Verus Israel V. Análisis sociológico. (4)

EL IMAGINARIO COLECTIVO: LOS ESTEREOTIPOS

Introducción

Hoy como ayer, los medios de comunicación, antiguos y modernos, contribuyen a la construcción de las representaciones sociales, asumiendo el papel de agencias de socialización: en efecto, son capaces de producir y perpetuar estereotipos que se cristalizan en el imaginario social, Tal vez incluso más significativo que en el pasado. El imaginario se puede definir como la parte invisible de lo visible, que lo sostiene y le da sentido enraizándolo y alimentándolo, a través de varios niveles de significación poco a poco más profundos, invisibles precisamente, y que necesitan ser considerados tanto en el mapa como en el contenido (Secondulfo, 2019).

Como profundizaremos en esta contribución, podemos pensar en la cultura de una sociedad como en un océano: en la superficie observamos mil olas, una distinta de la otra y que se dirigen por todas partes, cada una con una identidad particular. Esta es la parte visible, la fenomenología infinita de lo real. Pero debajo de la superficie el océano es más tranquilo, más silencioso, lo dominan corrientes anchas y majestuosas que, en varios niveles, desplazan masas de agua imponentes de un punto a otro, influenciando luego lo que se puede ver en la superficie. (Secondulfo, 2019)

En vista de lo anterior, la construcción social de la realidad realizada por los medios de comunicación es relevante si no se reduce el proceso a la mera equivalencia entre contenidos mediáticos y sistemas de representación de los individuos. En efecto, es necesario considerar – además de los elementos mencionados hasta ahora – que, cuanto más el espectador siente una cercanía, si no una coincidencia de su bagaje cultural (fruto de las adquisiciones realizadas a través de la socialización) con las representaciones sociales producidas por los medios de comunicación, tanto más estas representaciones serán aceptadas y sobre todo compartidas (Colella, 2007).

Por “representación social” se entiende aquí: un sistema de valores, de nociones y de prácticas con una doble vocación. En primer lugar, instaurar un orden que dé a los individuos la posibilidad de orientarse en el ambiente tanto social como material y de dominarlo. Luego, asegurar la comunicación entre los miembros de una comunidad ofreciéndoles un código para nombrar y clasificar de manera única los componentes de su mundo, de su historia individual. (Jodelet, 1992)

En la sociedad contemporánea, no es útil hablar de representación social, entendida como obra de etiquetado por parte sobre todo de los medios de comunicación, si no se considera que este proceso se desarrolla sobre tres grandes actores: esto o los que están representados, el tejido social que se beneficia de las representaciones sociales y los propios medios de comunicación (Colella, 2007; 2019). Por otra parte, la legitimación social de que gozan actualmente los medios de comunicación no hace sino favorecer la dinámica a través de la cual se «concretan» los estereotipos.

En este sentido, los medios de comunicación contribuyen de manera determinante a la construcción de nuevas representaciones sociales y asumen el papel de agentes de socialización: por esto, tienen la capacidad de producir y perpetuar estereotipos, que se cristalizan en el imaginario social.

La concepción del imaginario oscila, a lo largo de un continuo, entre dos funciones: la ilusión – asociada a la potencialidad de la imaginación de reducir el principio de realidad al principio de placer – y la creatividad – referida a la potencialidad de la imaginación orientada hacia un mundo a construir (Grassi, 2012).

Empujados hacia una ilusión más verdadera de cada realidad que nos rodea en el mundo del imaginario se abren así «imprevistas e improbables ventanas de sentido, mundos extraterritoriales a la realidad y al tiempo cronológico, (…) que aluden a una joya engarzada en la banalidad de lo cotidiano» (Simmel & Perucchi, 1985).

