EL CONFLICTO DE MEDIO ORIENTE: UNA REVISIÓN HISTORIOGRÁFICA A TRAVÉS DE LA DECLARACIÓN BALFOUR
El surgimiento del sionismo: una nueva ideología
A finales del siglo XVIII, el auge de las tendencias seculares producto del Iluminismo en Europa, provocaron un cambio sustancial en la vida cotidiana de los judíos. La forma de vivir de esta comunidad había girado hasta ese entonces en torno a los preceptos religiosos, pero con el cambio cultural y social provocado por las “nuevas ideas” y el culto al progreso, se abrieron nuevas y variadas posibilidades, desconocidas hasta ese entonces. Debido a ello, algunos judíos comenzaron a aplicar su talento en variadas disciplinas como la filosofía o la literatura y lograron, en algunos sectores selectos de la intelectualidad, una integración/asimilación casi perfecta con el mundo occidental.
Durante los siglos XVII, XVIII y XIX, importantes sectores del judaísmo se transformaron en la avanzada de las ideas más progresistas y revolucionarias de la sociedad, asumiendo una posición política liberal antifeudal, y con el tiempo marxista y anticapitalista. Su rechazo creciente al tradicionalismo, establecido entre otros por su propia religión, los llevó a elaborar teorías destinadas cambiar en profundidad el orden establecido: “Rechazando una ortodoxia que encuentran, apolillada, rutinaria y fósil, promueven un judaísmo edulcorado y cada vez menos judío (…)” (Culla, 2005)
El Iluminismo judío, denominado habitualmente Haskalá, fue el que dio un giro al pensamiento judío tradicional. Aunque sus raíces encuentran en la Ilustración europea, las condiciones y problemas específicos de la cuestión judía le imprimieron un carácter distintivo. En su etapa inicial fue un movimiento de la clase media; sus metas culturales, así como sus réditos inmediatos, sólo podían ser compartidos por un número limitado de judíos educados. Las masas, en su mayoría, permanecieron alejadas y, más aún, se mostraron hostiles a la idea de asimilarse culturalmente ya que esto podría traer como consecuencia la apostasía. Para gran parte de la población, que era tradicional u ortodoxa, el iluminismo judío fue percibido como una amenaza a sus valores, como un desvío. Sus seguidores, llamados maskilim, atacaron el oscurantismo y la superstición de los rabinos y su abuso de poder, propugnando en contraposición valores seculares y la suplantación de la educación tradicional por escuelas modernas.
La Haskalá tuvo su origen en la ciudad de Berlín como un programa de un pequeño grupo de judíos guiado por Moisés Mendelssohn (1729-1786), con la idea de familiarizarlos e interiorizarlos con la cultura europea en general y con la alemana en particular, para que estos grupos lograran integrarse en las sociedades en las que residían de forma efectiva.
El espíritu iluminista secular cautivó fundamentalmente a las clases medias/altas de la sociedad judía que, apoyando la progresiva aparición de los principios liberales y democráticos, allanaron el camino para la futura consecución de la igualdad civil de derechos de la comunidad judía en los diversos países, especialmente en Europa occidental. La consecución de esa tan anhelada igualdad de algún modo permitió la rápida erosión de los moldes tradicionales que estructuraban el comportamiento de la comunidad judía, dejando las cuestiones meramente religiosas para el ámbito privado.
Sin embargo, y pese al intento de incorporación, asimilación y trasformación política-jurídica por parte de los países europeos de la comunidad judía consecuencia de la Revolución francesa, el movimiento iluminista secular y emancipatorio fracasó; el incremento del antisemitismo durante el siglo XIX, con sus flamantes dimensiones racistas y políticas dejó entrever que el problema judío no era sólo una cuestión jurídica y política. Asimismo, es importante aclarar que la mayor parte del judaísmo europeo, radicado en la zona de Europa oriental, ni siquiera disfrutó durante esa época los efímeros beneficios de la “emancipación”.
Como explican Ben Ami y Medin, las causas del antisemitismo son sumamente complejas pero se podría considerar una de las principales, los elementos mitológicos y atávicos propios de la herencia cultural de Europa (Ben Ami, Medin, 1991). De allí que, según los autores, el problema judío no haya tenido una solución duradera.
El sionismo es el movimiento nacionalista del pueblo judío, que plantea como objetivo el regreso de los judíos del mundo a la tierra de Israel, su patria originaria, para constituir una entidad política independiente, un Estado-nación. Toma su nombre de Sion, la colina de la parte nordeste de Jerusalén sobre la que antiguamente se construyó la ciudad y en los que se encontraba el templo de Salomón.
Según Yosef Gorny (1987) y las subsiguientes interpretaciones sobre éste de Norman G. Finkelstein (2003), en las bases del sionismo “moderno”, se dio lo que denominan un “consenso ideológico”, que abarcaba las diferentes variantes del pensamiento sionista de ese entonces. Las tres tendencias que coexistían en ese consenso eran: un sionismo cultural o místico, un sionismopolítico-nacionalista y uno de corte laborista. Estas vertientes de pensamiento coincidían en un punto fundamental que les permitía plantear la posibilidad de consenso: la necesidad de alcanzar una mayoría numérica de judíos en territorios palestinos.
Los orígenes del pensamiento sionista se encuentran en el comúnmente denominado sionismo místico, hundido en las profundidades mismas del judaísmo y de la conciencia colectiva del pueblo judío. Desde esta perspectiva, el judaísmo es visto como la religión nacional del pueblo judío, que ha perdido su independencia hace miles de años, edificando en cambio una patria de tipo espiritual. Esta vertiente fue la respuesta directa a los ataques antisemitas en Europa, y a aquellos grupos que bregaban por las ideas asimilacionistas.
La concepción cultural o mística, “(…) quería resolver no el problema de los judíos sino el problema del judaísmo en el mundo moderno. En su opinión, la supervivencia del judaísmo y del pueblo judío estaba amenazada no tanto por el antisemitismo como por la civilización cada vez más laica que los hacía anacrónicos” (Ídem, p. 63).
En este sentido, su preocupación no era el posible rechazo al nuevo mundo sino la seducción que podía ejercer éste en la comunidad judía. Por eso se consideraba urgente la adaptación de la religión al mundo contemporáneo, pero sin perder su sello distintivo y milenario. Obtener un territorio donde agrupar al pueblo judío en diáspora, un centro espiritual que funcionara como una fuerza aglutinante era fundamental para su estrategia; de allí que fuera imprescindible la mayoría numérica de judíos dentro del nuevo Estado. Era la condición necesaria y suficiente para construir un Estado de judíos, que posibilitaría el “nacimiento espiritual de la nación judía”( ibidem).
Por su parte, el sionismo de tipo político y nacionalista, que aspiraba a la creación de un Estado-nación judío en el territorio de Palestina. El sionismo se fundamentará entonces en “la normalización de la vida de la comunidad judía y la afirmación de una personalidad judía, la reivindicación de la dignidad y de la identidad, el despertar cultural y la realización de los valores propios” (Martínez Carreras, 1992). Como respuesta a la tradición de la Revolución Francesa, pensaba la cuestión judía en clave nacionalista. De acuerdo con las corrientes nacionalistas que adquirieron fuerza a mediados y fines del siglo XIX, existían lazos que vinculaban de manera natural a determinados individuos y excluía a otros; era por eso por lo que cada comunidad orgánicamente organizada debía dotarse de un Estado independiente; un Estado común para un pueblo común; un pueblo común para un Estado común. Así, no pretendía luchar con el cada vez más virulento y conservador antisemitismo, sino que buscaba con esta fórmula política alcanzar una “sana” convivencia con el enemigo, creando así un Estado que les perteneciera en su totalidad. Era por eso que debían llegar a ser mayoría numérica, porque en caso contrario se repetirían las negativas experiencias del pasado.
Por último, la vertiente laborista consideraba el problema judío como consecuencia “no sólo de la carencia de un Estado, sino de la estructura de clase de la nación judía, que se había descompensado y deformado en el transcurso de su larga dispersión” (Finkelstein, 2003), provocando un exceso de clase media y pequeños propietarios y una escasa cantidad de trabajadores. El objetivo de esta concepción era la creación de un Estado “sano” que se encargara de la reconstrucción de la clase obrera judía. “Dado que los intereses de esa clase exigían un Estado socialista, esa era la única solución verdadera para el problema judío” (Ibidem). La necesidad de una mayoría numérica se debía en este caso a las mismas razones que utilizaba el sionismo político: para poder decidir el futuro de la comunidad.
La adhesión de cada una de estas concepciones a la creación de un Estado judío para la nación judía “se expresó de forma concreta y sin ambigüedades en su insistencia en que ese futuro Estado concedería un status privilegiado a los judíos de la diáspora”. Sin embargo, tanto el sionismo político como el sionismo laborista con esa afirmación no descartaban la existencia de una minoría árabe que sería respetada en todos sus derechos tanto civiles como políticos, lo que por muchos fue denominado un Estado binacional. Simplemente se pretendía establecer que la cara visible del Estado de Israel iba a ser la comunidad judía, como se daba incluso en muchos casos de Estados contemporáneos.
