Verus Israel V. Análisis sociologico. (3)

POLÍTICA, PODER Y RELIGIÓN: DOCTRINA DE LAS DOS ESPADAS

La separación Iglesia-Estado o, de manera más general, separación entre religión y Estado, es el concepto legal y político por el cual las instituciones del Estado y religiosas (iglesias) se mantienen separadas y las iglesias no intervienen en los asuntos públicos ni el Estado en los asuntos de las iglesias; teniendo cada parte una autonomía para tratar los temas relacionados con sus esferas de influencia, siendo en la mayoría de las veces parte del proceso de secularización de una sociedad, o el surgimiento con fuerza de grupos religiosos que cuestionan una religión de Estado o iglesia oficial; en este último caso la separación Iglesia-Estado está relacionada con la extensión de la libertad de culto a todos los ciudadanos; y, se condiciona a partir de este derecho la relación entre el Estado y la Iglesia. Ocurre sobre todo en aquellos Estados con religión de Estado u oficial que favorecen legal o informalmente una religión en detrimento de las demás por medio del patronato regio u otras acciones similares.

La separación entre Iglesia (sea esta anglicana, católica, luterana, presbiteriana, o cualquier tipo de culto religioso) y Estado es una idea que hunde sus orígenes en la doctrina de las dos espadas de finales del siglo V, enunciada por el papa Gelasio I, y se manifestó más tarde en la lucha de la Iglesia católica en contra del cesaropapismo del Imperio Bizantino que produjo el cisma de oriente en 1053. La idea comienza a resurgir a partir del humanismo, durante el Renacimiento. Se consolida con la Ilustración, por medio de la corriente filosófica racionalista, llegando a ser una política oficial durante la Revolución francesa, la Independencia estadounidense y las revoluciones liberales que buscan deshacer la llamada «alianza entre el Trono y el Altar».

El césaropapismo

 En el s. IV, con los emperadores Constantino y Teodosio, el cristianismo pasa a ser la religión del Imperio Romano. Con ello, lo que Constantino hizo fue adaptar la nueva situación al viejo esquema de relación entre la Iglesia y el Estado, ya que –recordemos—en Roma, desde César, confluían en una misma persona la jefatura del imperio y el pontificado. El propio Constantino presidió el primer concilio ecuménico de Nicea, que tuvo lugar en su palacio de verano, y en el que se condenó al obispo Arrio por negar la divinidad de Cristo: lo que pretendía era, en realidad, controlar a la Iglesia interviniendo en sus cuestiones internas. Todo ello, consciente como era de que sus divisiones internas (herejías) constituían una amenaza a la unidad del Imperio: “Las divisiones internas de la Iglesia de Dios nos parecen mucho más graves y peligrosas que las guerras”. Esta manera de concebir y plasmar la relación del imperio con la iglesia es, como vemos, la que existía en las antiguas monarquías paganas y consiste en unificar ambos ámbitos subordinando la religión a la política del Estado. Se la conocerá como Constantinismo o Césaropapismo, y predominará en el imperio romano oriental o bizantino. 

Papel del emperador bizantino en la Iglesia Ortodoxa de Oriente

  • El Imperio bizantino era una teocracia, el emperador era la autoridad suprema tanto en la iglesia como en el estado.​ «El rey no es Dios entre los hombres sino el Virrey de Dios. No es el logos encarnado sino que está en una relación especial con el logos. Ha sido especialmente designado y está continuamente inspirado por Dios, el amigo de Dios, el intérprete de la Palabra de Dios. Sus ojos miran hacia arriba, para recibir los mensajes de Dios. Debe estar rodeado de la reverencia y la gloria que corresponde a la copia terrenal de Dios; y «enmarcará su gobierno terrenal según el modelo del original divino, encontrando la fuerza en su conformidad con la monarquía de Dios».
  • En Oriente, la aprobación del Cesaropapismo, la subordinación de la iglesia a las pretensiones religiosas del orden político dominante, se hizo más patente en el Imperio bizantino a finales del primer milenio, mientras que en Occidente el declive de la autoridad imperial dejó a la Iglesia relativamente independiente.