Construir estereotipos: “el retrato del mundo en la cabeza”

Como ya se ha señalado, los medios de comunicación desempeñan un papel fundamental en los procesos de socialización, hasta el punto de que, por parte del sujeto, es posible hablar de absorción de los contenidos simbólicos representados por los medios de comunicación. Podemos referirnos a la influencia de los medios de comunicación en la construcción de una visión del mundo, entendida como conocimiento e interpretación de la nueva sociedad en la que los actores están inmersos. En una perspectiva a largo plazo, sin embargo, esto puede perder de fundamento: es decir, cuando, por ejemplo, el proceso de integración en la sociedad de acogida alcanza un estado avanzado.

El bagaje cultural del sujeto será seguramente formado y enriquecido por las experiencias realizadas dentro de la misma sociedad, por lo tanto, la comprensión de la realidad derivada de los medios de comunicación comenzará a asumir un papel secundario, es decir, el individuo será capaz de realizar procesos de codificación y decodificación de los mensajes de tipo normal, por lo tanto el proceso de negociación e interiorización de los universos simbólicos se producirá según las fases canónicas de elaboración de significados de la realidad social. (Colella, 2007)

Por lo tanto, no se trata tanto de la influencia de los simulacros mediáticos en la construcción de significados con los que el público se hace capaz de comprender lo que sucede en nuestras sociedades, sino más bien el nivel de legitimación social de que gozan los medios de comunicación que permite fijar un estereotipo en el imaginario social, entendido como la forma fantasmática de lo real creada por la imaginación de la conciencia colectiva (Durkheim, 1893), que regula e integra la imaginación individual en la vida social prefigurando el fondo de sentido de su actividad mental y de su acción. La legitimación mencionada procede de la sociedad misma, del poder político, pero, sobre todo, como sabemos, del poder económico.

En este sentido, entre el emisor y el receptor no existe una relación de diálogo directo, por lo que el espectador se siente impulsado a elaborar los contenidos de la comunicación negociándolos solamente consigo mismo y con lo que considera colectivamente compartido por la comunidad en la que está insertado.

El público se caracteriza por ser una realidad compleja y, sin duda, heterogénea, tanto por sus características socioculturales como por las características de los productos de los medios de comunicación, ya que el consumo se caracteriza por amplios márgenes de autonomía y libertad de elección.

La dinámica a través de la cual el cine, la prensa, la televisión y otros medios materializan los estereotipos se resume en tres puntos fundamentales: en primer lugar, generan consenso sobre los elementos que componen el estereotipo, a continuación, lo sostienen a pesar de la invalidez parcial y finalmente lo hacen estable en el tiempo. Obviamente, el estereotipo como representación basada en una idea preconcebida puede tener una acepción incluso positiva, además de negativa, y su valor es directamente consecuencia de las características que se le atribuyen: contenido no ajustado a los hechos reales, derivado de un proceso de razonamiento erróneo y, sobre todo, una rigidez que impide su cambio incluso con ocasión de nuevas experiencias.

En efecto, el proceso de estereotipación se caracteriza por «distorsionado y tendencioso» (Cesareo, 1998); una lectura parcial de representar el mundo, resultante de la necesidad de las personas de interactuar con un entorno demasiado complejo para la adquisición directa. Se hace necesario, pues, intentar simplificar el propio contexto construyendo un «retrato del mundo dentro de la cabeza» (Lippmann, 2000), un retrato que está, al menos en parte, culturalmente determinado. Precisamente en virtud de este proceso, realizado por los medios de comunicación de masas, estamos lejos de sostener que dan una visión completa del mundo; al contrario, se sirven de representaciones incompletas, idealizadas y, ante todo, utilizables en el mercado.

En los procesos de comunicación, especialmente en los procesos de mediación cultural, hay dos papeles fundamentales: sí mismo y el otro de sí. No es posible hablar de identidad de la persona sin antes haber analizado y comprendido el sentido de la fenomenología mediática y, por lo tanto, de su “contagio” social. En efecto, las representaciones y las ideas que los medios de comunicación transmiten en relación con el Otro – por ejemplo, al extranjero perteneciente a ese país, a esa religión dada, a ese pueblo dado – a menudo se refieren a estereotipos y prejuicios de los que los propios medios de comunicación se hacen portadores, pero que, por otro lado, vienen a determinarse en el tejido social de referencia del individuo.