El sionismo siempre defendió el derecho histórico que tenían los judíos de volver a la tierra prometida, lo que se denominó “derecho de retorno”. Este derecho prioritario a establecer un Estado judío en tierras palestinas se basaba, supuestamente, en la presencia primigenia del pueblo judío en esa tierra. Su justificación, además de política -como vimos con anterioridad en la explicación de nación o comunidad orgánica- era de carácter topográfico, ya que consideraba que la solución para el problema judío era “el asentamiento de los judíos en su patria histórica y el candidato obvio para tal patria era por supuesto Palestina (Tierra de Israel), con sus variadas resonancias para el pueblo judío” (Ídem, p. 68). El hecho de presentar esta tierra como patria histórica tenía dos consecuencias directas: la primera era que en el mundo había un pueblo sin un Estado –aunque había muchas comunidades en la misma situación-, residiendo por lo tanto en un Estado (o varios) ajeno a él; por esa razón se enfrentaba a los claros problemas de asimilación y de rechazo –el antisemitismo-. La segunda consecuencia era que esta patria de carácter histórico con derechos inalienables dejaba en segundo plano a los árabes residentes en esos territorios desde siglos antes. Según esta teoría, los árabes autóctonos palestinos, a diferencia de los judíos, no eran una comunidad separada con características propias –como sí lo eran los judíos residentes allí-, con un pasado en común y un futuro por delante, sino que, por el contrario, pertenecían a una nación superior –la nación árabe sin estado- en la que las tierras palestinas propiamente dichas no tenían ningún significado específico. Este argumento justificaba el derecho de congregar a todos los judíos del mundo en sus tierras, las tierras de Palestina, para poder conformar un Estado-nación de carácter predominantemente judío, en el cual sin duda estaba permitido el asentamiento de otras comunidades, las cuales tendrías los mismos derechos que los judíos, pero solamente constituirían una minoría.
A partir de 1881 la historia de los judíos dio un giro copernicano, y ello en buena medida se debió a un renacimiento del antisemitismo en países como Rusia, Alemania, Francia y Austria. Los pogromos realizados en Rusia en ese año, luego del asesinato del zar reformista Alejandro II el 13 de marzo y la ascensión al trono de Alejandro III, marcaron el comienzo de un acoso que se prolongó por más de tres años. Las leyes de marzo de 1882 significaron la separación de los judíos de sus tierras y la limitación clara de sus derechos. Pero el antisemitismo fue de vasto alcance: la Okrana, policía política imperial, creó en 1903 el grupo terrorista llamado “Centuria Negra” que se dedicó a organizar salvajes matanzas contra la población judía bajo el lema “Golpea al Judío y salva a Rusia”.
El flujo migratorio producto de las persecuciones muestra cifras espectaculares: entre 1881 y 1914 alrededor de 3 millones de judíos abandonaron Europa Oriental para buscar una mejor vida. Del total de los emigrados, las dos terceras partes tuvieron como destino Estados Unidos, mientras que el tercio restante buscó opciones variadas, como la Argentina, Australia y Canadá, entre otros.
Luego de los trágicos acontecimientos de 1881 –las persecuciones en el sur de Rusia conocidas como “las tormentas del sur”- comenzaron a surgir en el seno de la sociedad judía organizaciones nacionalistas de jóvenes que abogaban por la unificación de la comunidad judía en su propia patria, la tierra de Israel. Dentro de estos intentos de formular una ideología nacional sionista fue fundamental el ensayo de Iehuda Leib Pinsker (1821-1891) titulado “Autoemancipación”. En ese escrito, el autor –uno de los principales ideólogos de la “cuestión judía”- considera como base del problema el hecho de que la dispersión por el mundo se tradujo en la existencia de una minoría incomprendida situada en medio de distintos pueblos. La solución era entonces la autoliberación de los judíos en su propia patria dejando de peregrinar por todo el mundo. Es importante aclarar que Pinsker no pensó exclusivamente en la tierra de Palestina: debido a la terrible situación de los judíos en Europa oriental, era preciso encontrar una solución inmediata; de allí propuestas como la instalarse en Uganda.
En la fase de gestación del movimiento sionista tuvo también suma importancia la figura de Nathan Birnbaum (1864-1937), considerado por muchos como el primer expositor de las ideas culturales del sionismo a partir de sus escritos en un periódico judío de Viena, Selbstemanzipation (Autoemancipación), en el que expuso que el movimiento nacional judío debía llegar a ser una fuerza política y hacer reconocer los derechos del pueblo judío en Palestina.
Más allá de los aportes de los teóricos citados, Theodore Herzl (1860-1904) –periodista austriaco judío- es considerado como el auténtico organizador del movimiento sionista. Este prestigioso periodista, perfectamente asimilado a las costumbres y usanzas de su país natal, fue testigo presencial del famoso caso de Alfred Dreyfus, capitán del ejército francés de origen judío, acusado de espionaje y alta traición a Francia en favor de los intereses alemanes. Esta falsa acusación conmocionó a una parte importante de la sociedad francesa y Herzl pudo observar las manifestaciones callejeras del pueblo convulsionado por los acontecimientos, mostrando un antisemitismo irracional. Ante estos hechos, Herzl comprendió la necesidad de resolver la cuestión judía, planteando esa solución en su famoso libro llamado “El Estado Judío” (Herzl,1895). Si bien es considerado padre del movimiento sionista, en sus comienzos Herzl no fijaba exclusivamente su vista en Palestina y en el monte Sión: “Que se nos otorgue la soberanía sobre una parte del planeta lo bastante grande para satisfacer las justas exigencias de una nación; lo demás lo haremos por nosotros mismos”.
Incluso entre sus planes se encontraba la posibilidad de adquirir tierras en la Patagonia argentina, en el territorio de Uganda -que por ese entonces era parte del Imperio británico- o en Kenia. donde los británicos en 1903 le ofrecieron al movimiento sionista más de 10.000 Kms cuadrados. Su sionismo fue manifiestamente político, ya que las formas que planteaba para la consecución de sus objetivos eran políticas y diplomáticas. Consideraba el problema judío como un problema a escala internacional, y por lo tanto sostenía que la solución a esta crisis sólo podía alcanzarse por medio de acuerdos diplomáticos con los grandes dirigentes políticos mundiales, como el emperador alemán y el sultán turco, con el objetivo último de lograr una posible legitimación de la inmigración judía en las tierras palestinas manifestándose contrario a las posiciones que hablaban de infiltración y colonización sin ningún tipo de garantías:
Herzl optaba por esta estrategia, firmemente apoyada por una gran parte del movimiento sionista, porque estaba convencido de que los indígenas árabes residentes en tierras palestinas desde hacía muchas generaciones no iban a estar de acuerdo con la inmigración en masa de judíos, por lo que era imprescindible una legitimación internacional para lograr los objetivos deseados. El aporte principal de Herzl a la causa judía fue la idea de la fundación de un Estado para el pueblo judío; su trabajo fue la expresión en términos políticos –la formación de una entidad estatal moderna- del deseo místico de la comunidad judía en diáspora. Su ímpetu y fuerza de voluntad animaron a un movimiento nacionalista cada vez más estructurado y abocado a la conformación de un Estado judío en las tierras de Palestina.
Entre el 29 y el 31 de agosto de 1897 logró convocarse el primer Congreso Sionista Mundial en Basilea (Suiza), cuyo principal objetivo era la unificación de de todas las organizaciones sionistas del mundo. A este primer Congreso asistieron 200 delegados de países de todo el mundo y de él surgió lo que para muchos fue el texto fundador del movimiento sionista, en el que se establecía como patria para el pueblo judío la tierra de Israel (De Langhe, 2003).
En el primer Congreso se creó la Organización Sionista Mundial, encargada de agrupar a todas las instituciones que en cualquier lado del mundo –sea la misma Palestina o cualquier otro sitio- apoyaran la creación del Estado judío. La organización se encargó de convocar a los sucesivos congresos mundiales: tanto el II (1898) como el III (1899) tuvieron lugar en Viena. Lo destacable del II Congreso fue, a pesar de la insistente negativa de Herzl, la decisión explícita de estimular la colonización en territorio palestino aunque no fueran establecidos acuerdos diplomáticos ni garantías políticas. El IV Congreso (1900) fue convocado en Londres y el V (1901) nuevamente en Viena. En este último se organizó la Banca Nacional Judía y “se adoptó el principio de rescate sistemático de la tierra en Palestina con la creación del Keren Kayemeth LeIsrael”, o Fondo Agrario Nacional.
En 1903, se celebró el VI Congreso Sionista donde nuevamente se planteó como una posibilidad el establecimiento del Estado Judío en el territorio de Uganda. Este supuesto cambio de planes de debió fundamentalmente a la necesidad de salvar a los judíos rusos que estaban siendo exterminado por los pogroms que tuvieron lugar en Kisinev (1903), una de las peores matanzas perpetradas por las “Centurias Negras”, donde murieron 45 judíos, muchos quedaron heridos y cientos de ellos fueron expropiados. Sin embargo, este plan fue rechazado por la mayoría del movimiento considerando como única opción para el asentamiento judío la tierra de Palestina: no hay sionismo sin Sion.
En 1904 muere Herzl, y si bien hubo una crisis interna entre posible sucesores del carismático padre del movimiento –los candidatos eran Willard I. Zangwill, considerado pro-occidental y Chaim Weizmann, representante del judaísmo ruso- para el VII Congreso convocado nuevamente en Basilea (1905), esta crisis fue superada estableciéndose por un lado que el líder del movimiento era Weizmann, y además que el principio fundamental del movimiento era la formación de un Estado Judío en tierras palestinas.
Paralelamente a la colonización sionista comenzaron a fundarse colonias obreras. En 1908 aparecen las primeras aldeas cooperativas llamadas mochavin, pero luego de dos años de preparación en 1910 se funda en Um Junieh Degania el primer kibutz. Según Weinstock, la búsqueda de vías alternativas y originales de colonización obrera se debió a las experiencias desdichadas pasadas en las que las granjas sionistas habían sido dirigidas por un jefe, situación que provocó reiteradas huelgas.
Al llegar a la Primera Guerra Mundial, el sionismo era la clara expresión del nacionalismo judío, y a pesar de algunas diferencias internas estaba fuertemente estructurado y organizado.
