El nacionalismo catalán, como el vasco, no hubiera tenido el éxito político que está teniendo si no se les hubiera legitimado desde fuera, desde los partidos nacionales de izquierda. Incluso se ha justificado su etnicismo, su derecho a la diferencia y a establecer diferencias, su derecho a concebir comunidades en el interior de sus sociedades respectivas. Y todo esto se ha justificado no sólo por la presión del franquismo, sino por una opresión histórica desde la formación del Estado con los Reyes Católicos, cuando en realidad los territorios llamados históricos en nuestra Constitución los reconocieron como tales por la deriva que tomó la sucesión a la corona que dio lugar a las Guerras Carlistas del siglo XIX. Esos son los territorios históricos; los que defendieron con las armas a D. Carlos, como Cataluña y Vascongadas y los que le defendieron desde Galicia con el denominado carlismo de retaguardia.
Una de las causas de nuestras desgracias se debe a la incultura política de nuestros políticos y a la muy escasa preparación política y cultural de los españoles a la hora de enfrentarse a un problema tan complejo como el de los nacionalismos.
La condición de pueblo viene decidida por su capacidad para defender una idea de nación; el proyecto colectivo es, por tanto, anterior al de pueblo. Y si éste es considerado elegido no es por su libertad para decidir cuál es el destino político que prefiere, sino porque está obligado a cumplir un mandato. Así que para un nacionalista no hay ciudadanos y no hay sociedad, sino que hay comunidad y participantes de esa comunidad; el pueblo no son todos los ciudadanos sino tan solo aquellos que responden a unas cualidades vinculadas a la idea supraindividual y que se encuentran incorporados a un proyecto de sociedad, militantes de esa misión cuyo brazo es el partido. No es que la nación dependa de ellos, sino que ellos “son” en cuanto participan de esa idea de nación. ¿Puede haber, se pregunta Cesar Alonso de los Ríos, algo más antidemocrático que esta concepción de la nación y del pueblo?
A partir de esa idea de nación abstracta, intemporal y supraindividual los nacionalistas se sienten justificados para llevar a cabo su misión casi divina frente a cualquier otra construcción jurídica o política en la que están inmersos. A partir de ahí los medios a emplear dependerán de la moral de cada uno. A partir de ahí también la idea de nación los puede llevar a las luchas fratricidas más duras. A partir de ahí todas las estrategias y las tácticas estarán justificadas con tal de que lleven a la consecución de ese objetivo.
Los nacionalistas se dicen y se sienten democráticos porque aceptan algunas reglas del juego institucional, como las elecciones o un cierto funcionamiento del Parlamento. Pero ni siquiera son capaces de entender que el único concepto democrático de nación es el que se basa, como tal proyecto, en la decisión libre de los ciudadanos: que estos son anteriores al proyecto y no al revés, que la nación es un plebiscito cotidiano, la patria del ejercicio de los derechos. Los derechos no pertenecen a la nación sino al ciudadano. Para los no-nacionalistas, “pueblo” son todos los ciudadanos al margen de cualquiera otra consideración. No hay, por tanto, un mandato previo a ellos ni hay unos ciudadanos especialmente legitimados frente a otros en los que descanse una misión enfermiza histórica. Para los no-nacionalistas no hay diferencias entre comunidad y sociedad simplemente porque no existe la idea de comunidad como segregación cualificada frente a la sociedad. Nada de esto es contradictorio con que los ciudadanos, libres e iguales a partir del carnet de identidad, puedan tener una idea de nación, y puedan sentir sobre ellos el peso de la historia, los triunfos colectivos, las derrotas y el patrimonio del sufrimiento por las luchas civiles. Pero lo que hace de esta idea de nación un hecho democrático es que no hay ciudadanos con distintos derechos según sea su vinculación a la idea nacional. No cabe distinguir entre clases de ciudadanos.
Esta dinámica ha permitido a los nacionalistas llegar a la situación diabólica que estamos viviendo: el juego institucional, por un lado, la administración de la exclusión social y del terror social por otro. Así hemos llegado a este Estado doblemente excepcional. En cuanto es una excepción dentro del Estado de Derecho y en cuanto es una experiencia inédita. ¿O no lo es que una parte del Estado se rebele de hecho contra el Estado mismo amparando a las fuerzas desestabilizadoras y de esa forma conseguir la independencia?
Reconozcamos, al menos, que se trata de una situación de excepción. Desde el poder se organiza la rebelión contra el poder. Se juega desde la legalidad contra el mandato que emana con toda claridad de la Constitución. No se comparte ésta, pero sí sus consecuencias: el Estatuto. Se aceptó el Estatuto como forma de superar al Estado desde el poder y con la ayuda de fuerzas de izquierda nacionales. Paradójicamente una parte del Estado mismo impide que funcione el Estado de Derecho. El Estado que se rebela contra sí mismo.
Enrique Area sacristán.
Teniente coronel de Infantería.
Doctor por la Universidad de Salamanca.