Así, el estereotipo como «una impresión fija e inmutable, una construcción indiscriminada que asimila varios tipos de experiencia en un único concepto sobre la base de una similitud falaz» (Katz & Braly, 1933) describe las características de los miembros de un grupo dado y manifiesta el prejuicio, construyendo esquemas e ideologías, la mayoría de las veces generadores de actitudes racistas (Ferrarotti, 1993). Al expresar un prejuicio, se cree que el individuo al que se dirige pertenece a un grupo específico, identificable a través de signos distintivos o estereotipos y, por consiguiente, evaluado de forma negativa. Al mismo tiempo, se realiza una homogeneización, suponiendo que todos los miembros del grupo se conviertan en protagonistas de los mismos comportamientos. Esta generalización va acompañada, evidentemente, de la gran distancia social que existe a menudo entre el grupo afectado y el de quien, por el contrario, expresa el perjuicio (Colella, 2007).

Además, cuando el sentido atribuido a una realidad social determinada se agota, se “restablece” según procesos sobre los cuales, hasta hoy, no se ha reflexionado lo suficiente, puesto que nos centramos sobre todo en la necesidad, ante todo imaginable, de una realidad inmutable, sólida y tranquilizadora (D’Andrea & Grassi, 2019).

Estas dinámicas no pueden claramente prescindir de la aportación de las esferas no racionales de la acción, sino sobre todo de la aportación de las esferas del conocimiento y de la vivencia, de las cuales forman parte la imaginación y el pensamiento simbólico. Reconocer su importancia en el proceso de conocimiento y de creación de lo real parece ahora necesario para que se dé espacio al reconocimiento del papel, en nuestra reflexión específica, de las personas migrantes.

Es fundamental, entonces, integrar fructuosamente estas imágenes y vividas en la comprensión del incesante proceso de conocimiento y de creación social de lo real y de su (D’Andrea & Grassi, 2019). Sería útil, entonces, la co-construcción de un discurso público, reconociendo que la homogeneización estereotípica de un discurso construido unilateralmente supone no sólo que todos los miembros del grupo estereotipado se conviertan en protagonistas de los mismos comportamientos, pero también ignora que esta generalización va acompañada de la a menudo notable distancia social que existe entre el grupo representado y el de quien, en cambio, construye el discurso y, por lo tanto, el estereotipo (Colella, 2007; 2019).

La convergencia entre los aspectos “objetivos” de la realidad social (en la vida cotidiana, dada por descontada) y los “subjetivos” (es decir, la percepción y los significados atribuidos por los agentes sociales a sus acciones) es posible gracias a la participación de un universo simbólico (Musso, 2019) que, claramente, constituye “la matriz de todos los significados socialmente objetivas y subjetivamente reales; toda la sociedad histórica y toda la biografía del individuo son vistas como acontecimientos que tienen lugar dentro de este universo” (Berger et al., 1969)

Sabemos que, en la formación de la identidad, la imaginación desempeña un papel explícito y determinante. Cada referencia identitaria tiene un componente que se sitúa en la dimensión del imaginario: la patria, la comunidad, la clase o la clase de pertenencia son proyecciones imaginarias de aquellos elementos de realidad que asumen significado y sentido en el compartir simbólico y cultural (Anderson, 2018 citado en Musso, 2019). En resumen, los actores colectivos elaboran interpretaciones de lo vivido que se condensan en guiones que constituyen los pañales de la actuación. ¿Pero qué determina la felicidad de tal actuación? ¿Cómo es posible la aceptación, confirmación e identificación por parte del público de la situación mostrada por los actores?