Judaísmo versus sionismo
Con el surgimiento del sionismo a finales del siglo XIX, la comunidad judía sufrió un gran cisma. Este se presentó a sí mismo como un movimiento de liberación del pueblo judío frente al antisemitismo creciente en el mundo; sin embargo, esta visión totalizadora no fue compartida por el conjunto de la comunidad judía. Por el contrario, recibió la condena y el rechazo de sectores influyentes dentro de ella. La oposición judía al sionismo fue –y aún hoy sigue siendo- muy amplia, e incluyó en ese entonces: movimientos modernistas e ilustrados asimilacionistas, como la Alianza Israelita Universal, tendencias socialistas y comunistas, y los grupos religiosos ortodoxos.
Los grupos progresistas, estaban fundamentalmente en contra del carácter utópico del movimiento. Para ellos ya era demasiado tarde para intentar agrupar a millones de judíos del mundo, que tenían una vida organizada y hasta puestos de poder, en una porción de tierra. “La humanidad estaba avanzando hacia la asimilación, el cosmopolitismo y la cultura mundial” (Laquer, 2003). El avance económico y social tendía cada vez más a borrar las diferencias nacionales; ir en contra de la historia era calificado como utópico y reaccionario.
En segundo lugar, las tendencias socialistas y comunistas, que desde una perspectiva cuasi filosófica coincidían con la vertiente progresista en la crítica que le hacía al sionismo, pero diferían en el proyecto de base. “No solo la aculturación comunista, sino también la asimilación en las filas de la izquierda supuso una contrafuerza poderosa frente al sionismo, que propagaba los principios del internacionalismo y del universalismo” (Karady, 1999). Cuando el proyecto sionista comenzó a desplegarse, estos grupos lo acusarán de “imperialista” y “colonizador”, similar e incluso peor que cualquier empresa realizada por las naciones europeas, y cuyo único objetivo era obtener el aval de las grandes potencias para lograr sus objetivos.
A la vertiente laica-progresista y de izquierda se le sumaron los grupos religiosos más ortodoxos, que consideraron que el discurso sionista hacía una lectura tribal de la Biblia para justificar bajo pretextos religiosos una estrategia imperialista y colonizadora. La interpretación que realizaban los sionistas de los Textos Sagrados generó un repudio de amplios sectores religiosos, ya que en su visión representaba una negación de la tradición judía, concibiendo a este movimiento como una amenaza “implacable y frontal” al judaísmo. Fue así que, paralelamente al fortalecimiento del sionismo se gestó un movimiento dispuesto a contrarrestar la propuesta de Herzl: “(…) la pretensión de T. Herzl, de representar al pueblo judío como una totalidad irrita tanto a las autoridades rabínicas como a los notables de las comunidades” (Rabkin, 2008). En 1897, se convocó una conferencia en Montreal a propuesta del rabino Isaac Meyer Sise, la personalidad judía más relevante de Estados Unidos, y en esta conferencia se alzó una propuesta de oposición radical al sionismo:
La oposición al sionismo político y a su nacionalismo se fundaba en lo esencial de la tradición judía y su fidelidad a la fe profética, expresada claramente, por ejemplo, en las palabras del rabino Hirsh, pronunciadas el 3 de octubre de 1878 y publicadas por el Washington post: “El sionismo es diametralmente opuesto al judaísmo. El sionismo quiere definir al pueblo judío como una entidad nacional (…) Esto es una herejía (citado por Garaudy, 1987)
Este rechazo frontal a la vertiente política del sionismo se justifica si comprendemos la negativa por parte del pueblo judío a cumplir durante casi veinte siglos su misión universal de volver a la tierra de Israel. La disociación entre el pueblo judío y los sionistas sobrepasaba para ellos los confines de la historia judía. Como ha quedado claro, a lo largo de la historia los judíos han demostrado de forma eficiente de qué manera un pueblo puede mantener sus tradiciones e identidad sin tener que depender de un marco estatal.
El impacto de la Primera Guerra Mundial
Si bien la guerra de 1914-18 fue de carácter europeo, tuvo consecuencias en el complejo mundo colonial: la importancia del Medio Oriente como fuente de aprovisionamiento de un elemento fundamental como el petróleo, pero también como vía de paso, hicieron inevitable que el conflicto llegara a esas tierras.
Los acontecimientos que generaron este enfrentamiento supusieron un quiebre en el mundo colonial, ya que sirvió entre otras cosas, para acelerar muchos procesos de afirmación nacional que se venían gestando. Como sostiene Grimal (1989) tanto el mensaje del discurso bolchevique como la declaración del presidente norteamericano Woodrow Wilson sobre la autodeterminación de los pueblos, fue el telón de fondo de las reivindicaciones particulares de las naciones que hasta ese entonces habían estado sometidas al control colonial.
Con los territorios extra europeos se procedió de una manera particular, ya que los catorce puntos del Wilson sólo fueron aplicados a los territorios europeos. Contrariamente a las promesas británicas hechas a los pueblos árabes, los vencedores no consideraron “oportuno” la autodeterminación de esos pueblos y por medio de acuerdos establecieron un sistema de Mandatos. Este suponía una superación del antiguo sistema colonial y marcaba, al menos en la teoría, el camino para la independencia de la zona. Se establecieron tres tipos: por un lado los orientales, denominados A; en un segundo lugar los africanos llamados B, y en un tercer y último lugar los coloniales o C, que incluían las zonas de África sudoriental y territorios del Pacífico en poder alemán hasta la guerra. Si bien el territorio árabe no fue claramente objeto de apropiación por parte de las potencias, tampoco permitía el ejercicio pleno de sus derechos por parte de sus habitantes. Esta política fue tomada por ellos como una traición y dio lugar a un gran malestar en la zona, punto de partida del panarabismo. Asimismo, la limitación del poder del Califa de Constantinopla generó un fuerte movimiento de protesta en el interior del mundo islámico que se extendió más allá del mundo árabe.
En las conferencias de paz celebradas en Paris, no participaron ninguna de las naciones que aspiraban a su autodeterminación; por el contrario, Francia y Gran Bretaña ejercieron una poderosa tutela sobre los mandatos de tipo A y B, especialmente los territorios pertenecientes al vencido Imperio Otomano, considerados de importancia estratégica. Francia a cargo de los territorios de Siria y el Líbano, e Inglaterra para la Mesopotamia y Palestina incluidos los territorios de Jordania e Israel, se comprometieron ante la Sociedad de las Naciones, a determinar y asegurar las futuras vías para la independencia. Sin embargo, la vaguedad con la que se planteó el proceso emancipatorio dio lugar a una visible lentitud; sólo el territorio de Irak logró conseguir su independencia antes de 1945.
Al intervenir en la Gran Guerra como aliado de los alemanes, el Imperio Otomano quedó situado dentro el bando perdedor; por ello, a partir de 1916 Francia e Inglaterra a decidieron comenzar a concretar la repartición de las provincias árabes pertenecientes al imperio. Así fue que por medio de acuerdos secretos firmados por el cónsul general francés Charles Picot y el diputado británico sir Mark Sykes –los llamado acuerdos Sykes-Picot, luego revisados y reconfirmados por el acuerdo de Lausana 1923-, Gran Bretaña se apoderó del este de Irak con los protectorados de Omán, Bahréin y Kuwait, lo que indudablemente le permitió aumentar su presencia en el tan disputado Golfo Pérsico, clave por su posición estratégica en la ruta hacia la India. Además, acumuló influencia en el resto de Irak, el norte de la península Arábiga y Transjordania. Por su parte, Francia acaparó para sí el Líbano, Siria y el norte de Irak. Por último, Palestina quedó bajo control británico (Kraumer, 2008)
Mientras todo esto se desarrollaba, en Siria, Irak, el Líbano y el reino de Nejdz y Herjaz (Península Arábiga), surgieron grupos que aspiraban a la formación de un gran Estado árabe independiente. En 1930 se concretó la independencia de Irak; Siria y el Líbano accedieron a una autonomía controlada en 1936, y Egipto en 1923 obtuvo la independencia formal. En la mayoría de los casos las potencias occidentales consintieron el acceso al poder de familias tradicionales que de alguna manera “juraron fidelidad” tanto a ingleses como franceses.
Por su parte, en noviembre de 1917 el ministro de Asuntos Exteriores Arthur James Balfour comunicó a los sionistas residentes en Londres que la corona británica contemplaba la posibilidad de establecer una patria nacional para el pueblo judío en territorio palestino.
La guerra constituyó un sensible freno para el avance del movimiento sionista y abrió un período difícil para la población judía residente en tierras de Israel (ishuv): de los 85.000 judíos colonos, luego de la contienda quedaron 56.000. Mucho tuvieron que abandonar esas tierras debido a las medidas adoptadas por el gobierno turco contra los judíos; otros, sin embargo, lograron soportar los malos tratos y se prepararon para luchar.
La rápida jugada realizada por el movimiento sionista británico y sus contactos con el gobierno hicieron posible ligar el futuro político del sionismo con los intereses británicos. Esta decisión fue fundamental porque fervientes activistas sionistas se encargaron de organizar brigadas probritánicas para luchar en la contienda. Pero no fueron los esfuerzos realizados por los ishuv los que provocaron la buena voluntad británica con respecto a los intereses nacionalistas judíos; fueron factores de orden estratégico. En primer término, consideraron que apoyando al sionismo lograrían influir en el sionismo americano, provocando el ingreso de los Estados Unidos a la contienda. En segundo término, apostaron por ciertos acuerdos con los sionistas, ya que consideraban decisiva su ayuda para expulsar al Imperio Otomano de la zona. En tercer lugar, pensaban que al apoyar al sionismo y eliminar a los turcos, encontraban una justificación para el abandono del compromiso contraído con Francia en 1916 por medio de los acuerdos Sykes-Picot. Por último, consideraban que una parte del cuerpo de oficiales alemán y austríaco era judío; de allí que intentaran persuadir a los oficiales de los ejércitos a desertar. Para ello lanzaron una masiva propaganda en yiddish sobre Alemania y Austria proclamando que los aliados estaban dando tierra de Israel al pueblo de Israel, y de esta forma la victoria aliada implicaría el retorno del pueblo judío.