En la Cristianismo Ortodoxo Oriental, el papel del Emperador Romano como único seglar jefe de todos los ortodoxos orientales era muy destacado. Así, en 1393 Patriarca Antonio IV de Constantinopla escribió al Gran Príncipe Vasili I de Moscú:

El santo emperador ocupa un gran lugar en la iglesia, ya que no es como otros gobernantes o gobernadores de otras regiones. Esto es así porque desde el principio los emperadores establecieron y confirmaron la fe [verdadera] en todo el mundo habitado. Convocaron los concilios ecuménicos y confirmaron y decretaron la aceptación de los pronunciamientos de los divinos y santos cánones sobre las correctas doctrinas y el gobierno de los cristianos. […] El basileus [nota: el término griego para emperador] es ungido con la gran mirra y es nombrado basileus y autokrator de los romanos, y de hecho de todos los cristianos. En todas partes el nombre del emperador es conmemorado por todos los patriarcas y metropolitanos y obispos dondequiera que los hombres se llamen cristianos, [cosa] que ningún otro gobernante o gobernador recibió jamás. En efecto, goza de una autoridad tan grande sobre todo, que incluso los mismos latinos, que no están en comunión con nuestra iglesia, le rinden el mismo honor y sumisión que hacían en los viejos tiempos cuando estaban unidos a nosotros. Tanto más le deben los cristianos ortodoxos tal reconocimiento….
Por lo tanto, hijo mío, te equivocas al afirmar que tenemos la iglesia sin un emperador, ya que es imposible que los cristianos tengan una iglesia y no un imperio. La Baslleia [imperio] y la iglesia tienen una gran unidad y comunidad – de hecho no se pueden separar. Los cristianos sólo pueden repudiar a los emperadores que son herejes que atacan a la iglesia, o que introducen doctrinas irreconciliables con las enseñanzas de los Apóstoles y los Padres. […] ¿De quién, pues, hablan los Padres, los concilios y los cánones? Siempre y en todas partes hablan en voz alta de’ el único basileus legítimo, cuyas leyes, decretos y cédulas están en vigor en todo el mundo y que sólo él, sólo él, es mencionado en todos los lugares por los cristianos en la liturgia.

El basileus dio al Patriarcado de Constantinopla un enorme prestigio, aunque esta posición de emperador ortodoxo oriental fue cuestionada; de hecho, la rivalidad por la primacía con el basileus del imperio bizantino fue especialmente fuerte entre los eslavos ortodoxos orientales de los Balcanes, que buscaban la autocefalia para sus iglesias y otorgaban a sus gobernantes el título de zar (emperador). La capital del Tarnovo, Tarnovo, llegó a llamarse «Nueva Roma». Los Patriarcas de Constantinopla, sin embargo, no reconocieron a estos gobernantes como iguales a un basileus del Imperio bizantino. Moscovia también compartía este sentimiento de rivalidad con el imperio bizantino por la primacía secular en la Iglesia Ortodoxa Oriental.

Moscú, tercera Roma

La expulsión de Metropolitano Isidoro y la ordenación independiente de Jonás fueron la respuesta de Moscú a la Unión. Sin embargo, incluso después del Patriarcado de Constantinopla rechazó oficialmente la Unión en 1484, su jurisdicción sobre Moscú no se restableció porque ya no había Emperador romano de Oriente.

En 1453, Constantinopla fue capturada por el Turcos, y el último fragmento del Imperio Bizantino, el Trebisonda, cayó en 1461 ante los turcos. Incluso antes de la caída de Constantinopla, los estados eslavos ortodoxos de los Balcanes habían caído bajo el dominio turco. La caída de Constantinopla provocó tremendos temores, muchos consideraban la caída de Constantinopla como una señal de que el Fin de los tiempos estaba cerca (en 1492 era el 7000 Anno Mundi); otros creían que los emperadores del Sacro Imperio Romano (aunque era Iglesia católica) ocupaban ahora el lugar de los emperadores de Constantinopla. También había esperanzas de que Constantinopla fuera liberada pronto. Además, la Iglesia Ortodoxa se quedó sin su Basileus oriental. Por lo tanto, surgió la cuestión de quién sería el nuevo basileus. Al final de los diversos «Cuentos sobre la caída de Constantinopla», que ganaron gran popularidad en el Rusia de Moscú, se afirmaba directamente que el pueblo de la Rus derrotaría a los ismaelitas (musulmanes) y su rey se convertiría en el basileus de la Ciudad de las Siete Colinas (Constantinopla). El Gran Príncipe de Moscú siguió siendo el más fuerte de los gobernantes ortodoxos orientales; Iván III se casó con Sofía Paleóloga, rompió su subordinación formal a la Horda de Oro (ya dividida en varios reinos Tatar) y se convirtió en un gobernante independiente. Todo ello reforzó las pretensiones de primacía de Moscú en el mundo ortodoxo oriental. Sin embargo, la liberación de Constantinopla aún estaba lejos: el Estado de Moscú no tenía la oportunidad de luchar contra el Imperio Otomano. A finales del siglo XV surge la idea de que Moscú es realmente una nueva Roma. El Metropolitano Zósimo, en 1492, lo expresó con bastante claridad, llamando a Iván III «el nuevo zar Constantino de la nueva ciudad de Constantino: Moscú. «​ Esta idea es más conocida en la exposición del monje Filoteo de principios del siglo XVI:​

Sabes, rey piadoso, que todos los reinos cristianos llegaron a su fin y se reunieron en un solo reino tuyo, dos romas han caído, la tercera está en pie, y no habrá una cuarta [énfasis añadido]. Nadie reemplazará tu Tsardom cristiano según el gran Teólogo KJV] […].