Para que la representación tenga éxito, es necesario que sean en primer lugar los mismos actores los que perciban como auténtica la identidad que se disponen a representar (Marzo & Mori, 2019). A la profundización de la cuestión identitaria – también en relación con el Alter y al ya recordado proceso de socialización -, a la cuestión cultural (e intercultural) se dedican los próximos apartados, con el objetivo de proporcionar algunas orientaciones conceptuales para la comprensión de la realidad social y la contribución de los medios de comunicación.

Identidad, socialización, cultura

El mundo actual está fragmentado en elementos que a menudo parecen poco coordinados entre sí, al igual que la vida de los individuos es cada vez más una secuencia de acontecimientos a menudo desconectados e incoherentes entre sí. En este sentido, está claro que la cultura se constituye como una continua construcción social, un proceso, «… donde la estabilidad nunca es definitiva, sino intrínsecamente precaria y sujeta al cambio» (Sciolla, 2007). Una cultura que, por lo tanto, es cada vez más vivida por los sujetos como una caja de herramientas o una brújula (Sciolla, 2007): entendida en términos de «…una serie de mecanismos de control – proyectos, prescripciones, reglas, instrucciones (lo que los ingenieros informáticos llaman “programas”) – para orientar el comportamiento» (Geertz et al., 1998). Cada individuo necesita puntos de referencia y un universo de experiencias y valores compartidos y compartidos, para orientarse en la vida cotidiana: «Cultura es, pues, una estructura de significados reflejados en diversas formas, ligados a actitudes recurrentes, que se consolidan y cristalizan en esquemas mentales y en instituciones de comportamiento» (Ferrarotti, 2003).

En este sentido, la cultura es un fenómeno universal (transversal a las sociedades), pero sufre las transformaciones a través de las cuales se mantiene, modifica y transmite. De ahí se desprende claramente la importancia de la socialización, como se ha puesto de manifiesto en el apartado anterior.

«La cultura, en efecto, no es transmisible biológicamente, sino que debe ser elaborada y/o reelaborada por cada generación y transmitida a la siguiente (transmisión de cultura), lo que constituye una parte importante de la socialización misma. Esta última, en efecto, es un proceso continuo y persistente (dura toda la vida) a través del cual los individuos interiorizan, gracias al aprendizaje mediado por las agencias parlamentarias, los logros valiosos y normativos difundidos en el contexto social en el que se sitúan (grupo, comunidad, sociedad)» (Gianturco, 2007).

Las agencias de socialización son tradicionalmente la familia, la escuela, el grupo de los iguales y la religión, pero a ellas se han sumado, cada vez con mayor fuerza, los medios de comunicación de masas. Estas agencias – si en el pasado podían ser ordenados en términos de socialización primaria y secundaria (una división radical actualmente muy desueta), al adquirir un peso diferente a lo largo de la vida de las personas – aparecen cada vez menos claramente separadas en la vida del individuo que se encuentra en una continua y constante (a veces incluso contradictoria) condición de socialización y resocialización (Berger et al., 1969; Sciolla, 2007).

En las sociedades complejas actuales, la socialización «… plantea una serie de problemas [y de nuevos retos] … sobre la eficacia de la transmisión cultural que debería garantizar. El primero es el problema de los conflictos de socialización» (Sciolla, 2007). En efecto, la multiplicación de las agencias de socialización, y su ponerse todas en el mismo plano – constituyendo una estructura policéntrica (Ricolfi & Sciolla, 1980) y no piramidal – hace que las personas estén cada vez más sujetas a fuerzas a menudo antagonistas y generadoras de conflictos (Gianturco, 2007). El individuo se encuentra, entonces, a hacer frente a las nuevas exigencias de carácter societario, pero también a tener que mantener la coherencia biográfica necesaria para la dimensión identitaria misma.

