más caro llegaron a hablar de un “pequeño desvío”… ¡de 18.000!muertos! (…) cuando con toda probabilidad rozamos ya los 80.00 muertos (…) Parece como si España hubiera sufrido una catástrofe natural, un “gigantesco accidente de tráfico”, que nos nos conmueve más de la cuenta>>.
Este es el panorama que deja tras de sí la gestión público-privada de Salvador Illa, cuando, como en el famoso spot de El Almendro, vuelve a casa por Navidad. Al final de la escapada no está la playa y se quedará a la luna de Valencia.
En esta tesitura, es muy común referirse a este dicho para aquellos que se han quedado rezagados y/o despistados de algún cometido que debían hacer con la expresión “se ha quedado a la luna de Valencia” o “está a la luna de Valencia”, pudiéndonos también encontrar que se dice “se ha quedado en la luna de Valencia”(sustituyendo ‘a’ por ‘en’).
Según la Real Academia Española, dicha locución se refiere al estado en el que se queda alguien cuando se ven frustradas las esperanzas de lo que deseaba o pretendía como espero se quede Illa. Sin embargo, navegando por la red es relativamente sencillo comprobar que esta expresión también se utiliza para aquellos que se quedan rezagados o despistados en un momento determinado.
Hay quien va más allá y añade a esta historia el hecho de que frente a los muros de la población existía un banco con forma de media luna o herradura donde los rezagados se veían obligados a dormir o, al menos, a intentarlo.
El origen de la misma, y que más fuentes otorgan como cierta, es la que se refiere a las antiguas murallas que rodeaban la ciudad de Valencia. Éstas tenían unas puertas por las que acceder al interior y que eran cerradas por la noche tras el toque de queda. Aquellos rezagados que llegaban tras el cierre no podían pasar al interior y por lo tanto no tenían posibilidad de ir a dormir a sus casas, por lo que debían pasar el resto de la noche al raso, a la luna de Valencia.
Pero hay otras fuentes que nos ofrecen otros orígenes al dicho. Entre ellos el que da el periodista y escritor Vicente Vidal Corella (1905-1992) en el libro “La Valencia de otros tiempos” en el que, aparte de la versión explicada más arriba, también relata que algunos cronistas atribuyen el origen al momento de la expulsión de los moriscos de la ciudad y la acumulación de éstos en las playas de Valencia, ya que debían de ser trasladados en barcos hasta las costas de Argelia, Marruecos y Túnez, pero debido a la gran cantidad que eran no cupieron todos en las naves, prometiéndoles que regresarían a recogerlos, por lo que muchos quedaron esperando varias noches a la luna de Valencia.
Hay quién atribuye el uso de la expresión a aquellos barcos que arribaban a las costas valencianas y debido a la mala marea no podían acercarse para atracar, motivo por el que sus pasajeros permanecían a bordo, a la luna de Valencia, esperando poder desembarcar.
Sin embargo, José María Iribarren, autor del libro “El porqué de los dichos” cree que la expresión es simplemente una prolongación del dicho “dejar a la luna”, que tradicionalmente ha significado “dejar en blanco”. De este modo, sus connotaciones podrían haberse trasladado a aquellos que se quedan sin lo que pretendían o esperaban como es muy previsible le sucederá al pretendiente socialista a la Generalidad del que quedará lo que quieran los independentistas y que, por mí, se puede quedar a la luna de Valencia sea cual fuere la fuente tomada.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.