LA TERCERA ROMA
La segunda esposa de Iván III fue Sofía Paleólogo (en torno a 1449-1503), sobrina del último emperador bizantino, Constantino XI (que reinó de 1449-1453). Iván III la había elegido novia para llevar la grandeza bizantina a la corte rusa. La influencia de Sofía sobre su marido provocaría cambios significativos en Rusia durante los siguientes 400 años. Iván III incorporó el águila bicéfala bizantina al escudo de armas ruso por sugerencia suya. También incluyó ciertas tradiciones bizantinas en las ceremonias rusas, incluida la adopción de coronaciones más solemnes y religiosas. Durante este tiempo, comenzó a firmar sus documentos como «zar».
Iván III se veía a sí mismo como el heredero del trono del Imperio romano de Oriente. Creía que Moscú era la «tercera Roma», la sucesora de Roma y de Constantinopla como capital del mundo cristiano. Tres leyendas respaldaban la afirmación de Moscú de ser la «tercera Roma». La primera leyenda era la creencia de que San Andrés (muerto en torno a 60) había llevado el cristianismo a Rusia; la segunda era la conexión familiar de los zares con los emperadores romano y bizantino. La tercera leyenda establecía a la Iglesia ortodoxa rusa como sucesora de la Iglesia ortodoxa griega. Giraba en torno a la historia de que el abuelo del gran príncipe Vladimir II Monómaco (que reinó de 1113-1125), el emperador bizantino Constantino IX Monómaco (que reinó de 1042-1055), le había ofrecido al príncipe Vladimir el gobierno conjunto del Imperio bizantino y la Iglesia ortodoxa. Sin embargo, lo que la leyenda no menciona es que Constantino IX murió antes de que Vladimir se convirtiera en príncipe, por lo que esta historia no es cierta.
Dos Romas han caído. La tercera se mantiene. Y no habrá una cuarta…”.
Las palabras que el monje ruso Filoféi de Pskov dirigió en 1510 al gran duque Basilio III en Moscovia, apenas 60 años después de la caída de Constantinopla en manos musulmanas, se teñían ya entonces de la transcendencia de las profecías. El monje ortodoxo exigía al Gran Duque que se revistiera del papel que le proponía la historia: el del último bastión cristiano frente a las herejías católicas de la Europa Occidental, por un lado, y la amenaza oriental del Islam, por otro. La actual Rusia era un lugar limítrofe entre ambas realidades “¡Nadie reemplazará tu reino de zar cristiano!”, clamaba el monje. Una vocación de exclusividad que sonaba -y sigue sonando- un poco a apocalipsis.
La idea no era del todo nueva. Surgía de la creencia de que alguna ciudad, estado o país europeo debía ser la sucesora del Imperio Bizantino, como éste, unos 1000 años antes, se había alzado en heredero del Imperio Romano. Fue Constantino el Grande el primero que adoptó esta idea de transición cuando, en el siglo IV d.C., al mudar la capital del Imperio a la actual Estambul, la bautizó como Nueva Roma. Con el tiempo todo el mundo la conocería como lo que era, la ciudad de Constantino, es decir Constantinópolis. Y, cuando casi 1.000 años después, en 1453, sus murallas cayeron ante el asedio del Imperio Otomano de Mehmed II, la amenaza del islam, filósofos, religiosos y consejeros con ínfulas empezaron a buscar un nuevo imperio naciente, que se definiera por oposición a los que ya existían y que recogiera el legado del que agonizaba.
El nuevo Imperio naciente
Y muchos lo encontraron. En Moscú, una ubicación situada entre siete colinas. Como Roma. Como Constantinopla. El monje Filofei no fue el artífice de la idea. Su mérito radicó en dejar por escrito aquella vieja reivindicación de imperio de los príncipes ruríkidas que, además, con el tiempo, había alcanzado cierta legitimación historicista.
La dinastía ruríkida, que gobernaría en las estepas centrales durante seis siglos, provenía, según los historiadores, de tres hermanos de origen escandinavo, que se establecieron, en torno al siglo IX de nuestra era, en el terreno que se conoce como la Rus de Kiev. No está claro si se autoimpusieron como gobernantes o si, como asegura el mito fundacional recogido en una crónica del siglo X, fueron reclamados como príncipes por los habitantes de la zona, una confederación de tribus eslavas que no eran capaces de gobernarse a sí mismas, y necesitaban protección contra otras tribus nómadas de la estepa. Rurik y sus hermanos eran Varegos, es decir, escandinavos. De hecho, rus es una palabra de origen finés para nombrar a los remos, el medio con el que los vikingos llegaron a los más diversos puntos de Europa. La Rus de Kiev se convirtió en un estado próspero que fue haciéndose cada vez con más territorio, y -pese a las discrepancias que cada uno de ellos introducen actualmente en el relato- constituye el origen histórico conocido de los actuales pueblos ruso, bielorruso y ucraniano.