Por estas razones, la identidad, tanto individual como colectiva, es una cuestión central en los procesos que estamos profundizando, también porque se ha convertido en parte del lenguaje común, culto y político, conjugado tanto al singular – identidad personal – cuanto al plural – identidad de grupos, de movimientos, de naciones.

En términos generales, se puede definir la identidad como la forma en que los individuos se definen a sí mismos: la definición, es decir, por parte del sujeto, de las características específicas de la propia personalidad y de la posición del Ser en relación con los demás (dimensión intersubjetiva) en el entorno social y cultural (Gianturco, 2007, pp. 17-18). Para aclarar aún más la complejidad de este concepto, conviene referirse a sus principales dimensiones:

La identidad tiene en primer lugar una dimensión locativa en el sentido de que a través de ella el individuo se coloca dentro de un campo (simbólico), o […] define el campo en el que se coloca. Es decir, el individuo asume un sistema de relevancia, define la situación en la que se encuentra y traza los límites (más o menos móviles) que delimitan los territorios del yo.

La identidad tiene también una dimensión selectiva en el sentido de que el individuo, una vez que ha definido sus límites y asumido un sistema de relevancia, es capaz de ordenar sus preferencias, elegir algunas alternativas y descartar o diferir otras.

La identidad tiene, por último, una dimensión integradora en el sentido de que a través de ella el individuo dispone de un marco interpretativo que vincula las experiencias pasadas, presentes y futuras en la unidad de una biografía. (Sciolla, 1983)

La identidad como concepto abarca, por supuesto, casi todas las ciencias humanas y sociales. En este sentido, parece claro que una reflexión sobre la identidad no puede prescindir de la relación individuo/sociedad, incluso en la medida en que este concepto asume un papel de mediación entre el nivel individual y el social. El problema de la identidad no plantea, pues, estos dos niveles como distintos y/o separados, sino que los sitúa en el ámbito de la reflexión sobre la relación yo-mundo social. Como destaca Paul M. Lützeler y J. Bednarik (1999), la identidad individual y la identidad colectiva están divididas artificialmente porque no hay identidad individual que no participe de la identidad del colectivo y no hay identidad comunitaria que no esté compuesta por una multitud de identidades individuales.

Desde el punto de vista sociológico, el concepto de identidad está interconectado al proceso de socialización en particular en la corriente del Interaccionismo simbólico, recordando a George Herbert Mead (1934) y su Mind, Self and Society en el que profundiza la capacidad del individuo de convertirse en objeto a sí mismo, lo que implica la interacción con otros a través de un proceso de comunicación de símbolos significativos y la capacidad del individuo de identificarse entre sí para verse a sí mismo desde ese punto de vista (otro generalizado).

«Los sujetos sociales se definen, en efecto, con un proceso de interacción, ya que es a través de las actitudes concretas de los demás interiorizados que el individuo toma conciencia de sí mismo. Con el juego (precisamente de las dinámicas de socialización primaria), el niño tiende a imitar a los adultos asumiendo los más diversos papeles, hasta llegar a formar plenamente parte de la comunidad social. El individuo puede, es decir, convertirse en objeto en sí mismo, compartiendo experiencias con y de sus semejantes (Pecchinenda, 2008; Crespi, 1994). El Self, por lo tanto, implica un Alter, como se indica en el primer párrafo, y esto se desprende también de las posiciones fenomenológicas de Alfred Schütz, según el cual nuestro conocimiento del mundo social se basa en la experiencia del alter ego de manera inmediata y directa, contrariamente a la manera indirecta, reflexiva con la que el individuo experimenta consigo mismo (Schütz, 1974; Schütz & Izzo, 1979).

Si, en la perspectiva interaccionista y en aquella fenomenológica, se pone la atención preferentemente en los mecanismos a través de los cuales la identidad se forma y se transforma, según el funcionalista Talcott Parsons, la identidad madura y normal es una estructura estable de la personalidad, que sólo puede sufrir ligeras modificaciones durante la vida de un individuo.