Londres entró en contacto con la organización sionista, y más específicamente con su futuro presidente Chaim Weizmann, “el judío inglés”. Durante largos meses se establecieron negociaciones para poder redactar una declaración que implicara el claro apoyo del sionismo a la causa de la Entente a cambio del reconocimiento británico de la causa judía.
Luego de algunas tratativas, los británicos optaron por la famosa “Declaración Balfour”, en la que se establecía:
No hay duda de que esta declaración constituyó un triunfo importantísimo para el movimiento sionista; sin embargo, su trascendencia en el ámbito mundial fue relativa. De hecho, no fue la “Declaración Balfour” la que allanó el camino para la creación de Israel ya que, como veremos, fueron los ingleses los que luego intentaron obstaculizar el camino hacia la conformación del Estado judío.
Paralelamente a las negociaciones con los sionistas, los ingleses desarrollaron un intercambio entre el representante británico en Egipto, Henry MacMahon y Al -Hussein, el guardián de La Meca. El documento resultante fue la carta del 24 de octubre de 1916 en la que el Alto Comisariado prometía la creación de un reino árabe independiente de casi toda la extensión asiática del Imperio otomano, a cambio de la ayuda militar en la guerra; aunque, vale aclarar, sometido a una conexión institucional con Gran Bretaña. En un principio, las tierras de Palestina parecían encontrarse dentro del territorio ofrecido por los ingleses a Hussein, aunque en la carta, al mencionar a Jerusalén, se hablaba de garantizar la inviolabilidad internacional, lo que pareciera aludir a algún tipo de acuerdo, pero sin quedar del todo claro.
La rebelión de Hussein, estalló en junio de 1916 en el Hedjaz, costa occidental de la Península Arábiga. El objetivo era debilitar el dominio del Imperio turco sometido desde hacía dos años a fuertes enfrentamiento con los países de la Entente. Estos episodios de guerra en el desierto provocados por los árabes –entre los que destacan los hijos de Hussein, Faisal y Abdulah- con ayuda de los británicos y la intervención de Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, provocaron el debilitamiento del Imperio Otomano en tierras asiáticas. La revuelta evolucionó de forma positiva para los árabes, lo que permitió que, en octubre de 1918, Faisal lograra instalarse en Damasco –capital del reino que él creía prometido- y se proclamara Rey de los Árabes. Los límites geográficos de este reino no estaban del todo claros, pero, sin duda no incluían el Líbano y Palestina, debido a que el primer territorio fue entregado a Francia y el segundo a Gran Bretaña. Finalmente, el devastado Imperio Otomano firmó el armisticio de Mudros, el 30 de octubre de 1918, y el consiguiente tratado de paz de Sèvres en 1920, en el que el territorio turco quedaba confinado al corazón mismo de Anatolia. El resto de la Turquía asiática fue ocupado por los aliados.
El período de entreguerras
Los intereses y pretensiones de los ingleses sobre Medio Oriente cambiaron apenas finalizó la Primera Guerra Mundial. Sus objetivos estratégicos experimentaron un viraje desde una posición filosionista a otra proárabe, basándose en una política exterior mucho más realista que ética e idealista. En este nuevo contexto, el movimiento sionista consideró fundamental un acercamiento al mundo árabe y a finales de 1918 el líder del movimiento, Weizmann, se entrevistó con el emir Faisal, líder del nacionalismo árabe que, como vimos, estaba por ser coronado rey de Siria. En esos años se establecieron buenas relaciones entre los dos movimientos llegando incluso a firmarse el 3 de enero de 1919 un pacto entre ambos, en el que el emir prestaba su apoyo a la Declaración Balfour y a la inmigración judía. Incluso en una carta posterior del 5 de marzo de 1919, el emir Faisal reivindicaba los dos nacionalismos y consideraba que de hecho ambos movimientos se complementaban:
En relación con esta alianza estratégica entre una elite árabe y el movimiento sionista, Finkelstein considera que “la dependencia fundamental del sionismo con respecto a los británicos para establecer y mantener su dominio en Palestina, restringía sus opciones frente al mundo árabe” (2003), es decir que sólo podría llegar a algún acuerdo en tanto y en cuanto éste fuera funcional a los intereses británicos en la zona. En la práctica, eso significó que los sionistas pactaran con una elite árabe igualmente dependiente de los británicos –el emir Faisal- que era sumamente impopular entre su propio pueblo. “Dada la propia naturaleza del proyecto sionista –esto es, la pretensión de implantar un Estado judío excluyente en medio del mundo árabe y a expensas de los árabes palestinos- sólo de las élites árabes más corruptas podían en cualquier caso esperarse que se alinearan con él”.
Los ingleses poco a poco se desentendieron de su responsabilidad en la creación del Hogar para los judíos que estipulaba la Declaración Balfour; sin embargo, el movimiento sionista no se manejó solamente mediante una estrategia diplomática, sino que efectuó en forma paralela una política de colonización de tierras palestinas. Ya en la década de 1920, la población judía se triplicó llegando a 160.000 personas; se crearon numerosas colonias agrícolas y empresas industriales, a pesar de la política británica contraria a la inmigración judía en la zona. En octubre de 1920 se reunió la denominada Asamblea Constituyente, que sería luego llamada Asamblea Electa. Formaron parte de esta organización los representantes de los partidos políticos hasta ese entonces existentes, prevaleciendo desde un principio los partidos de corte socialista, destacándose entre los mismos el Mapai (Partido de los Trabajadores de la Tierra de Israel- Mifleget Poalei Eretz Israel), liderado por David Ben Gurión.
Para ese entonces sólo faltaba cerrar diplomáticamente el mapa de Medio Oriente, lo que se efectuó en una conferencia en El Cairo en marzo de 1921, en la que las potencias mandatarias establecieron los límites en la región de la Mesopotamia. El rey Faisal quedó con el premio consuelo de ocupar el actual territorio iraquí, mientras que su hermano obtuvo un pequeño territorio en Transjordania, donde fundó la ciudad de Amman.
Finalmente, el 24 de abril de 1922, la Sociedad de las Naciones confirmó la vigencia del Mandato Británico en Palestina. La situación allí era bien diferente a la de Irak y Transjordania, ya que Londres en este caso no podía proceder a la institucionalización de un nuevo Estado porque eso significaba inclinarse ante la fuerza numérica de los árabes.
Tres fuerzas actuaron sobre las tierras palestinas, y determinaron el futuro de la situación: 1) Gran Bretaña, que desde ese año ejerció el Mandato sobre esas tierras hasta mayo de 1948, pero que recién en 1937 reconoció la necesidad de dividir las tierras palestinas en dos estados distintos, uno árabe y otro judío. 2) Los sionistas, que desde hacía años venían organizando sus propias instituciones que luego le permitieron constituirse como Estado. 3) los árabes palestinos, representados por el Consejo Supremo Musulmán, presidido por el Muftí de Jerusalén, Hadj Amine Al Husseini, y el Partido Palestino Árabe Nacional, y más tarde por el Alto Comité Árabe creado en 1936 que, sintiéndose traicionados por los británicos, comenzó a efectuar acciones violentas contra los judíos.
Los primeros episodios tuvieron lugar en abril de 1920 con motivo de la festividad religiosa coincidente para judíos y palestinos (Yom Kippur). El Día del Trabajador de ese mismo año también estuvo teñido de violencia, lo que obligó a Gran Bretaña a enviar la primera de una serie de comisiones destinada a investigar el problema árabe-judío. La primera (1921) estuvo a cargo de lord Thomas Haycraft –de allí toma el nombre de Comisión Haycraft-, determinando que la principal causa del conflicto en la zona eran las constantes inmigraciones judías. Al año siguiente, cuando Wilson Churchill estaba a cargo del ministerio de Colonias, se publica en Londres un Libro Blanco. En él se argumentaba que nunca se había pretendido la subordinación de la mayoría árabe a ninguna autoridad sionista y se dio un paso más en la aceptación de las exigencias árabes al permitir la emigración en la medida en que fuera posible por la capacidad de absorción económica de Palestina:
En 1928 y en agosto de 1929 tuvieron lugar unas nuevas rebeliones antijudías en Jerusalén, caracterizadas por un alto grado de violencia. La nueva comisión enviada para estudiar el caso, denominada Shaw, dio lugar a la publicación de un nuevo Libro Blanco en mayo de 1930. Allí se proponía la limitación de la inmigración judía en la zona, prohibiendo además la compra de tierras por parte de éstos; esta política, sin embargo, fue rechazada por el gobierno británico.
El rechazo de este segundo Libro Blanco y la cada vez más importante inmigración judía en la zona generó un aumento del antisionismo árabe, provocando un levantamiento general convocado por el Comité Supremo Árabe, que duró desde 1936 hasta 1939. Estos casi tres años de rebelión sin frentes permanentes, fue llamada por los palestinos la Gran Revuelta. La misma consistió en el accionar fundamentalmente espontáneo de campesinos y sectores marginados de los centros urbanos, que tomó por sorpresa a la pequeña elite de dirigentes palestinos (sólo un 9% participaron, y menos de un 5% digirió acciones armadas o de guerrilla). El levantamiento, si bien fue precipitado por los desafíos y las inequidades surgidas producto del enclave judío en el Mandato, se presentó claramente antibritánico. La revuelta puso en serios aprietos a la administración británica, generando que la potencia mandataria desplegara un gran número de tropas en la zona (Kramer, 2008). Debido a que los judíos apoyaban a la potencia mandataria, pasaron a ser contendientes del conflicto. El hecho que la revuelta árabe fuera dirigida ante todo contra los británicos, “(…) tal vez sea el mejor reflejo de la actitud de los árabes respecto de la presencia sionista en Palestina (…) Creían sinceramente que el yishuv se vendría abajo en cuanto se le negara el apoyo político de la potencia mandataria” (Ben Ami, 2006).