El Zar, heredero del Cesar
La admiración por Bizancio, la implantación del credo ortodoxo, la expansión del territorio, y las relaciones comerciales fueron creciendo en los siglos venideros. Y quinientos años más tarde, con Constantinopla recién caída en manos musulmanas, se produce un hecho definitivo para que la incipiente Rusia se crea legitimada a la hora de reclamar la herencia imperial romana: cuando Iván III contrajo matrimonio con la heredera del imperio bizantino, Sofía Paleóloga. Probablemente no sea una casualidad que, a partir de su sucesor, Iván IV, a quien la historia conoce como el Terrible, el título otorgado a los gobernantes autócratas dotados de un poder absoluto sería oficialmente el de Zar, la palabra rusa para César.
La influencia del concepto de la tercera Roma se ha dejado sentir en determinados momentos de la historia, imbuyendo de supremacía a la nación rusa en una concepción determinista de país elegido. Fue así tras la derrota de Napoléon en 1812, y fue así durante el zarato de Nicolás I (1825-1855), que adoptó los tres principios fundamentales sobre los que en adelante se asentaría el Imperio ruso: ortodoxia, autocracia y nacionalismo. En un artículo publicado hace unos años en EL PAIS, el escritor Carlos Fuentes ya se hacía eco de esta constante en la historia rusa que al mismo tiempo la contrapone a la tendencia occidental. “¿Dónde termina Europa y empieza Rusia?” se preguntaba, y “¿es Rusia parte de Europa o está aparte de Europa?”.
La idea de una “tercera Roma” es muy atractiva. Legitima a Moscú de mesianismo y de una misión histórica. Y le dota de una identidad propia, casi exclusiva, frente a sus vecinos. Ya en 1860 Dostoyevski escribía: “En Europa éramos rémoras y esclavos, mientras que en Asia seremos los amos. En Europa éramos tártaros, mientras que en Asia podemos ser europeos”.
Coronación de los zares
La Leyenda de Monómaco también explica el esplendor de la coronación imperial rusa y sus insignias. Según la leyenda, Vladimir Monómaco recibió las insignias imperiales de su abuelo. Macario, el metropolitano (arzobispo) de Moscú (1482-1563), diseñó el primer rito de coronación imperial ruso para la coronación de Iván IV, de 17 años, en 1547. A diferencia de las coronaciones reales francesas e inglesas, que presentaban elementos medievales que incluían tradiciones como los Pares del Reino y los Ritos de Caballería, la ceremonia rusa era de absolutismo, inspirada en los ritos bizantinos del siglo XIV. Las regalías, de clara influencia bizantina, incluían el gorro (corona) de Monómaco, un cetro y la cruz y las hombreras (barmas).
La coronación comenzó cuando Iván IV le pidió a Macario que consagrara sus vínculos hereditarios al título de zar. Macario confirmó el derecho de Iván IV al trono, luego le colocó la cruz alrededor del cuello, le puso las manos sobre la cabeza y leyó la bendición. Esto completó el acto de consagración. Luego se le coronó y recibió el orbe y el cetro. Para el final de la coronación, Macario leyó un precepto: las obligaciones del zar hacia la Iglesia y sus súbditos. La futura muerte del zar y su reinado en el cielo junto a Dios y los santos fueron reconocidos como una recompensa por su piedad hacia Dios.
La unción se añadió a la ceremonia de coronación en la década de 1550 y se convirtió en parte de la tradición en las coronaciones imperiales rusas a partir de ese momento. En las coronaciones rusas, la unción se realizaba después de la investidura. Se hacía para indicar que el zar era el más santo de todos los hombres y el igual de todos los soberanos occidentales. Sin embargo, no era significativa para la consagración del poder secular del zar.