Para el autor, la identidad, aun siendo un aspecto del sistema de la personalidad, desciende del sistema cultural interrelacionado al sistema social: la identidad es, pues, una estructura de códigos aprendida por el individuo a través del ya mencionado proceso de socialización. Plantear el tema de la identidad principalmente en términos de interiorización, por parte del individuo, de los valores y de los modelos normativos dominantes en el sistema social, como hace Parsons parece hoy, en todo caso, totalmente insuficiente. El problema de la identidad parece siempre relevante en la sociedad actual, en relación con el continuo aumento de la complejidad y la consiguiente diferenciación de los ámbitos biográficos en los que los individuos se mueven cotidianamente.

En efecto, ante la ampliación de las posibilidades de elección para el individuo y la coexistencia de una pluralidad de valores y de modelos en un mismo sistema, se plantea la cuestión de la identidad para el actor social, ya sea individual o colectivo. Es en este escenario, que se caracteriza por un pluralismo hasta ahora casi desconocido, que se determina una progresiva virtualización de la identidad, alejándose gradualmente de las herencias socioculturales de tipo tradicional. La sociedad posmoderna se caracterizaría, pues, por personas con identidades cada vez más híbridas, múltiples y/o virtuales y fluidas.

Identidades complejas y cada vez más desvinculadas de conceptos ya totalmente fechados como: unicidad, autenticidad, estabilidad, rigidez u otras connotaciones que han estructurado la identidad occidental moderna (Gergen, 1991; Lash & Friedman, 1992).

La identidad, sólida, única, duradera en el tiempo, propia de la modernidad, empieza a desestabilizarse y a ser sustituida por un nomadismo identitario, capaz de permanecer en una situación espaciotemporal fragmentada, dentro de una serie de identidades provisionales, cambiantes y flotantes (Bodei, 1987; Beck, 2000). Entre los teóricos contemporáneos que se han ocupado de estos temas, es útil recordar a Anthony Giddens et al. (1999), quien subraya cómo la modernidad tiende a disolver, pero también a unificar, tanto en términos individuales como a nivel de sistemas complejos: los impulsos a la dispersión se enfrentan a los que tienden a la unificación.

En otras palabras, el problema de la unificación referido al Self se refiere a la defensa y narración de la identidad en relación con los intensos cambios que el desarrollo de la modernidad misma determina. El conjunto de estos últimos no tiene, de hecho, sólo un efecto disgregador, sino que también puede ser utilizado con el fin de una tendencia unificadora. Cuando un sujeto pasa de una experiencia consolidada a otra profundamente diferente, experimenta una presión que puede ser endurecida en sus anteriores convicciones y marcos de referencia, pero también puede llevarlo hacia un cambio, una adaptación de la representación del Self a las exigencias del nuevo.

Existe, pues, un vínculo inseparable entre cultura, identidad y comunicación: se trata de un elemento fundamental que participa en cada fenómeno social, a nivel macro y micro, en un continuo intercambio de significados negociados que pueden ser más o menos comprendidos y participados. En las sociedades industriales, pero sobre todo en las postindustriales, en las que el individuo está sometido a continuos cambios debido a la inestabilidad y a la precariedad de las posiciones y de los papeles, las identidades, en lugar de definirse por nacimiento, son cada vez más, al menos para una parte de los individuos, el resultado de elecciones.

El valor de la Inter cultura en la sociedad de la comunicación

Ante la complejidad de los conceptos hasta ahora profundizados, y en relación con la pluralidad que los procesos comunicativos implican, es útil preguntarse qué significa comunicar hoy, en una contemporaneidad que está asumiendo progresivamente, debido al aumento de los flujos migratorios y a la globalización, connotaciones interculturales.

