Somos otros y enemigos.

Para definirse, las personas necesitan a un «otro». ¿Necesitan también a un enemigo? Algunas, sin duda, sí, afirma Samuel P. Huntington. «Oh, qué maravilloso es odiar», dijo Josef Goebbels. «Oh, qué alivio es luchar, combatir contra enemigos que se defienden, enemigos que están despiertos», decía André Malraux. Las anteriores son articulaciones extremas de una necesidad humana, más contenida por lo general pero ampliamente presente, como reconocieron dos de los hombres más grandes del siglo XX. En una carta dirigida a Sigmund Freud en 1933, Albert Einstein sostenía que todos los intentos de eliminar la guerra habían «terminado en un lamentable fracaso (…) el hombre alberga en su interior ansias de odio y destrucción». Freud estaba de acuerdo: las personas son como animales, le respondió, resuelven los problemas recurriendo a la fuerza y sólo un Estado mundial omnipotente podría impedirlo. Los seres humanos, según Freud, sólo tienen dos clases de instintos: «los que pretenden preservar y unir (…) y los que pretenden destruir y matar». Ambos son esenciales y operan en conjunción mutua. Por ello, «es inútil tratar de acabar con las inclinaciones agresivas de los hombres».

Sigmund Freud

Otros estudiosos de la psicología y de las relaciones humanas han sostenido posturas parecidas. Vamik Volkan ha dicho que existe la necesidad «de tener enemigos y aliados». Esta tendencia se presenta mediada la adolescencia, cuando el otro grupo pasa a ser considerado definitivamente como el enemigo. La mente es «la creadora del concepto de enemigo (…) Mientras el grupo enemigo se mantenga a distancia, psicológicamente hablando, al menos, nos proporciona ayuda y consuelo, y hace que aumente nuestra cohesión y que las comparaciones nos resulten gratificantes». Los individuos necesitan autoestima, reconocimiento, aprobación: aquello a lo que Platón, tal como nos recordaba Francis Fukuyama, aludía con el concepto de thymós y que Adam Smith denominaba vanidad. El conflicto con el enemigo refuerza todas esas cualidades dentro del grupo. (Los griegos consideraban que tenemos dos tipos distintos de alma: «psyché» y «thymós» y por lo tanto un destino dual. Por una parte, «thymós» és, según R.B. Onians, «cálida, emocional y vigorosa», mientras que «psyché» es «más fría, profunda e impersonal». La primera tiene un carácter claramente social, en la medida que se muestra y se valida ante la comunidad, la segunda tiene algo de percepción personal y subjetiva y tiene tendencia a transportarnos más allá del mundo físico).


Vamik Volkan

La necesidad de autoestima de los individuos les lleva a creer que su grupo es mejor que otros. Su concepto de sí mismos crece y decae en función de las fortunas de los grupos con los que se identifican y de la medida en que otras personas son excluidas de su grupo. El etnocentrismo, en palabras de Mercer, es «el corolario lógico del egocentrismo». Aunque su grupo sea totalmente arbitrario, .provisional y «minimo», las personas, tal como predice la teoría de la identidad social, siguen discriminando a favor de su grupo en comparación con cualquier otro. De ahí que, en muchas situaciones, las personas opten por sacrificar ganancias absolutas con tal de obtener ganancias relativas. Prefieren estar peor en términos absolutos, pero mejor que otro al que consideran su rival, en lugar de estar mejor en términos absolutos pero no tan bien como dicho rival: «superar al grupo externo es más importante que el beneficio a secas». Para desconcierto de todos los economistas y sociólogos, los catalanes dicen preferir estar peor económica y socialmente pero por delante del resto de España, a estar mejor, pero por detrás de ella.

El reconocimiento de la diferencia no genera necesariamente competencia, ni mucho menos odio. Pero hasta las personas que tienen poca necesidad psicológica de odiar pueden encontrarse implicadas en procesos conducentes a la creación de enemigos. La identidad requiere diferenciación. La diferenciación precisa de comparación, la identificación de todo aquello en lo que «nuestro» grupo difiere del «suyo». La comparación, a su vez, genera evaluación: ¿las formas de hacer las cosas de nuestro grupo son mejores o peores que las de su grupo? El egotismo de grupo, en psicología, sentimiento exagerado de la propia personalidad, lleva a la justificación: nuestros modos son mejores que los suyos. Dado que los miembro del otro grupo también están inmersos en un proceso similar, las justificaciones contradictorias resultantes conducen a la competencia, la competencia al antagonismo y la ampliación de lo que, al principio, no eran más que diferencias limitadas hasta convertirlas en más intensas y fundamentales. Se crean estereotipos, se demoniza al oponente; el otro se metamorfosea en el enemigo.

La necesidad de enemigos explica la ubicuidad del conflicto, tanto entre sociedades humanas como dentro de cada una de ellas; no explica las formas y los escenarios de dicho conflicto. La competencia y el conflicto sólo pueden tener lugar entre entidades que estén en el mismo universo o arena. En cierto sentido, como decía Volkan, «el enemigo tiene que ser como nosotros». Por tanto, la probabilidad de una paz general o duradera entre Cataluña y Basconia y el resto de España, es remota. Como muestra la propia experiencia humana, el final de una guerra genera las condiciones para otra, como ha quedado demostrado en la historia de España desde las guerras carlistas y en los mismos escenarios. La teoría de la distintividad, la teoría de la identidad social, la socio-biología y la teoría de la atribución, desarrolladas todas ellas en el tramo final del siglo XX, sustentan la conclusión según la cual las raíces del odio, de la rivalidad, de la necesidad de enemigos, de la violencia personal y de grupo y de la guerra se encuentran en la psicología y en la condición humana.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca.

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