Durante su reinado, el zar Alejo I de Rusia (que reinó de 1645-1676) introdujo dos nuevas tradiciones en la ceremonia de coronación: la toma de la Sagrada Comunión y la recitación del Credo. Estas dos adiciones aseguraron que la ceremonia tuviera aún más en común con las coronaciones de gobernantes bizantinos y europeos. Las coronaciones solían terminar con un fastuoso banquete que establecía aún más la solidaridad entre la Iglesia y el Estado. El patriarca, o jefe de la iglesia, daba la bienvenida al zar al espacio sagrado y religioso, mientras que en el banquete, el zar daba la bienvenida al patriarca al Palacio de las Facetas, un espacio secular.
Zar de todas las Rusias
A medida que más territorios quedaron bajo control ruso, Iván IV comenzó a llamar a Rusia «Rossiia» en lugar de «Rus», que solo se refería a los territorios del Principado moscovita. Durante el reinado del zar Alejo en las décadas de 1650 y 1660, el zar usó el título de «zar de todas las Rusias» después de que Rusia se apoderara de más tierras, incluidas Kiev, Smolensk y la Rusia Blanca (la actual Bielorrusia). Un nuevo sello estatal fue creado por Lavrentii Khurulevich, un maestro de heráldica de Austria. El nuevo sello tenía un águila con las alas levantadas, imitando el sello del Sacro Imperio Romano Germánico. El águila sostenía un orbe y un cetro en sus garras, que representaba a «el más misericordioso Soberano, Su Majestad Imperial, Autócrata y Dueño.» Tres coronas sobre el águila representaban Siberia, Kazán y Astracán, y tres columnas en las fronteras simbolizaban la Gran, la Blanca y la Pequeña Rusia.
Los zares y la Iglesia ortodoxa rusa
La Iglesia ortodoxa rusa desempeñó un papel considerable en la vida de todos los rusos y los zares no fueron una excepción. El poder de un zar dependía de su piedad y moralidad personales. Se veían como defensores de la Iglesia ortodoxa. Más importante aún, la iglesia era una característica fundamental del estado autocrático y los ministros de la iglesia obedecían al zar. A cambio, la mayoría de los zares respetaba la jerarquía de la iglesia y la protegían.
En 1589, bajo el gobierno de Teodoro I de Rusia (que reinó de 1584-1598), se eligió un patriarca. Al colocar a un patriarca a la cabeza de la Iglesia ortodoxa, la liberó de la supremacía extranjera. En ese momento, el Imperio ruso era el único estado ortodoxo libre de interferencia extranjera, por lo que era natural que la Iglesia ortodoxa rusa quisiera seguir los pasos de Rusia. El patriarca estaba a cargo de la justicia eclesiástica. Económicamente, se mantenía gracias a las grandes propiedades de los ricos y a los ingresos recaudados por los monasterios. Al igual que el zar, tenía sus propios tribunales de justicia, cuentas y oficinas administrativas. Un patriarca era, a todos los efectos, un zar de la iglesia.
El zar Alejo se esforzó por transformar la Iglesia ortodoxa rusa en una iglesia universal y una forma de ortodoxia. La iglesia sufrió varias reformas durante el siglo XVII, incluida la sustitución de la liturgia y los libros por versiones griegas y ucranianas, el cambio de la liturgia, la revisión de los libros y la sustitución de iconos religiosos por otros nuevos que mostraban la cruz de tres dedos. El zar Alejo nombró al patriarca Nikon (1605-1681) para supervisar estas reformas. El patriarca Nikon se veía a sí mismo como un co-zar y persuadió a Alejo para que participara en estrictas rutinas litúrgicas, en las que Alejo vestía ricas túnicas doradas que se parecían a las túnicas de los emperadores bizantinos y portaba un orbe y un cetro fabricados en Estambul. Durante los servicios religiosos, se le llamaba sagrado (sviatoi), lo que le otorgaba a Alejo las cualidades de un semidiós, lo que iba en contra de las creencias religiosas de la Iglesia ortodoxa rusa. Alejo se presentó como un monarca absoluto que tenía preeminencia tanto secular como eclesiástica.
Los servidores (nobles que participaban en ceremonias militares o religiosas bajo amenaza de castigo) ayudaban a apoyar el papel del zar como gobernante piadoso uniéndose a procesiones y servicios religiosos como esclavos del zar. Estas procesiones religiosas habrían sido un espectáculo digno de contemplar, ya que el zar y sus servidores desfilaban ataviados de oro, esmeraldas y perlas. En 1658, Alejo tuvo una desavenencia con Nikon y lo privó de su cargo en la Iglesia, pero aun así mantuvo sus reformas. El destierro de Nikon de la Iglesia demostró que era imposible que la Iglesia se opusiera al zar. Por otra parte, el Estado tenía todo el derecho a intervenir en los asuntos de la Iglesia.