La diversidad cultural es, en este sentido, un elemento central: Las desigualdades socioculturales están interrelacionadas con el prejuicio arraigado por el que existirían diferencias de valor entre formas culturales, y la propia cultura se considera como el modelo central, al que se pueden comparar los demás (etnocentrismo). En virtud de ello, asistimos a menudo a manifestaciones de discriminación que parten del nivel macro de las organizaciones y de las instituciones para llegar al nivel micro de las relaciones en la vida cotidiana. A menudo, las discriminaciones subyacen en un desconocimiento radical de la diversidad y de su potencial de enriquecimiento mutuo: Por el contrario, debería fomentarse una comprensión de la diferencia que haga de la comunicación entre personas de culturas diferentes una ocasión de diálogo y de intercambio efectivo. (Grassi, 2007)

Por lo que se refiere a las migraciones – que aquí representan una referencia ejemplificadora – el primer plano es, pues, tanto la dimensión identitaria como la cultural (es decir, los valores, las expectativas, los comportamientos, etc.). Muchos estudiosos se han planteado el problema de cuáles son o pueden ser los recursos culturales con los que poder contar en ese proceso de reestructuración de sí mismo, de la propia identidad de los sujetos que emigran/inmigran. Pero a pesar de los numerosos intentos de abordar el tema en términos de esquemas generales (que no citamos porque no forman parte de la economía del trabajo actual), el discurso teórico, debe seguir siendo en gran parte limitada y limitada en relación con las zonas geográficas específicas (de procedencia y llegada), las regiones y territorios bien definidos y los grupos de migrantes determinados para no correr el riesgo de generalizaciones excesivas y engañosas.

Sin embargo, de forma general, es cierto que las culturas de la migración – esa «mirada oblicua del migrante» como lo define Chambers (2018) – logran proporcionar claves de lectura para la mediación y del vivir aquí y del recordar, deseándola, otra tierra, mostrando también una serie de tensiones vividas, de experiencias de abandono y de encuentro. «No pertenecer a ningún lugar, a ningún tiempo, a ningún amor. El origen perdido, el enraizamiento imposible, la memoria perpendicular, el presente pendiente. El espacio del extranjero es un tren en marcha, un avión en vuelo, la transición misma que excluye la parada. Puntos de referencia, ninguno» (Kristeva, 1988).

Una posible estrategia podría ser la de no renunciar a la memoria y, al mismo tiempo, no dejarse paralizar por una forma de «nostalgia imaginada» (Appadurai, 2001), pasando de una memoria fisiológica a una memoria como hecho de conciencia. Sería útil, además, superar tanto la protomemoria, fundada en la repetición y en el habitus (entendido como experiencia incorporada), como la memoria de recuerdo y de reconocimiento (evocación, voluntaria o no, de recuerdos autobiográficos y de saberes), hasta llegar a la metamemoria, es decir, a la representación que el sujeto hace de su memoria (Candau, 2002), porque renunciar a la memoria, individual y/o colectiva, equivaldría a poner en peligro la propia identidad y el sentido de la dirección del propio auto-desarrollo (Ferrarotti, 2007).

Conclusión

En esta breve reflexión hemos intentado contribuir al debate sobre el papel de los medios de comunicación en la construcción de la realidad social en su complejidad, pero en una lógica necesariamente intercultural: Se trata de una estrategia orientada al intercambio y a la valorización de la diversidad, gracias a nudos cruciales como la representación de que los medios de comunicación de masas contribuyen a la construcción del extranjero. Del mismo modo, la construcción medial de los confines de la comunidad, de quien está dentro y de quien está fuera, constituye la operación fundamental a través de la cual los sujetos están incorporados en el cuerpo social, en los estados y en los papeles que le son propios (Grassi, 2007).