Los moscovitas explicaron la caída de Constantinopla como el «castigo divino» por el pecado de la Unión con la Iglesia católica, pero no querían obedecer al Patriarca de Constantinopla, aunque no había patriarcas unionistas desde la conquista turca de 1453 y el primer Patriarca desde entonces, Gennadius Scholarius, era el líder de los antiunionistas. En el siguiente sínodo, celebrado en Constantinopla en 1484, la Unión fue finalmente declarada inválida. Al perder su basileus cristiano tras la conquista turca, Constantinopla como centro de poder perdió una parte importante de su autoridad. Por el contrario, los Gobernantes de Moscú pronto empezaron a considerarse verdaderos zares’ (este título ya lo usaba Iván III), y por tanto, según ellos, el centro de la Iglesia Ortodoxa Oriental debía estar situado en Moscú, y por tanto el obispo de Moscú debía convertirse en la cabeza de la Ortodoxia. El texto del juramento del obispo en Moscovia, editado en 1505-1511, condenaba la ordenación de los metropolitanos en Constantinopla, calificándola como «la ordenación en la zona del impío Turcos, por el pagano​ tsar.»​

«Los privilegios litúrgicos de los que gozaba el emperador bizantino se trasladaron al zar moscovita. En 1547, por ejemplo, cuando Iván IV fue coronado zar, no sólo fue ungido como lo había sido el emperador bizantino después de finales del siglo XII, sino que también se le permitió comunicarse en el santuario con el clero. «​

«La Iglesia Ortodoxa Rusa se declaró autocéfala en 1448, sobre la base del rechazo explícito del Filioque, y nació la doctrina de «Moscú como la tercera y última Roma». Este rechazo a la Idea de Progreso plasmada en el Concilio de Florencia es la raíz cultural de los posteriores designios imperiales rusos sobre Occidente»

Del Césaropapismo a la doctrina de las Dos Espadas 

El problema de la relación de la fe y la razón (de la gracia y la naturaleza; de la religión y la política: de la Iglesia y el Estado) es, en realidad, una discusión radical, esto es, acerca de las raíces o los fundamentos de la filosofía cristiana y medieval, dado que los principios de la religión cristiana chocaban en alguna medida con los resultados de las reflexiones filosóficas griegas. Esos puntos de discrepancia en ocasiones lo fueron también de conflicto entre el poder espiritual (Iglesia) y el poder secular (Monarca); señalemos algunos: frente al politeísmo pagano y a la divinización del Emperador, el monoteísmo, esto es, la creencia en un solo Dios, bueno y trascendente al mundo (esto es, que no se identifica con éste, que está más allá); frente a la eternidad del mundo, la idea de creación ex nihilo por un Dios bueno, de la que se deriva la afirmación de que el mundo es bueno, lo que implica oponerse al dualismo neoplatónico y gnóstico según el cual la materia es fuente del mal (y, por ello, el mundo también); la creación del mundo también choca con la tesis del eterno retorno y el fatalismo inherente a éste, desde el momento en que admite un comienzo absoluto, independiente de cualquier antecedente y que inaugura un tiempo lineal (que ha tenido un comienzo y tendrá un final); este concepto lineal del tiempo trajo consigo un cambio en la manera de entender la historia, en adelante como una sucesión de acontecimientos irrepetibles encaminados hacia una meta final (la segunda venida de Cristo): la idea de progreso (que no alumbrará hasta entrada la Edad Moderna) hunde aquí sus raíces.

Como cuestión de principios que es, el problema nace antes de que comience la Edad Media e incluso antes de que, el año 313, el emperador Constantino consolide al cristianismo como religión en el Imperio Romano (edicto de Milán) como medio de unificar el Imperio; y con el emperador Teodosio, en el 380, el cristianismo pasará a ser la religión oficial del Imperio y, en el 392, la única permitida en él. En efecto, ya en el s. II los padres apologistas defendieron la fe cristiana contra las primeras herejías, principalmente la gnosis y el maniqueísmo. Abordaremos esta relación en dos planos: el teórico (o de la verdad) y el político (o el del ejercicio del poder). 