En un primer y tentativo “alto el fuego”, empezó a redactarse el llamado Informe Peel, presidida por Lord Robert Peel, que se publicó en julio de 1937. “En el mismo se recomienda la partición de los territorios en una zona palestina y una israelí, ambas de extensión similar, parcheadas en forma de cantones para cada bando, y una faja central, bajo control de Londres que unirá Jerusalén con el puerto de Jaffa” (Bastenier, 1999). El Congreso Sionista de ese año aceptó este Plan de partición; sin embargo, los árabes no llegaron a un acuerdo.
En noviembre de ese mismo año se publicó un nuevo informe británico, redactado por la Comisión Woodhead, que proponía la demarcación de las tres zonas en que debía dividirse Palestina, de las cuales dos terceras partes les pertenecerían a los árabes. En esta ocasión no sólo los árabes rechazaron el plan de partición, sino que también los sionistas se sumaron al repudio.
Por esos días, los ingleses renunciaron finalmente a la idea de partición y plantearon la convocatoria de una conferencia en Londres que duró hasta marzo del año siguiente. Los representantes británicos se reunieron por separado con los árabes y con los sionistas, y de ambas reuniones surgió un nuevo Libro Blanco denominado Mac Donald, en el que se planteó como solución la formación de un Estado en el que los dos pueblos, el árabe y el judío compartirían una autoridad, prescindiendo de esta forma del proyecto de partición. Además, establecía que, durante el período de transición hacia ese Estado binacional, el gobierno mandatario controlaría estrictamente la inmigración y las transferencias de tierras. De hecho, el gobierno británico redujo de manera drástica la inmigración judía en la zona y limitó la adquisición de tierras confiando en poder ganarse así la simpatía de los árabes. El objetivo de Londres ante el nuevo contexto mundial era, por un lado, no traicionar sus intereses sin que por ello se complicara la situación con la diáspora judía.
La Gran Revuelta hizo patente para todos los sectores que componían el movimiento sionista, que el conflicto entre dos naciones con objetivos diametralmente opuestos era de carácter irreconciliable. De hecho, esta revuelta es considerada por muchos como el preludio de la guerra declarada entre árabes y judíos por la propiedad exclusiva de Palestina. La brutal represión de los británicos condujo a la comunidad árabe al borde del colapso y la disolución, y de alguna manera creó las condiciones para la “catástrofe” árabe de 1948. Éstos debieron pagar muy alto precio por el desafío realizado a la metrópoli: se vieron despojados de sus líderes e instituciones representativas, y debieron ver como el principal líder del nacionalismo palestino, el Mufti se viera obligado a huir del territorio.
El conflicto árabe-judío se mantuvo latente durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, cuyas consecuencias condicionaron en gran medida el desarrollo de la cuestión palestina.
¿Qué sucedía con el mundo árabe? El surgimiento del panarabismo y el nacionalismo palestino
En el Cercano y Medio Oriente, el Imperio Otomano ya había comenzado su proceso de decadencia en el siglo XVIII, debido a su incapacidad para adaptarse a los tiempos modernos. La escasa innovación y eficiencia del ejército, entre otras razones, condujo a la pérdida de Grecia en la década de 1820 y a la cada vez más frecuente intervención de las potencias occidentales en sus territorios de influencia.
Los acontecimientos que caracterizaron a la Primera Guerra Mundial supusieron un quiebre en el complejo mundo colonial ya que la contienda sirvió, entre otras cosas, para acelerar muchos procesos de afirmación nacional que se venían gestando. Tanto el mensaje derivado del discurso leninista como la declaración del presidente norteamericano Woodrow Wilson sobre la autodeterminación de los pueblos fueron el telón de fondo de las reivindicaciones particulares de las naciones hasta entonces sometidas al control colonial. De hecho, la participación activa de las mismas en la contienda mundial luchando por sus metrópolis fue lo que, en algunos lugares, les generó un empeoramiento en sus condiciones de vida. Más que nunca, los imperios se aprovecharon de sus colonias extrayendo productos de todo tipo, ya sea alimenticios o energéticos, para poder abastecer el frente de batalla. No sólo eso, sino que además se practicaron levas forzosas masivas para luchar en el frente de batalla.
El nacionalismo árabe tuvo sus orígenes a principios del siglo XX y se manifestó durante la Primer Guerra Mundial cuando el Imperio Otomano, aliado de Alemania, comenzó a perder el control sobre sus dominios árabes -ayudado por la influencia del movimiento de los “Jóvenes Turcos” que puso fin al viejo sistema de sultanato- y cuando los aliados empezaron a intervenir en el futuro de estos territorios. Terminada la guerra y firmado el Tratado de Sèvres, los árabes se sintieron defraudados al quedar destrozada su visión independentista, pues seguían sometidos al imperialismo europeo. Su rechazo del mundo occidental se vio potenciado por la influencia de la Revolución Rusa, que estaba difundiendo su mensaje antiimperialista también en el mundo musulmán.
El arabismo se basó en tres aspectos fundamentales: la lengua árabe, que aunque tiene distintas variantes, permite una unificación de la comunidad; rasgos culturales, centrados fundamentalmente en la religión islámica; y la identidad arábiga asociada a una historia común.
La aparente debilidad del nacionalismo árabe, en contraposición con el judío, deriva, como explica Fusi (2003), de los mismos factores constitutivos de su arabismo: la idea de nación moderna y la fuerte tradición islámica. Según el autor, el desafío por el que atravesaba el mundo árabe por aquellos años era “compatibilizar nacionalismo, una ideología secular, e Islam, como fundamento para construcción de estados árabes modernos y eficaces” (p. 217-218). Para 1948, el nacionalismo árabe era solo un proyecto político que todavía no había logrado manifestarse en ningún caso concreto. Recién a partir de la década de 1950, con la llegada al poder de grupos nacionalistas árabes en Egipto y Siria, el proyecto se transformó en realidad.
Como proceso paralelo se fue gestando el nacionalismo palestino. En algún sentido, los nacionalismos tanto israelí como palestino tiene ciertas similitudes: ambos se consolidaron ideológicamente en un contexto colonial y los dos fueron la reacción a la no existencia de una estructura estatal.
El mandato de Palestina, al igual que el de Siria e Irak, se conformó a partir de las anteriores provincias otomanas, y sus fronteras fueron establecidas por los poderes de los mandatarios. Al igual que Siria, el mandato de Palestina fue subdividido en dos separando a Palestina de Transjordania, que posteriormente se transformó en el Estado de Jordania. Los sectores de la elite urbana de Palestina comenzaron rápidamente a politizarse pregonando con fuerza el nacionalismo palestino: “(…) La nueva interpretación de la vida como experiencia nacional se formuló en los círculos de los clanes familiares de las principales ciudades de Palestina (…)” (Pappe, 2014). Pero en el mundo rural las cosas eran diferentes: por su lejanía y desconexión la política solo tocaba a este sector de forma marginal.
Atraídos originalmente por las reclamaciones del rey Faisal de Siria, que requería la zona de Palestina como parte del reino de Gran Siria, la elite local prestó su apoyo pero el rey Feisal fue expulsado de Siria en 1920. El gobierno británico fue el encargado de terminar de transformar a esos clanes familiares en los líderes nacionalistas palestinos. Al imponer los millet[23], se reinventó el concepto de muftí, clérigo musulmán que emitía veredictos en base a sus conocimientos. En Palestina había muchos muftíes: uno por cada ciudad importante. Los británicos decidieron nombrar a Kamil al-Husseini como el gran líder de Palestina, quien distaba mucho de profesar ideas nacionalistas, pero luego será reemplazado por su hermano Amil al-Husseini, quien se convirtió en el principal líder del movimiento nacionalista (Criscaut, 2008)
La Declaración Balfour de 1917 generó un gran rechazo por parte de la comunidad árabe palestina realizando grandes movilizaciones y revueltas. Amil fue exiliado a Transjordania permitiéndosele volver en 1921. A su regreso se consolidó como el gran líder del movimiento pero sus relaciones con el Alto Comisionado Británico lo hacían poco fiable.
El ascenso de la elite política sionista y su gran movilización generaron grandes avances en el tema judío en Palestina. La rivalidad entre ambas elites era evidente, y no sólo entre la cúpula política sino también entre las masas. Los enfrentamientos entre ambas comunidades se convirtieron en hechos cotidianos, de allí que los británicos tomaran conciencia que construir un Estado moderno en Palestina iba a ser una tarea por demás compleja, por lo que decidieron aplazar el tema. Como explica Akel:
Como estrategia para aunar fuerzas frente a los enemigos sionista y británicos que operaban en su tierra, el 25 de abril de 1935, los líderes de los cinco partidos políticos palestinos recientemente creados fundaron el llamado «Alto Comité Árabe», bajo la presidencia de Haj Amin Al-Husseini, Mufti de Jerusalén, anunciando que actuaría: “(…) hasta que se constituya un gobierno nacional responsable ante una Asamblea representativa, se prohíba el traspaso de propiedad de tierras árabes a judíos y se interrumpa la inmigración judía de la mano de la ocupación británica” (Akel). Estos partidos, cuya fuerza era relativa frente a un poderoso enemigo, con el tiempo y luego de la caída de Palestina en 1948, se fueron ensamblando en la década del ’50 en el Movimiento de Liberación de Palestina Al Fatah. Fue recién en esta era cuando la elite palestina nacionalista logró infiltrarse en términos ideológicos en el mundo rural. No obstante, era tal el atraso económico en el campo que costó mucho la identificación de las masas con esos líderes políticos que en general pertenecían a otro sector económico. Surgió un líder efímero pero idealizado con el tiempo: Izz al- Din al- Qassam, que sacrificó su vida por la causa; pero se trató de un caso excepcional.