Hoy en día, es posible interceptar la progresiva difusión de esas biografías de bricolaje (Beck, 2000) o biografías de la elección, caracterizadas por un diario bricolage capaz de conjugar – sobre todo en lo que se refiere a la identidad – funciones, modelos y comportamientos propios de las sociedades y de las culturas, a caballo de las cuales se sitúan los actores sociales. En efecto, cada vez más nos enfrentamos a dinámicas de movilidad horizontal en las que los sujetos tienen una visión del mundo relativa no solo a una sola cultura y a una sola patria, sino que leen la realidad al menos desde una doble perspectiva, una doble pertenencia (Gianturco, 2007).

Esta pluralidad de visiones genera una «conciencia de dimensiones simultáneas» que es precisamente, utilizando un término propio del lenguaje musical, «contrapuntista» (Clifford et al., 1999).

Sobre esta base, parece claro que la suma de las identidades más diversas entre las que se plantan en cada gran ciudad combina las diferentes culturas en un proceso continuo de mediación. Con Wieviorka, la multiplicación de las culturas y de las identidades es y será cada vez más una cuestión intrasubjetiva. En este sentido: cada uno de nosotros debería ser animado a asumir su propia diversidad, a concebir su propia identidad como la suma de sus diversas pertenencias, en lugar de confundirla con una sola, erigida en pertenencia suprema e instrumento de exclusión, a veces como instrumento de guerra.

En particular, todos aquellos cuya cultura original no coincide con la de la sociedad en la que viven deben poder asumir sin demasiadas laceraciones la doble, o más bien múltiple, pertenencia y mantener, respecto a lo que consideran relevante, su adhesión a la cultura de origen; no deben sentirse obligados a disimularla como una enfermedad vergonzosa y abrirse paralelamente, en términos interculturales, a la cultura del país de acogida. (Maalouf, 1999)

La diferencia, cultural y de identidad, se convierte así en valor; pero hay algunas reservas a estas afirmaciones. Wieviorka, pero también Bauman (2003), pide que se tengan en cuenta dos posibles desviaciones:

La primera, la más evidente, es la del comunitarismo, que ve la diferencia cerrarse en sí misma, quitar toda autonomía, toda libertad a sus miembros, impedir que se construya como sujeto, y pronto se arriesga a entrar en conflicto con el régimen de la sociedad de una manera sectaria, incluso violenta. La segunda deriva, por el contrario, constituye una perversión del universalismo abstracto, ya que se trata de tender hacia un ideal en el que el espacio público no esté más poblado que por individuos cuyas identidades particulares se reduzcan a minorías que hay que levitar, asimilar o combatir […]. Debemos aprender a dejar de oponer lo particular y lo universal para, al contrario, articularlos. (Wieviorka, 2003)

Por consiguiente,

la intercultura podrá entenderse como una posible articulación de las diversidades. Estrategia para el encuentro y el intercambio entre todas las diversas culturas e identidades encarnadas, sin embargo, en los sujetos; «la cuestión entonces no es llegar a compromisos entre diferencias de identidad a menudo irreductibles, sino promover sucesivos desplazamientos y cambios de perspectiva, aproximaciones al Otro» (Turnaturi, 1996). En este sentido, cada uno de nosotros debería ser alentado a asumir la diversidad y a concebir la propia identidad como la suma de sus diferentes pertenencias «en lugar de confundirla con una sola, erigida como membresia suprema, un instrumento de exclusión, a veces un instrumento de guerra.

En particular: Se debería animar a todo ser humano a que asumiera su propia diversidad, a que entendiera su identidad como la suma de sus diversas pertenencias en vez de confundirla con una sola, erigida en pertenencia suprema y en instrumento de exclusión, a veces en instrumento de guerra. Especialmente en el caso de todas las personas cuya cultura de origen no coincide con la cultura de la sociedad en que viven, es necesario que puedan asumir, sin demasiados desgarros, esa doble [o mejor, múltiple] pertenencia, que puedan mantener su apego a su cultura de origen, no sentirse obligados a disimularla como si fuera una enfermedad vergonzante, y abrirse en paralelo, en términos interculturales, a la cultura del país de acogida. (Maalouf, 1999)

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