La verdad 

La filosofía cristiana comprendida entre los siglos II y VIII se conoce con el nombre de Patrística. y estos primeros pensadores no comparten la misma postura ante la filosofía; en ocasiones, son nítidamente contrapuestas. En general, puede decirse que los apologistas orientales (de origen griego) subrayaron la continuidad del cristianismo con la filosofía griega, viendo en la doctrina cristiana la verdadera filosofía, que la revelación de Cristo llevaba a su plenitud. En cambio, los apologistas occidentales subrayan tanto la originalidad del cristianismo que tienden a fundarlo en una fe ajena a toda especulación; entre éstos, cabe mencionar a: Taciano (s. II-III), autor de un Discurso contra los griegos, a Hermias (s. II-III), de un Escarnio de los filósofos paganos y a Tertuliano (s. III) quien enfatiza el carácter irracional de la fe hasta el punto de afirmar: credo quia absurdum (creo porque es absurdo).

  • Orígenes (182-254) 

A pesar de esto, la mayoría de los padres no dudan en utilizar la filosofía griega, práctica que llevó a que el debate entre razón y fe precisara una respuesta altamente matizada. En general entendían que sólo existe una verdad, la de la fe; aun así, Clemente y Orígenes (s. III) (de la Patrística oriental) afirmaron que existe un conocimiento superior a la fe al que se llega gracias a ella y a la filosofía. En cualquier caso, lo más común es que la filosofía aparezca subordinada a la fe, idea que Juan Damasceno (s. VIII) formuló en una expresión que, en la Escolástica, recogerá Pedro Damián junto con buena parte de la Edad Media: la filosofía es la sierva de la teología (ancilla theologiae).

  • Agustín de Hipona (354-430)

Una de las reflexiones más interesantes de toda la patrística es la que realiza Agustín, obispo de Hipona (IV-V). Según él no puede establecerse una distinción neta entre la razón y la fe. La fe es la guía más segura y hay que creer lo que Dios revela para llegar a comprender. Para él, el punto de partida de la filosofía debe ser la fe y las Escrituras; sin embargo, la razón puede preceder a la fe y demostrar que es razonable creer. San Agustín expresa esta idea en la frase “entiende para creer, cree para entender”. La fe, por lo tanto, no es algo irracional.

  • Anselmo de Canterbury (1033-1109) 

Una figura importante de la Alta Edad Media es san Anselmo de Canterbury (s. XI-XII) que, siguiendo la inspiración agustiniana, intenta racionalizar al máximo el contenido de la teología; de hecho, expuso la disciplina a través de una argumentación lógica muy rigurosa que pretende descubrir la racionalidad inherente a la fe mediante la propia razón. Una de las demostraciones lógicas más famosas de la existencia de Dios es suya: el «argumento ontológico» (como Kant lo denominará en el s. XVIII).

  • Averroes (1126-1198) 

La figura griega más influyente durante todo este periodo fue Platón, pues hasta el s. XIII no aparecerá en el horizonte intelectual europeo Aristóteles, quien fue conocido antes en el mundo árabe, desde el que fue penetrando en el pensamiento cristiano acompañado de los comentarios de Avicena (s. XI) y, sobre todo, de Averroes (s. XII). Este último, que llegó a ser conocido como el Comentador (entiéndase: de Aristóteles) tuvo una influencia radical en la universidad más importante de la época, la de París, y entendía que podía hablarse de una doble verdad (la verdad de la razón y la de la fe); según la fe, el mundo es creado y el alma personal, inmortal; sin embargo, según la razón, el mundo es eterno y la inmortalidad del alma no es personal. Al mismo tiempo, entiende que la vida de los filósofos es superior a la de los teólogos y a la de los hombres de fe. La teoría de la doble verdad tuvo seguidores en Europa (que llegaron a considerarla propiamente aristotélica), dando lugar al llamado averroísmo latino, en el que destaca Sigerio de Brabante (s. XIII), condenado a cadena perpetua. San Buenaventura criticó fuertemente el averroísmo latino.

  • San Buenaventura (1218-1274) 

Maimónides (s. XII-XIII) es el filósofo que se encarga de intentar compaginar el aristotelismo con el judaísmo. Su obra más conocida es Guía de los perplejos, en la que afirma que fe y razón no se oponen sino que, bien al contrario, convergen. Pero para que esto sea manifiesto, y para eliminar las indecisiones de los perplejos, que son aquellos a los que la lectura de los textos filosóficos hace que su fe se tambalee, considera que es preciso hacer una exégesis de los textos de las Escrituras de forma alegórica, de manera que entonces, según él, desaparecen las aparentes contradicciones entre la racionalidad y la creencia. A pesar de que dicha armonización entre filosofía y religión se apoyaba en el aristotelismo, Maimónides no dudó en oponerse a Aristóteles en aquellas cuestiones en las que «el filósofo» contradecía abiertamente los textos sagrados y no era posible, ni aún a través de interpretaciones alegóricas, armonizar aquéllos con su pensamiento. 

