Las naciones, el nacionalismo y la identidad nacional son, en gran parte, producto del curso tumultuoso de la historia europea desde el siglo XV al XIX. La guerra hizo al Estado, pero también hizo a las naciones- «Ninguna nación, en el auténtico sentido de la palabra, tal como sostiene el historiador Michael Howard, podría haber nacido sin guerra (…) ninguna comunidad consciente de sí misma podría haberse establecido como un actor nuevo e independiente en la escena mundial sin un conflicto armado o sin la amenaza de uno». Las personas fueron desarrollando su identidad nacional a medida que lucharon para diferenciarse de otras personas con una lengua, una religión, una historia o una ubicación diferentes.
Los franceses, los ingleses, y los españoles, los suecos, los prusianos, los alemanes y los italianos, cristalizaron sus identidades nacionales en el crisol de la guerra. Para sobrevivir y triunfar en el siglo XVIII, los reyes y los príncipes tuvieron que movilizar cada vez más recursos económicos y demográficos de sus territorios y llegaron finalmente a crear ejércitos nacionales para reemplazar a los mercenarios. A lo largo de ese proceso, promovieron la conciencia nacional y la confrontación de una nación contra otra. Llegado el decenio de 1790, según R. R Palmer, «las guerras de los reyes ya se habían terminado; habían dado comienzo las guerras de los pueblos». Las palabras «nación» y «patrie» no se introducen en las lenguas europeas hasta mediados del siglo XVIII. El sentimiento de la identidad británica fue prototípico. La identidad inglesa se había definido a través de las guerras contra los franceses y los escoceses. La identidad británica surgió posteriormente como «una invención forjada, sobre todo en la guerra. La guerra contra Francia unió una y otra vez a los británicos, ya vinieran de Gales, Escocia o Inglaterra, en una confrontación continuada contra un Otro obviamente hostil y los animó a definirse colectivamente contra él. Se definieron como protestantes luchando por su supervivencia contra la más importante potencia católica del mundo».
Los académicos postulan, por lo general, dos tipos de nacionalismo y de identidad nacional, que etiquetan de modos diversos: cívico y étnico, político y cultural, revolucionario y tribalista, liberal e integral, racional-asociativo y orgánico-místico, cívico-territorial y étnico-genealógico, o simplemente, patriotismo y nacionalismo. El primer término de cada una de esas dicotomías es considerado bueno y el segundo, malo. El nacionalismo bueno, el cívico, asume una sociedad abierta, basada en un contrato social que las personas de cualquier raza o etnia pueden suscribir, convirtiéndose, con ello, en ciudadanos. El nacionalismo étnico, en comparación, es exclusivo, y sólo quienes comparten ciertas características primordiales, étnicas o culturales pueden ser miembros de la nación. A principios del siglo XIX, el nacionalismo y los esfuerzos de las sociedades europeas por crear identidades nacionales eran fundamentalmente de tipo cívico. Los movimientos nacionales afirmaban la igualdad de los ciudadanos y, por tanto, socavaban las distinciones de clase y estatus. El nacionalismo liberal desafiaba a los imperios autoritarios multinacionales.. Posteriormente, el romanticismo y otros movimientos generaron un nacionalismo étnico, intransigente, ensalzador de la comunidad étnica por encima del individuo, que alcanzó su apoteosis en la Alemania de Hitler.
La simplificada dualidad «civico-étnico» combina cultura y elementos adscriptivos, conceptos muy diferentes entre sí. Al desarrollar su teoría de la etnicidad, Horace Kallen sostuvo que por mucho que cambie un inmigrante, «no puede cambiar de abuelo». De ello dedujo que las identidades étnicas son relativamente permanentes. Los matrimonios mixtos, como sucedió con los españoles en las américas, desdicen ese argumento, pero resulta aún más importante la distinción entre ascendencia y cultura. Nadie puede cambiar de abuelos; en ese sentido la herencia étnica nos viene dada. Pero del mismo modo, nadie puede cambiar de color de piel, y, sin embargo, las percepciones de lo que ese color significa pueden variar. Lo que una persona sí puede cambiar es su cultura. La cultura de una generación más joven suele diferir en muchas dimensiones, valores, creencias, idiomas, símbolos…, de la de la generación anterior. A veces pueden cambiar espectacularmente las culturas de las sociedades enteras.
En la antigua Unión Soviética y en la antigua Yugoslavia, la identidad nacional estaba políticamente definida por sus ideologías y regímenes comunistas. Dichos países contenían pueblos de nacionalidades diferentes, definidas culturalmente, a las que se otorgaba un reconocimiento oficial. Por otra parte, desde 1789 y durante siglo y medio, los franceses estuvieron divididos políticamente en «dos Francias», la del mouvement y la de l´ordre établi, que diferían fundamentalmente a propósito de si Francia debía aceptar o rechazar los resultados de la Revolución francesa. La identidad francesa, sin embargo, estaba definida culturalmente. Los inmigrantes que adoptaban las costumbres y convenciones francesas y, sobre todo, que hablaban francés a la perfección, eran aceptados como franceses. En contraste con la ley alemana, la ley francesa establecía que cualquier persona nacida en Francia de padres extranjeros, disfrutase automáticamente de la ciudadanía del país. Sin embargo, en 1993, preocupados por la posibilidad de que los hijos de los inmigrantes musulmanes norteafricanos no estuvieran siendo realmente absorvidos por la cultura nacional, como así ha sido, los franceses modificaron la legislación e incluyeron la obligación de que los hijos nacidos en Francia de inmigrantes extranjeros solicitaran expresamente la ciudadanía antes de cumplir los 18 años para poder gozar de la misma. Dicha restricción fue relajada posteriormente en 1998 a fin de que los hijos nacidos en Francia de padres extranjeros pudieran convertirse automáticamente en ciudadanos franceses a la edad de 18 años en el caso de haber residido en Francia durante cinco de los siete años inmediatamente anteriores.
Para terminar, debemos decir que ocurre lo mismo con otros países de nuestro entorno occidental, incluido España.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.