La Gran Revuelta árabe de 1936 provocó un clima de fuerte hostilidad entre palestinos y británicos, situación que persistió hasta la Segunda Guerra Mundial. Los actos de violencia se sucedieron incesantemente y la represión británica fue dura. El resultado de estos episodios fue el exilio de al- Husseini y el aniquilamiento de todos los notables nacionalistas de cierta trascendencia. Como afirma Pappe, “el vacío resultante lo cubrieron los políticos de los Estados árabes vecinos” (2014). A partir de allí el destino de la nación palestina se asociaría con el accionar de los líderes circundantes.
En el contexto de la Guerra Fría, Estados Unidos, el gran vencedor de la Segunda Guerra Mundial, instó a Gran Bretaña y a Francia a que apresuraran el proceso descolonizador para evitar posibles revoluciones apoyadas por el bloque comunista. Los dominios árabes quedaron limitados, al norte, por el paralelo 30°, cuando sus ambiciones originales alcanzaban hasta el paralelo 37, además de verse obligados a consentir el enclave judío que tantos conflictos internacionales iban a provocar.
Para cuando se estableció el Plan de Partición y se creó el Estado de Israel (ver más adelante), los palestinos como movimiento político estaban desestructurados. El historiador israelí Benny Morris denominó al período que va de 1937 y 1948 el período de “neutralización del nacionalismo árabe,” y eso se debió fundamentalmente a las consecuencias que tuvo la revuelta árabe que dejó miles de palestinos muertos (2004). Cuando en 1947 llegó el momento de luchar contra los sionistas que empezaron a ocupar sus tierras, los palestinos ya eran un pueblo derrotado, con una marcada desventaja frente a la estructura casi estatal y bien organizada de los judíos. Entre 1948 y 1964, cuando se creó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), se creyó incluso que los palestinos, como actores independientes dentro del conflicto de Medio Oriente, habían casi desaparecido, ya que la voz contante de los reclamos, la llevaban los países árabes circundantes. Sin embargo, la derrota del 1948 inauguraría una nueva cultura del refugiado que fue base fundamental para la lucha del nacionalismo palestino.
La Segunda Guerra Mundial y La Shoah
A lo largo de la guerra de 1939-45, 6 millones de judíos fueron asesinados por el régimen nazi en la llamada “solución final”. Durante el transcurso de estas atrocidades el mundo se mantuvo callado. La política de puertas cerradas significó que los pocos judíos que lograban comprar su salida de Alemania no fueron recibidos en casi ninguna parte del mundo. Antes de la Shoah, el sionismo era solamente una de las diferentes corrientes en al interior del pueblo que intentaba buscar una solución al problema judíos; después del Holocausto, la enorme mayoría del pueblo judío se unió unánimemente al movimiento sionista, viéndolo como la única alternativa viable desde la perspectiva del exterminio (Ben Ami y Medin, 1991).
A medida que se desarrollaba la contienda, las noticias sobre el trágico destino del judaísmo europeo llegaron paulatinamente al ishuv. La nueva crisis que estaba atravesando el judaísmo convenció a los líderes del moviendo sionista de la necesidad de reformular su estrategia. Fue así que en 1942, los máximos representantes de éste movimiento en los Estados Unidos por pedido de Ben Gurión -por ese entonces presidente de la Agencia Judía-, elaboraron el denominado “Programa de Biltmore”, en el cual se postulaba la imperiosa necesidad de crear un Estado judío en Palestina. Al mismo tiempo, se exigía la apertura inmediata de las fronteras en Palestina, para permitir el ingreso de inmigrantes.
La radicalización del movimiento sionista, manifestada en el cambio que se produjo en Biltmore, congreso en el que se estableció la definitiva supremacía del sionismo político más nacionalista sobre cualquier otra organización judía del mundo, incluido el sionismo religioso universalista, suscitó una oleada de protestas. Anteriormente en 1938, Albert Einstein, ya había condenado esta orientación:
Ante las iniciativas del sionismo político, existió en Estados Unidos una minoría de rabinos y judíos laicos que trató de reaccionar. Fue así que en agosto de 1943, 92 rabinos se reunieron en Atlantic City para tratar de frenar a la corriente del chauvinismo sionista expresada en el programa de Biltmore. El resultado de esa reunión fue la publicación de un manifiesto en el que exponían sus principios:
Pese al intento de oposición, el extraordinario aparato de la organización sionista bloqueó cualquier resistencia a la ola nacionalista y logró obtener ese mismo año un contra manifiesto firmado por 818 personalidades en el que negaba que el movimiento sionista fuera un movimiento secular. Este viraje en la opinión de la mayoría de los judíos sólo se puede comprender en el contexto histórico donde se desarrolló: las persecuciones del nazismo y la estratégica utilización por parte del sionismo del antisemitismo reinante en todo el mundo.
En territorios palestinos se intensificaron las luchas contra los ingleses debido a la creciente indiferencia que éstos mostraban respecto del problema judío. En esta lucha tomaron parte grupos extremistas, como el Etzel (primero llamada “Irgún Tzevai Leumí”-Organización Militar Nacional) y el Lehi (“Luchadores por la liberación de Israel”). Estos grupos radicales llevaron a cabo operaciones de sabotaje contra el ejército inglés. El primero de ellos, liderado por Menajem Beguin, fue el que organizó la fuga de la prisión de Aco y la destrucción de las oficinas administrativas centrales inglesas en el “Hotel King David” el 22 de julio de 1946 en Jerusalén. La Hagana, fuerza armada de las instancias oficiales del ishuv, no estaba de acuerdo con la estrategia de ambas organizaciones y las consideraba como grupos disidentes, llegando incluso a colaborar con los ingleses en la detención de partidarios de esos grupos. Pero finalizada la guerra, fue tal la desilusión de la población judía, incluyendo a los líderes del ishuv, que ellos mismos y su organización militar se pusieron al frente de la lucha contra el imperialismo británico.
En el transcurso de la contienda el primer ministro británico Arthur N. Chamberlain había previsto construir una entidad política que abarcara Asia árabe, incluyendo por supuesto la zona de Irak gobernada por Faisal desde 1939. En esta especie de federación era posible la admisión de Palestina, “aunque con la difícil acomodación de la comunidad judía en el conjunto” (Bastenier, 1999). Este plan, encabezado por el entonces ministro de exteriores Anthony Eden, terminó por imponerse, constituyéndose la Liga Árabe (1944), en la que estaban incluidos: Egipto, Siria, Líbano, Arabia Saudita, Yemen y Transjordania. El plan era crear un comité preparatorio de un futuro organismo supranacional panárabe. En la primera carta de este flamante comité se incorporaba una declaración sobre Palestina:
La nueva organización supranacional tenía un poder meramente simbólico y su existencia estaba claramente determinada por su dependencia de los ingleses. Por lo tanto, si bien estas declaraciones inquietaron al movimiento sionista no tuvieron mayor repercusión.
La Segunda Guerra Mundial, puso de manifiesto la debilidad de las naciones colonizadoras y de su sustento ideológico. El escenario bélico se extendió a casi toda la esfera planetaria implicando no sólo la devastación del mundo occidental sino también la de Asia y África. En un primer momento, los ya no tan grandes imperios intentaron permanecer con sus dominios e incluso tratar de adquirir más, pero la fuerza de los movimientos emancipatorios e independentistas frenó sus intenciones. Las dos nuevas potencias resultantes del conflicto, la URSS y Estados Unidos, convinieron en la necesidad de modificar o reemplazar las viejas formaciones coloniales por un nuevo tipo de orden. En el caso de los Estados Unidos, la necesidad de terminar con los viejos imperios se planteó como una cuestión meramente económica: la posibilidad de ampliar mercados sin que existieran privilegios ni barreras aduaneras como en la época imperial. En el caso de la Unión Soviética, su anticolonialismo coincidía con los principios del marxismo- leninismo. Durante la contienda y los años posteriores a la misma, la URSS se mostró al extremo reservada frente a los nacionalismos, fundamentalmente por cuestiones diplomáticas. Pero cuando en 1947 se produjo la ruptura con el Occidente, el anticolonialismo se transformó en uno de sus bastiones contra el mundo capitalista.
La creación del Estado de Israel
La llegada al poder del Partido Laborista en Gran Bretaña en julio de 1945, que había manifestado posiciones claramente pro-sionistas, despertó grandes esperanzas en toda la comunidad judía y especialmente en sus partidos socialistas. Pero la desilusión no tardó en llegar: el primer ministro Clement Attlee y los laboristas, mantuvieron e incluso exacerbaron la política antisionista de sus antecesores conservadores. Esta nueva decepción vino acompañada de una reacción; la Hagana se unió con el Etzel y el Lehi en el marco del Movimiento Judío de Resistencia.
La política británica con respecto a la cuestión judía quedó claramente demostrada, cuando Ernest Bevin, ministro de Relaciones Exteriores, el 3 de noviembre de 1945 estableció que los refugiados judíos debían quedarse en Europa y dispuso que no se cambiaría la cuota de 14.500 inmigrantes anuales, incluso rechazando el pedido del presidente norteamericano Harry S. Truman de aumentar esa cuota a 100.000. Por último, y para que no hubiera dudas, declaró que en Palestina debía crearse un Estado palestino y no un Estado judío.
De acuerdo con estas declaraciones, no es difícil entender cómo el período que va desde la finalización de la guerra hasta 1948, años en que se crea el Estado de Israel, estuvo marcado por una tenaz propaganda sionista en contra del Mandato británico. El sentimiento de traición los llevó a presionar sobre el gobierno norteamericano con la intención de obtener lo que se le había prometido en la Declaración Balfour, mientras de forma paralela continuaban con la colonización de las tierras y las inmigraciones clandestinas, que no habían cesado durante el transcurso de la contienda.
