En el día en que conmemoramos el asesinato a manos de unos desalmados, hace 25 años, en Ermua, del concejal Miguel Ángel Blanco, traigo al blog un artículo que creo viene muy bien recordar y que escribí hace cinco años. Decía así:
Como el principal campo de fabulación nacionalista es la historia, urge recuperar en la escuela y en la calle el pasado español que no por plural deja de ser común. Desde 1975 hemos asistido a un proceso político e intelectual, en el que se ha exaltado machaconamente la diversidad de los componentes territoriales y culturales de España hasta negar la existencia de esa comunidad nacional, que llamamos nación española.
Contraponiendo las partes al todo, buscando la exclusión de lo común y poniendo el énfasis solo en lo propio, se han multiplicado las agresiones a la historia que al obsesionarse en destacar o inventar lo singular ha perdido su capacidad de integrar, de igualar y de ofrecer una visión de conjunto que en alguna medida es consustancial a la ciencia histórica.
Al mismo tiempo que los nacionalistas vascos y catalanes hacen lo imposible por diferenciarse y desigualarse de otras “singularidades” españolas, aprovechan cualquier ocasión para identificar su caso con situaciones de autodeterminación política originadas dentro o fuera de Europa, por muy distintas que sean. En plena marejada popular provocada entonces por el desplome de la Europa del Este y la desintegración de la Unión Soviética, los nacionalismos de España buscaron su pueblo oprimido en el que reconocerse y festejar su recién estrenada independencia, confiando en el contagio. Países como Eslovaquia, Lituania o incluso Tíbet, han sido tomados como ejemplos a seguir; los dos primeros por el sinvergüenza de Jordi Pujol y el tercero por el desleal PNV. El hecho que Pujol comparara España, una nación con una convivencia histórica de más de quinientos años con países surgidos de entes artificiales sólo manifiesta miopía, oportunismo político e irracionalidad. En el caso de los nacionalistas vascos el despropósito no es menor. Comparar un País miembro de la Unión Europea que defiende todos los derechos y libertades, con una nación que no respeta el más elemental respeto a la persona, como es la China Popular, resulta sencillamente grotesco.
Pero sí existe una Historia de España desde la universidad y no desde el mercadeo político, una Historia que tiene muy buenos profesionales que han destacado la trayectoria común de una nación importante que ha impregnado al resto de la humanidad de ideas y valores y que con sus personajes y sus obras ha enriquecido el patrimonio universal y sin cuya aportación nuestro mundo no sería el mismo.
Atrapada entre Europa y África, el Mediterráneo y el Atlántico, España ha soñado bajo sus párpados de tiempo todos los sueños del hombre. Los caminos de la Historia le hicieron llegar modos de vida y alimentos, dioses y lenguas, grandezas y miserias que embellecerían su mirada y le harían deudora de olvidados pueblos viajeros. A medio camino entre la Historia y la leyenda, el longevo Argantonio, rey de Tartessos, encabeza el elenco como representante de la primera cultura hispana abierta a las influencias del Mediterráneo. La Dama de Elche encierra en su mirada el misterio de la cultura Ibérica, expresión de las tradiciones indígenas y las aportaciones de los colonos griegos y fenicios. De la mítica riqueza de Iberia se harían lenguas los autores clásicos, buenos propagandistas de la imagen aurea de la Península durante la Edad Antigua, mientras la hospitalidad regia prefigura el futuro de una España mestiza.
Objeto de deseo de las grandes potencias mediterráneas, Iberia, primera denominación de España, recoge la sangre de las milicias de Cartago y Roma en la supremacía del mundo conocido. Tras el triunfo romano, la caligrafía de los emperadores relataría la unificación cultural de la Península. A Roma deberán los futuros españoles su lengua, el arte y la tradición literaria grecolatina, el derecho, la religión y unas estructuras urbanas y viarias que luego heredarían los godos, los musulmanes y los reinos cristianos. Hispania es la primera unidad política peninsular.
Cuando el brillo de Roma se marcha, los visigodos reaniman la antigua Hispania con su ardor guerrero, aunque no pueden evitar que, poco a poco, sus dirigentes caigan postrados ante el prestigio de la cultura romana. En los concilios de Toledo se consagra la imparable romanización de los pueblos germánicos y se abre camino la alianza entre el trono y el altar que se prolonga en la historia hasta bien entrado el siglo XX. A causa de las querellas domésticas, la entrada de las tropas árabes en el 711 es un paseo triunfal hasta Toledo. Rota de nuevo la unidad peninsular, Abd al-Rahman II ocupa un sitio preferencial en la historia de España, al poner los belicosos principados norteños a los pies de Córdoba, cohesionar el resto del territorio y deslumbrar a Europa con el fulgor de su cultura cosmopolita, compendio de las mejores influencias del mundo clásico y la renovada mirada asiática. “Yo te saludo, oh rey de Al-Ándalus a la que los antiguos llamaban Hispania”, así se dirigió el embajador del emperador Citón a Abd al-Rahman III en los salones de Medina Azahara, recién calificada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
Empujados por los monarcas asturianos los pobres labriegos se enrolan en una empresa que habría de durar siete siglos: la recuperación de la herencia visigoda. Destinado a avanzar al compás de la conquista como una bisagra lingüística y debido, sobre todo, a su fonética innovadora y capacidad expansiva, el castellano, un latín mal hablado por los norteños traspasará las viejas fronteras medievales, embarcando a reyes, eruditos y poetas en un mismo sueño, capaz de cruzar océanos, aglutinar razas y culturas, hermanar pueblos y escribir en el Siglo de Oro una de las páginas más brillantes de la literatura universal.
De espaldas a la realidad histórica, los nacionalistas actuales consideran el español un idioma impuesto, olvidándose que las élites Catalanas de la Corona de Aragón lo utilizaban aún antes del matrimonio de los Reyes Católicos, que se habló antes en Vitoria que en Madrid y que desde el siglo XVIII es la lengua del Estado y la educación. Su mensaje aparece diáfano : hay una lengua inocente y otra culpable, una que fue oprimida y otra opresora, rivalidad radical que deja exigua esperanza al bilingüismo impulsado por la Ley que no respetan los gobernantes de estas Regiones Autónomas.