En el s. XIII aparece uno de los teólogos más importantes de la historia, Tomás de Aquino, cuya postura sobre la relación entre la fe y la razón es el intento más elaborado de conciliación entre ambas, si bien ya en el s. XIV será rechazada. Sus afirmaciones fundamentales son las siguientes:

Existe una neta distinción entre razón y fe. La sola razón natural sólo puede conocer de abajo arriba, a partir de los datos de los sentidos; en cambio, la fe conoce de arriba abajo, a partir de la revelación divina, esto es, a partir de lo que Dios ha dicho de Sí mismo al hombre. En consecuencia, razón y fe son mutuamente independientes y autónomas. Pero no se da contradicción entre ellas; independientes, pero no contradictorias. Las verdades racionales y las verdades de fe no pueden entrar en contradicción, puesto que ambas tienen el mismo origen: Dios. Tomás de Aquino escribe: “solamente lo falso es lo contrario de lo verdadero”, es decir, la verdad es una sola, en clara oposición a Averroes, a quien, por otra parte, admiraba tanto como comentador de Aristóteles. Existe pues colaboración entre la razón y la fe:

a) La razón puede ayudar a la fe en sus procedimientos de ordenación científica (para conseguir un sistema organizado), en sus armas dialécticas (dando argumentos) y para el esclarecimiento de los artículos de la fe.

b) Por su parte, la fe sirve a la razón de norma o criterio extrínseco, pues si la razón llega a conclusiones incompatibles con la fe, entonces deberá revisar sus razonamientos. Todo conflicto entre razón y fe proviene de errores de la razón o, mejor dicho, del razonamiento concreto que ha hecho el hombre, quien habrá caído en alguna trampa o paralogismo.

  • Tomás de Aquino (1224-1274) 

Existe una zona de confluencia. Tomás niega la doble verdad, pero admite dos tipos de verdades: hay algunas verdades que superan la capacidad de la razón humana y otras que la razón puede conocer por sí sola. Dios ha revelado aquellas verdades que la razón no podría llegar a conocer, pero también algunas de las verdades que podría conocer por sí misma; estas últimas constituyen las que Tomás de Aquino denomina los preámbulos de la fe. Existen contenidos comunes porque conviene que algunas verdades racionales sean impuestas también por la autoridad de la fe, dado que es difícil llegar a ellas y no todos los hombres disponen del tiempo ni de la capacidad necesarios para hallarlas. Además, ello resulta también conveniente, dada la facilidad con la que la razón se extravía, como acabamos de ver. Se entiende pues la teología como ciencia mixta. La zona de confluencia entre la razón y la fe (los preámbulos) permite que la teología utilice los principios de la filosofía, no porque los necesite, sino para explicar mejor lo que en ella se enseña. Utiliza a la filosofía como ancilla o “sierva” suya.

  • Duns Scoto (1266-1308) 

Pero ya en el mismo s. XIII, el franciscano Duns Scoto rechazará la opinión de santo Tomás. Teología y filosofía son epistemológicamente distintas. La filosofía debe renunciar a reflexionar sobre los atributos de Dios y admitir su incapacidad para demostrar cuestiones como la inmortalidad del alma, la omnipotencia divina, etc. Acepta la prueba de san Anselmo y rechaza las de santo Tomás (las cinco vías), porque éste demuestra un Dios estrictamente racional, alejado de la omnipotencia que lo caracteriza.

Por esta fecha, la Escolástica estaba claramente en crisis y la mística del maestro Eckhart es un claro exponente de ello. Para este dominico, el conocimiento de Dios es un conocimiento místico, no se puede entender metafísicamente a Dios, esto es, mediante la razón.

  • Guillermo de Occam (1288-1347) 

El golpe definitivo a la Escolástica llegaría de la mano de otro franciscano, Guillermo de Occam (s. XIII-XIV). Para Occam, la omnipotencia divina y su consiguiente libertad eran incuestionables y el punto central de la reflexión teológica, lo cual implica sostener que la voluntad divina escapa a cualquier principio lógico y ontológico. Este punto de partida significa destruir la metafísica escolática, dado que supone eliminar las ideas platónicas, así como las aristotélicas, del discurso teológico. Así, si hay que amar a Dios no es porque amarlo sea bueno en sí mismo. Si es bueno es porque Dios así lo ha querido. De modo que, si Dios hubiera querido (y establecido) que se le odiara, lo bueno sería odiarle. Lo que es malo no lo es por su propia naturaleza, sino por la voluntad divina. No existen leyes naturales eternas, la voluntad de Dios es inaccesible racionalmente y el único camino que lleva a Dios es la fe. 