El 1 de mayo de 1946 una comisión estadounidense publicó unas conclusiones en las que recomendaba la inmigración inmediata de 100.000 refugiados judíos y la suspensión inmediata de las restricciones a la venta de tierras a los judíos en Palestina (Ben Ami, S y Medin, Z., 1991). La reacción de los ingleses fue el rechazo total a esas recomendaciones, lo que provocó una fuerte oposición en el Movimiento de Resistencia Judía, que hizo explotar en junio de ese año los puentes que comunicaban los territorios de Palestina con los demás países limítrofes. Ante estos atentados, los ingleses respondieron con el llamado “Sábado negro”, en el cual detuvieron a todos los miembros de la Agencia Judía que se encontraban residiendo en Palestina y a otras miles de personas sospechadas de alguna participación en las fuerzas armadas judías. La respuesta de los sionistas fue el atentado antes mencionado a la sección del “Hotel David King”, donde se encontraban las oficinas del gobierno central mandatario.
Ante esta escalada de violencia, el gobierno británico consideró preferible transferir la solución del problema a las Naciones Unidas. Así, a finales de abril de 1947, se convocó una sesión extraordinaria de la Asamblea General de las ONU, con la intención de tratar el problema palestino. En ella incluso la Unión Soviética manifestó su apoyo a la causa judía; fue así que se creó una comisión especial que incluía once países con el objeto de estudiar el problema y proponer una posible solución. Las distintas proposiciones presentadas se inclinaban a la formación de dos Estados, uno judío y otro árabe, en tanto que Jerusalén quedaría bajo jurisdicción internacional. A finales de noviembre de 1947 se aprobó la partición del territorio palestino, por una mayoría de 33 votos (entre los que se encontraban los Estados Unidos y la Unión Soviética) contra 13 (compuesto fundamentalmente por países árabes como Egipto, Siria, Líbano pero también Grecia, Cuba y la India) y 10 se abstuvieron (entre ellos Gran Bretaña y Argentina). La resolución Nº 181 aprobada por la Asamblea General de la ONU, relativa al reparto de Palestina estipulaba:
El Plan de Partición otorgaba a los árabes la Franja de Gaza y una pequeña zona del Neguev limítrofe con la península del Sinaí, parte de Galilea con más de la mitad del curso del Jordán y una porción de terreno junto a las fronteras con el Líbano. Israel recibía por su parte una amplia zona del Mediterráneo, la mayor parte del Neguev, con salida al mar Rojo, la franja al oeste del Jordán; importantes puertos de Jaifa y Jerusalén quedaba bajo tutela internacional. En total la partición entregaba a los judíos el 57 por ciento del territorio y a los árabes un 43 por ciento (Tilley, 2007). Tel Aviv fue declarada la capital provisional del flamante Estado desde 1948 a 1950, no sólo como consecuencia del Plan de Partición sino como clara presencia del ala más progresista del sionismo que trataba de distanciarse del conservadurismo religioso rabinístico que presionaba por Jerusalén, transformándola en el paradigma de la modernidad en Israel.
En mayo de 1948, los Estados Unidos y la Unión Soviética las dos principales potencias protagonistas de la Guerra Fría pese a sus diferencias en otros conflictos internacionales, decidieron apoyar la conformación de una nueva organización política, denominada Estado de Israel. Existen distintas explicaciones para esta inédita coincidencia ruso-americana aunque todas parecen apuntar a dos razones principales: la primera se relaciona con el Holocausto y el posterior lobby judío, que constituyeron fue una causa fundamental para la casi unánime aceptación mundial de esta flamante entidad política en el medio del mundo árabe (Pappe, 2014). En relación con esta creencia, Finkelstein asegura, no obstante, que tal lobby no tuvo éxito en el caso norteamericano. En su polémico libro titulado La industria del Holocausto (2000) el autor sostiene la hipótesis de que los Estados Unidos en general, pero la comunidad anglo judía en particular, desoyeron los reclamos del sionismo en torno a la creación de un Estado independiente. Al parecer, según Finkelstein, Medio Oriente no fue un interés prioritario en las planificaciones estratégicas de Estados Unidos hasta 1967. Eisenhower se esforzó durante esos años en equilibrar el apoyo de Israel (por el voto judío) y a los países árabes (de acuerdo a los intereses del Departamento de Estado).
Un segundo factor que influyó de forma destacada en las negociaciones fue sin duda la situación geoestratégica de la zona medio oriental: las dos potencias triunfantes, aunque todavía tímidamente, se estaban dividiendo sus aéreas de influencia y esos territorios eran apetecibles para ambas. De allí que intentaran desplegar al máximo su estrategia de alianzas, buscando influir en el nuevo Estado.
En el caso particular de Rusia, los investigadores trataron de explicar el apoyo brindado a la causa judía-sionista por parte de los soviéticos, autores como Dagan (1970) y Golan (1990) parten de la idea de que el apoyo brindado por los rusos a la causa judía se debió fundamentalmente a aspectos de corte ideológico: por un lado, la solidarización con la comunidad semita por los sufrimientos atravesados; por otro, como consecuencia, la presión de los partidos comunistas mundiales.
Otras explicaciones brindadas por Dagan, y sostenidas en la época por la Unión Soviética, refieren a la desconfianza que generaban los regímenes árabes, ya que años atrás habían apoyado al Eje (Dagan, 1970). Asimismo, esa desconfianza se basaba en el hecho de que después de finalizada la guerra este sector del mundo árabe había optado por apoyar la causa británica en los conflictos de esta potencia mandataria con los pueblos árabes y judíos. La opción de la partición y el apoyo a la causa judío era, a corto plazo, la estrategia más rendidora para los soviéticos si se considera que su objetivo era erosionar el poder británico en la zona:
De allí que, con la intención de penetrar en la zona, e ignorando la visión democrática y pro-occidental del sionismo, Stalin decidió enviar una considerable asistencia a los judíos en la primera guerra palestina desde Checoslovaquia, incluso antes de que los comunistas checoslovacos se hicieran del poder en Praga (Mastny, 1996).
El fuerte apoyo brindado a la causa sionista por parte de muchos judíos del mundo, como lo hizo parte de la comunidad judía soviética, alarmó a los líderes del Kremlin. Personalidades destacadas, festejaron el surgimiento del nuevo Estado judío declarando incluso que ya tenían un estado ellos también como comunidad (Zubok, 2007). Durante la guerra, Stalin arrestó a judíos conocidos, como la esposa de Molotov, y mandó matar a personajes de renombre como el actor Solomon Mikhoels, líder del Comité Judío Antifascista. Ello representó el primer paso de una colosal campaña contra la “conspiración sionista” que culminó años más tarde con los arrestos realizados en ocasión del denominado “affaire de los doctores del Kremlin”.
La resolución de la ONU del 29 de noviembre de 1947 que dividió a Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, fue una gran victoria para los sionistas, ya que habían logrado crear un Estado reconocido internacionalmente:
El apoyo al Plan de Partición por parte de Ben Gurión y los judíos fue una maniobra táctica; lo que estaban haciendo, de alguna manera, era ganar tiempo para preparar sus tropas como para poder luchar contra sus vecinos árabes. Como explica Warschawski (2002) “el único Plan de Partición en la política de Ben Gurión era la partición del futuro árabe entre Israel y el Emirato de Transjordania”.
La estrategia árabe se encontraba en las antípodas de la judía:
Fue así que, sin siquiera dudarlo, rechazaron de base el plan votado en la ONU; la Liga Árabe se negó a aceptar la formación de un Estado judío en tierras palestinas, anunciando que llegado el caso recurriría a medios violentos; argumentaban que la creación de este nuevo Estado era para resarcir a los judíos de los horrores cometidos contra ellos por la Alemania nazi y la Europa cristiana.
Por lo tanto, en un contexto de gran incertidumbre, en mayo de 1947 comenzaron los enfrentamientos entre árabes y judíos. Vale aclarar en este punto que las ofensivas llevadas a cabo por los árabes y más específicamente por la Legión Árabe –milicias entrenadas por los británicos- sobre la población civil inocente, dieron comienzo a un ciclo de violencia injustificada. La Hagana por su parte, dio órdenes a todos los judíos que por ninguna razón abandonaran sus tierras. En los alrededores de la ciudad de Jerusalén se llevaron a cabo varios enfrentamientos sangrientos.
La “guerra de independencia” o “Naqba”
Tras varias semanas de defensa ante los ataques árabes, la llamada havlaga (política de contención, abstención de la violencia que venían ejerciendo de distintos modos desde hacía varios años), los sionistas pasaron a la ofensiva en febrero de 1948, en lo que ellos denominaron la “guerra de la Independencia” y lograron dominar casi todo el territorio asignado por la resolución de la ONU y aún más. Para los judíos “la guerra fue una guerra defensiva y una guerra de Independencia; sin embargo “la guerra no fue más que una guerra de agresión a cargo de las fuerzas judías contra los indefensos árabes de pueblos y pequeñas villas” (Cattan, 2005). El éxito de esta guerra es aún hoy en día resaltado en la historia canónica de los israelíes: Ben Gurión solía describir a la guerra de 1948 como la victoria de unos pocos contra muchos, o metafóricamente, la batalla entre David y Goliat. Sin embargo, un gran problema seguía sin resolverse: el gran número de población árabe residiendo en el futuro Estado judío, ya que “Palestina no era, como algunos creían, una tierra sin gente, sino una irresistible mayoría árabe” (Ben Ami, 1999).