Como vemos, las posiciones respecto a la relación de la fe con la razón caminan hacia una drástica separación de ambas (Guillermo de Occam), desde su primera indistinción (Agustín de Hipona), pasando por la separación que entre ellas establece Tomás de Aquino, quien aun así sigue aceptando su colaboración. Ante las audacias teológicas de los primeros pensadores cristianos, la via modernorum aboga por la prudencia en estos asuntos, dada la limitación de la razón humana para obtener respuestas relativas a los designios de Dios. Esta prudencia en cuestiones teológicas les despejará el terreno a los modernos para otro tipo de audacias en el plano del conocimiento y el dominio de la naturaleza, que se materializarán en el vertiginoso desarrollo científico-tecnológico con el que la modernidad dará origen.

Las dos espadas.

Destaquemos que para S. Agustín todo lo existente vive de la vida de Dios, por tanto, también la realidad política ha de ser una prolongación de la misma, esto es, un reflejo de la realidad trascendente divina. En su obra La Ciudad de Dios, Agustín distinguía en la tierra dos comunidades (civitates) que se definen por dos modos de vida irreductibles, y no por el lugar en el que residen: una la constituyen quienes viven secundum Deum y  secundum Spiritum (según Dios y según el Espíritu), y la otra quienes viven secundum hominem y secundum carnem (según el hombre y según la carne); la primera se define por el amor Dei (el amor a Dios), y la segunda por el amor sui (el amor a sí mismo). No son realidades históricas reconocibles empíricamente, sino metahistóricas: civitates mysticae (ciudades místicas) las denomina Agustín. Ahora bien, a pesar de no haber perfilado expresamente qué relaciones deben mediar entre la Iglesia y el Estado, al llamar Ciudad de Dios a la Iglesia (que es, sin duda, también una realidad histórica) propició que los teólogos carolingios establecieran indebidamente el paralelismo entre Ciudad de Dios y Ciudad Terrena, por un lado, y, por el otro, Iglesia y Estado, dando así lugar a lo que se conocerá como “agustinismo político” (que no se le atribuye a él personalmente).

Tomando apoyo en las tesis de Agustín, esta doctrina entiende que la realidad política carece de sustancia propia al no ser más que un reflejo de la trascendencia divina. Por ello, también el poder temporal habrá de ser sólo imagen del único poder real, la Iglesia, que lo ha recibido de Dios, de modo que el monarca queda definido, más que como soberano, como primer fiel, cuyas obligaciones por tanto estipula la Iglesia. El primer texto en el que esta concepción queda claramente reflejada es la carta que, en el año 494, el Papa Gelasio I (492-496) dirigió al Emperador Anastasio I. Tras distinguir “los dos poderes con los que este mundo es soberanamente gobernado: la autoridad (auctoritas) sagrada de los pontífices y la potestad (potestas) de los reyes”, subraya: “Pero la responsabilidad (pondus) de los sacerdotes es de tal modo la mayor que deberán dar cuenta al Señor, en el Juicio final, de los mismos reyes”. Y concluye: “sabes que hay que someterse al orden religioso, más que dirigirlo”. En otras palabras, las dos espadas están en poder del Papa, si bien una, la religiosa, la blande personalmente, mientras que la segunda, la temporal, la esgrime indirectamente, por medio del Emperador. Fundándose en estos principios, Gregorio el Grande (540-604) elaborará la “concepción ministerial” del Imperio y de las monarquías: los órganos del poder temporal han de servir a los designios del soberano gobierno de la Iglesia (teocracia). Esta asimetría ya quedaba reflejada en los términos empleados por Gelasio I, tomados del Derecho Romano: auctoritas significa la fuente legitimadora del poder, mientras que la potestas es una fracción de aquélla, a la que remite como a su razón de ser.

Con Tomás de Aquino entraremos en una cristiandad nueva, en la que el cristianismo ha pasado a ser un factor de unidad del que carecían tanto la polis griega como la urbs romana. El cambio que él introduce no es sólo circunstancial; representa un auténtico giro conceptual que tendrá como consecuencia la elaboración de una nueva perspectiva en la que la realidad política ya no será percibida como mero reflejo de la realidad trascendente, sino como realidad sustantiva, esto es, dotada de su propia realidad. Este vuelco es parejo al que se da en la estimación ontológica del individuo: si a la luz del agustinismo platónico éste no es sino copia o imagen de rango secundario, con el prisma que aporta el recientemente redescubierto Aristóteles se destaca, en cambio, como la auténtica realización del universal, de manera que, sin él, éste no pasaría de simple proyecto (es en el individuo en el que la especie se hace real). De este modo, su sustantiva individualidad personal se convierte en el fundamento de su sociabilidad, la cual se realiza y expresa en órdenes a su vez sustantivos que se definen por el bien al que tienden: familia, civitas e imperium.

Desgajado del orden supremo de la salvación, se recorta el orden de las cosas temporales. Lo que lo define es su contenido y su meta, a saber, el bonum commnune (bien común), que, aunque ordenado al fin supremo del hombre (su salvación), es de carácter temporal. Entre el bien común y temporal y los valores de salvación hay relación de jerarquía, pero ya no queda el ámbito temporal encerrado en éste. Junto a la comunidad humana, la Iglesia es rectora y administradora del orden de la salvación y tiene su bonum commune propio: la persona soberana de Dios. Es verdad que tanto el poder temporal como el espiritual proceden de Dios. Sin embargo, sólo en lo tocante a la salvación del alma está el poder temporal (o natural) sometido al espiritual (o sobrenatural, o de la gracia), mientras que en lo que atañe al bienestar civil más se ha de obedecer al poder temporal que al espiritual, como señala el Evangelio de San Mateo: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». La autoridad política tiene su fundamento en el Derecho natural. Por tanto, el poder político, «temporal», se constituye como poder autónomo, y ya no es visto como una prolongación de la Iglesia.

Ockham acabará con el equilibrio tomista. Como vimos, subraya tanto la voluntad divina que rompe cualquier lazo racional entre Dios y las criaturas: los universales son sólo nombres (nomina) con los que nos referimos a las cosas individuales (las únicas reales), y no ya ideas en la mente divina conforme a las cuales Dios las habría creado. Conocer los universales no equivale, pues, a compartir –siquiera un poco– la visión que Dios tenga de las cosas. Por tanto, ¿en qué habría de fundarse la pretensión pontificia de imponerse al poder temporal? Occam ni siquiera le reconoce infalibilidad al Papa. El principio de la soberanía del pueblo se lo aplica también a la Iglesia. El poder espiritual queda rebajado al rango de principatus ministrativus. No tiene misión alguna en las cosas seculares. Por su parte, el poder imperial que libre para dictar leyes (solutus legibus positivis). Ningún puente une ya las dos esferas. La realidad política se erige en realidad autónoma desvinculada enteramente del orden de la salvación. Sólo queda dar un paso para entrar de lleno en la edad del Estado moderno.

 El poder 

Por las mismas tres etapas, indistinción, independencia, pero con colaboración y  separación radical, sin colaboración, pasa también la discusión acerca de la relación entre poder espiritual y poder secular. Si en el “agustinismo político” el ejercicio político queda completamente supeditado al eclesiástico, en el s. XIV se llega a su radical separación, llegando incluso a cuestionar el poder del mismo pontífice, como hace el propio Occam en su Sobre el gobierno tiránico del papa (escrito entre finales del s. XIV e inicios del s. XV). Entre ambas posturas, Tomás de Aquino representa una etapa intermedia, pues, al desligar los ámbitos propios de la razón y de la fe, si bien no los independiza por completo, sí le reconoce consistencia propia al ámbito del poder secular, del mismo modo que no independizó a la razón de la fe en la revelación, si bien le reconoció capacidad para alcanzar por sí misma algunas verdades (los preámbulos de la fe, por ejemplo).

  • Iglesia católica

La consolidación del absolutismo en los países católicos y la asunción de las ideas regalistas dio lugar al máximo desarrollo de las teorías defensoras del derecho divino de los reyes, lo que supuso que el monarca se atribuyera una serie de iura maiestatica circa sacra que le facultaban a intervenir en los asuntos eclesiásticos, como por ejemplo en España y en su Imperio, donde existía el regio patronato, el pase regio o el recurso de fuerza. Sin embargo, el monarca nunca llegó a convertirse en líder espiritual de sus súbditos, pues reconocía al Papa como máxima autoridad religiosa; a diferencia de aquellos países protestantes donde se crearon Iglesias nacionales. Además, el derecho divino del monarca era incompatible con la doctrina de la Iglesia Católica, incluso cuando fue defendido por príncipes católicos como Luis XIV o algunos borbones españoles, así como por primeros ministros católicos como el Marqués de Pombal en Portugal o intelectuales católicos como Jean Bodin. Esto se debía a que negaba el papel de la Iglesia como intermediario espiritual entre el hombre común y Dios, dándole este atributo al monarca, además, en la concepción católica de la política y el estado de derecho, el monarca (y cualquier cabeza de gobierno) siempre está sujeto a la ley natural y divina, que se consideran superiores al monarca. La posibilidad de que la monarquía degenerase moralmente, anulara la ley natural y degenerara en una tiranía opresora del bienestar general fue respondida teológicamente con el concepto católico de tiranicidio extralegal, idealmente ratificado por el Papa, puesto que tal monarca perdería la legitimidad de ejercicio de su gobierno. Por orden del Papa, el cardenal Roberto Belarmino publicó una refutación, bajo el seudónimo de Mateus Torti.