Existe un debate historiográfico importante respecto del éxodo masivo de árabes palestinos (700.000) de tierras “judías” ocurrido durante la guerra de 1948. El hecho que esta importante cantidad de población de etnia árabe emigrara masivamente de tierras que próximamente iban a pertenecer al gobierno israelí, y considerando las intenciones originarias del movimiento sionista con relación a la idea de formar un Estado mayoritariamente judío –sostenido por los grandes líderes sionistas durante la década del 30[29]- ha generado a lo largo del tiempo una serie de dudas respecto a las causas que originaron la emigración. Las fuentes oficiales sionistas consideran que el éxodo se debió a órdenes de los propios líderes árabes que, confiados en su victoria, pidieron que se allanara el territorio. A esta visión la llamaremos la historia oficial o como dice Shlaim la versión popular heroica y moralista, aquella que es enseñada actualmente en las escuelas israelíes (Shlaim, 2003, p.125). Sin embargo, en los años ochenta un grupo de jóvenes historiadores israelíes, denominados por el ámbito académico los “revisionistas israelíes” o “nuevos historiadores” (idem, p. 125), comenzó a cuestionar la historia canónica del Estado de Israel. Sus obras contienen importantes descubrimientos basados en archivos hebreos. Entre ellos los más destacados han sido Simha Flapan (1987) y Benny Morris (1990): este último sostiene la teoría de que en la guerra de la Independencia se crearon cuatro mitos que carecen de base empírica pero que han logrado perdurar a lo largo del tiempo. Esos mitos son: que la población judía de Palestina aceptó satisfecha la partición propuesta por la ONU y que los palestinos y árabes próximos impugnaron la partición y atacaron a la población judía con el objetivo de arrojar al mar a los judíos; que la guerra fue entre los judíos comparativamente indefensos y débiles y unos países árabes fuertes; que los palestinos abandonaron sus hogares voluntariamente –o sea sin razones justificadas- siguiendo las órdenes de los líderes árabes-; que al terminar la guerra Israel estaba interesada en alcanzar la paz, pero los árabes prefirieron continuar con la guerra.
Morris se ha propuesto investigar en profundidad las causas del éxodo en cada una de las 369 localidades árabes de la zona para finalmente concluir que en 228 de ellas éste se debió al ataque de las fuerzas judías mientras que en 90 lo hicieron por pánico. Morris comprobó que términos o nociones como “allanamiento”, “expulsión”, “desalojo” o “arrasamiento” figuraban en todos los archivos israelíes (Morris, 1990). Sin embargo, considera que no existió un plan deliberado por parte del sionismo de provocar una fuga, sino que cada uno de los oficiales al mando operó según su criterio:
Como plantea Bastenier (1999) lo nuevos historiadores consideraron el éxodo de árabes producto de la guerra misma sin ninguna intención premeditada. “Solo una pequeña parte de las expulsiones corrieron a cargo del Haganah y no fueron deliberadas sino medidas ad hoc dictadas por las circunstancias militares” (p. 88). Estas conclusiones –llamadas por Finkelstein (2003) “el mito del término medio” – de algún modo exoneran a Israel de cualquier tipo de culpa real por la catástrofe que afectó a la población indígena palestina durante 1948.
Sin embargo, como ha documentado el mismo Finkelstein (2003), refiriéndose a las investigaciones realizadas por Erskine Childers – y apoyado por autores como Bastenier, Pappé, Ben Ami-, el seguimiento exhaustivo de las radios israelíes de la época determina que con órdenes sólo verbales o acciones terroristas, fueron los sionistas los que provocaron la desbandada. Como explica Pappé (2014) “(…) la Agencia Judía sabía exactamente lo que hacía y tenía los medios para llevar a cabo su política; en realidad sus fuerzas superaban en número a sus opositores árabes (…)” (p. 15). El padre fundador de Israel, David Ben Gurión, sostuvo desde los comienzos una actitud decididamente belicista y consideraba que “(…) la guerra no consistía tan solo en la supervivencia del pequeño Estado judío, sino en la conquista, posesión y colonización de la tierra (…)” (Ben Ami, 2003). Asimismo, como se ha podido comprobar con el tiempo “la guerra se cifró menos en los combates que en la expulsión de la población: el objetivo era dejar Palestina sin palestinos. La persuasión, la propaganda y el terror fueron los medios empleados a tal fin” (ídem, p. 15). Toda esta política de terror aplicada por el ejército oficial de la Agencia Judía nunca fue declarada de forma pública y mucho menos castigada. Los altos mandos civiles y militares fueron los encargados de acallar todos estos hechos, que trajeron como consecuencia la expulsión de 700.000 palestinos, lo que los palestinos llaman Naqba- incluso autores como Pappé (2008) se atreven a hablar de una “limpieza étnica” – y el surgimiento del problema de los refugiados:
Para fines de marzo, Ben Gurión, anunció oficialmente a las Naciones Unidas que en esos días se crearía un gobierno provisional en la ciudad de Tel Aviv, conformándose de esta manera una Asamblea Nacional integrada por 36 miembros, y un ejecutivo con Ben Gurión al frente, con otros 13 miembros.
Fue así que el 14 de mayo de 1948, horas antes de que los británicos se retiraran de tierras palestinas como ya lo habían declarado, Ben Gurión, anunciaron por la radio en Tel Aviv el nacimiento del Estado de Israel:
En esta misma declaración de la independencia también se señaló el retorno de los pioneros y la tarea de la reconstrucción:
A partir del 19 de mayo de ese año, el Consejo Nacional votó las leyes fundamentales que permitieron la institucionalización y el funcionamiento del flamante Estado, al mismo tiempo que delinearon el futuro sistema político. En enero del año entrante, el pueblo judío eligió una Asamblea constituyente y legislativa, la llamada Knesseth, que se reunió en febrero y declaró de manera unilateral que Jerusalén era la capital del Estado. En esa misma asamblea juraron el presidente Chaim Weizmann y el primer ministro David Ben Gurión.
En el mismo día de la declaración de la Independencia se pusieron en marcha los ejércitos de los países árabes circundantes dando comienzo a la primera guerra general árabe-israelí, que se prolongó desde el 15 de mayo de 1948 hasta el 6 enero de 1949. La contienda se libró simultáneamente en varios frentes: en el norte participaron los ejércitos sirio-libanés y el Ejército de Liberación Árabe; en el centro, la Legión Árabe de Transjordania y las fuerzas de Irak y del Ejército de Liberación Árabe, y en el sur, Egipto y otras fuerzas árabes. De forma simultánea, continuaban las batallas en la ciudad de Jerusalén. Sin embargo, rápidamente se puso de manifiesto la escasa coordinación de las fuerzas árabes.
En la primavera de 1948, algunos sionistas destacados solicitaron a Moscú que enviara unos 15.000 voluntarios soviéticos judíos a Palestina para ayudarlos en la guerra contra los árabes, prometiéndoles como recompensa considerar los intereses soviéticos en la zona. Oficiales y expertos reaccionaron con gran escepticismo, la visión que prevalecía era que por las características del movimiento se iba a decantar por el lado de Estados Unidos. Sorpresivamente, Stalin dejó de lado su antisemitismo y autorizó una asistencia militar masiva para los sionistas vía Checoslovaquia, y en mayo de 1948, antes de que terminara la primera guerra árabe-judía, la Unión Soviética reconoció de jure el Estado de Israel incluso antes que los Estados Unidos.
El 7 de enero de 1949 se dio por finalizada la contienda cuando las Naciones Unidas impusieron una nueva y definitiva tregua. Las negociaciones comenzaron el 12 de enero en la isla de Rodas. El primer país árabe en aceptar entablar negociaciones de paz con Israel fue Egipto; después de éste, los otros países siguieron el mismo camino. El acuerdo firmado entre Egipto e Israel fijó las líneas del frente militar como las fronteras del armisticio, mientras que la Franja de Gaza quedó bajo la administración egipcia, concentrándose en la zona más de 100.000 refugiados palestinos (Pappé, I. 2014). A este primer acuerdo siguió la firma de los armisticios con los restantes países árabes: primero se hizo con el Líbano, debiendo retirarse las tropas israelíes de territorio libanés; luego fueron los acuerdos firmados con Transjordania, y por último con Siria. Irak por su parte se negó a formar parte de las negociaciones, y simplemente retiró sus tropas de la zona palestina (Kramer, 2008).
De esta manera llegaba a su fin la “guerra de la independencia” del Estado de Israel; cuando ésta concluyó no sólo había logrado mantener los territorios que le había otorgado las Naciones Unidas, sino incluso aumentarlos. Al final de la guerra no fueron establecidas fronteras, sino solamente líneas de alto el fuego, que, más que la paz, presagiaban, al simbolizar el no-reconocimiento del Estado de Israel por parte de los árabes, la trágica continuidad del conflicto. Asimismo, tampoco se estableció el Estado de Palestina: alrededor de 130.000 –180.000 palestinos residían en lo que sería territorio israelí para convertirse en ciudadanos israelíes; 250.000 vivían en Gaza, medio millón en la Cisjordania ocupada por Jordania y aproximadamente 100.000 en Siria y el Líbano respectivamente; la mayoría en campos establecidos en forma precipitada por las Naciones Unidas y alimentados y escolarizados con una aportación de menos de 27 dólares por persona al año (Polk, 2007). Después del conflicto árabe-israelí en 1948, se creó la UNRWA (United Nation Relief and Work Agency for Palestinian Refugee in the Near East) producto de la resolución 302 (IV) de la Asamblea General de la ONU en diciembre de 1949, con el mandato de desarrollar programas de asistencia y ayuda directas a los refugiados palestinos, tarea que ha seguido desarrollando desde que ia agencia comenzó sus actuaciones el 1 de mayo de 1950 y continúa en la actualidad. Ha proporcionado y proporciona la mayor parte de la ayuda urgente en época de guerra, así como la ayuda asistencial y humanitaria a largo plazo a un total de seis generaciones de refugiados de Palestina.