Pese a ello, se debe agregar que, desde mediados del siglo XVI hasta el XIX, existieron dos corrientes de pensamiento para explicar jurídicamente los orígenes del real patronato en el derecho natural de la tradición escolástica tomista. La primera escuela era la de los «regalistas», quienes argumentaron que el derecho de patronato era de origen laico-secular, siendo así una parte inherente e integral de la soberanía temporal de los estados y el poder civil (posteriormente, está escuela sería condenada como parte de la herejía Galicana). La segunda escuela, los «canonistas» o «ultra montanistas», quienes demostraron que el patronato regio originalmente no era laico, sino de origen espiritual, y se fundaba únicamente en las concesiones pontificias que León X, Julio II, Alejandro VI, Julio II y sus sucesores otorgaron a los monarcas europeos.

En la controversia con las repúblicas de Hispanoamérica, el papado, con el fin de reafirmar su autoridad legítima sobre la iglesia en América, y con base en la doctrina de las dos espadas del agustinismo político, consideró correcta la teoría ultramontana, es decir, que el patronato de Indias era originalmente una concesión, por lo tanto, no inherente a la soberanía, y en consecuencia, no heredable por las repúblicas.

Tras las revoluciones burguesas del siglo XIX, se regularon las relaciones de los Estados con la Iglesia católica a través de concordatos, que reglamentaron, por ejemplo, la enseñanza privada, la financiación de la iglesia, o aquellos ámbitos en que la iglesia actuaba en la vida civil (matrimonios, divorcios, beneficencia, entierros, enseñanza, ceremonial, etc.).

La doctrina de la Iglesia católica respecto a la relación entre el Estado y la Iglesia se encuentra hoy día contenido en los numerales 2104-2109 del actual catecismo de la Iglesia católica. El documento afirma que la Iglesia trabaja para que los hombres puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive”, habiendo nociones de un Estado confesional en línea con la doctrina del reinado social de Jesucristo. Aun así, el documento dignitatis humanae llega a apreciar la libertad religiosa, dentro de los límites de la doctrina social de la Iglesia.

  • Iglesias cristianas nacionales

En Europa hay en la actualidad algunas Iglesias o confesiones religiosas dependientes del Estado, como la Iglesia de Noruega, la Iglesia de Inglaterra, la Iglesia de Groenlandia, la Iglesia de Suecia, la Iglesia del Pueblo Danés, la Iglesia ortodoxa turca, la Iglesia ortodoxa de Grecia.

En Gran Bretaña existen algunas leyes relativas a la religión del monarca: la Ley de Instauración (Act of Settlement) y la Ley de Matrimonios Reales, que entre otras cosas prohíben que el soberano se case con una persona católica; o el Juramento de Coronación, que obliga a preservar la religión protestante.

Para terminar

Conviene destacar lo siguiente: más allá de las discrepancias que hemos visto, hay una idea que todos los cristianos comparten: la de que el hombre es libre y responsable de su vida (subrayada por la idea de pecado, la exhortación a la conversión y la espera de un juicio final). Así, por ejemplo, los Padres de la Iglesia mantuvieron una dura lucha contra los dualismos, los fatalismos [de fatum = hado, destino] y los determinismos astrológicos (el horóscopo), que, al tiempo que libraban al hombre de su responsabilidad, lo convertían en un ser indefenso y sin recursos ante un destino prefijado e inevitable. En este sentido, se ha afirmado que el cristianismo, en su propia esencia, implicaba la “desfatalización de las conciencias” y la “desfatalización de la historia”. En suma, en estas polémicas (que entre los siglos II-V tanto iban a ocupar a los pensadores cristianos) y en estas discusiones, se fue fraguando lo que, con el correr de los tiempos, iba a ser la gran aportación de la cultura europea a la humanidad.

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