El hijo de Alejo, Pedro el Grande, fue un poco más allá y abolió por completo el papel del patriarca, ya que desconfiaba del poder de la Iglesia y era consciente de los obstáculos que surgirían a la hora de poner en práctica sus múltiples reformas. Inspirado por las diversas reformas religiosas en Europa occidental, Pedro I estableció un Colegio Eclesiástico (Santo Sínodo) en 1721, que comprendía múltiples colegios cuyo objetivo era renovar aún más la Iglesia.
Se entregó a cada obispo un Código Eclesiástico, que les advertía que no se volvieran demasiado orgullosos y les recordaba que sus funciones eran las de subordinados y no estaban al mismo nivel que un zar. El Santo Sínodo se veía como la mano del zar, un instrumento en un estado autocrático. Sin embargo, el zar no debía ser visto como el jefe de la Iglesia ortodoxa: solo se reconocía a Dios en ese papel. Cualquiera que fuera el poder que tenía el zar sobre la Iglesia ortodoxa rusa, era externo y solo relevante cuando se trataba de la administración de la iglesia, no de dogmas o enseñanzas religiosas. Después de ser coronado por la Iglesia, el zar se convierte en el máximo representante de la Iglesia ortodoxa rusa y Defensor de esta. Es designado por Dios mismo para gobernar a los creyentes de la fe cristiana.
Nicolás I identificó la defensa de la religión ortodoxa fuera de las fronteras de Rusia con el papel que la Divina Providencia había confiado a Rusia y con la promoción de los intereses nacionales rusos; hizo suya la causa griega en Tierra Santa en contra de las pretensiones de los católicos de controlar los Santos Lugares, defendió con su ejército a los eslavos ortodoxos en los Balcanes e inició la guerra de Crimea (1854-1856) contra los turcos por intereses geopolíticos pero también, como señala Figes, conocido por sus trabajos sobre la historia rusa, en concreto sobre el período de la Revolución Rusa y sus consecuencias, en defensa de la causa cristiana. La derrota de Rusia en esta contienda producto de la alianza de Francia, el Reino Unido y el reino de Cerdeña con el imperio otomano provocó el resentimiento de este país hacia Occidente por lo que consideró una traición. En adelante, Rusia dirigió sus planes imperiales hacia Asia, con el fin de convertirse en la principal potencia europea en Asia, el Estado más “occidental” de Asia y bastión de la civilización cristiana.
Desde entonces, la idea de la tercera Roma como concepto imperialista y mesiánico ha ido permeando en la sociedad rusa hasta desembocar en una fuerte conciencia nacional, alentada tanto por los zares como por los líderes soviéticos y por el gobierno actual de Vladimir Putin quien, desde su llegada al poder en el año 2000, se propuso devolverle a Rusia el orgullo nacional que había perdido en la década anterior, debido a la crisis interna que produjo la desintegración de la Unión Soviética en el pueblo ruso y a la humillación que había recibido Moscú con la expansión de la OTAN y de la UE hacia su anterior espacio de influencia.
Moscú, la Tercera Roma
Ni tártaros ni europeos. Ni católicos ni musulmanes. Rusos. Todos. Sin fisuras. El concepto de Moscú como la tercera Roma es una idea nacionalista que continúa en vigor, y que ha ido infiltrándose en la sociedad y la conciencia nacional rusa durante siglos, alentada tanto por los zares como, posteriormente, por los líderes soviéticos. El mismo Vladimir Putin, desde su llegada al poder en el año 2000, se propuso devolver a Rusia el orgullo nacional que había perdido en la década anterior, debido a la crisis interna tras la desintegración de la Unión Soviética y a la humillación que supuso la expansión de la OTAN y de la UE hacia su anterior espacio de influencia. Quizá su discurso no fuera tan diferente a otros que nos suenan familiares: Make Russia great again!
Conocer su destino predestinado de Tercera Roma, su ansiado papel en la Historia permite quizá conocer algo mejor algunos sentimientos que emanan de Moscú. Algunas actuaciones, algunas apropiaciones de símbolos pretéritos -como la bandera del águila bicéfala- a la hora de recuperar el orgullo nacional, y algunas maniobras propagandísticas para la difusión de la lengua y cultura rusa. Un trabajo que se ha estado haciendo en los últimos años con discreción y eficiencia desde la Fundación Russkiy Mir, o desde agencias de comunicación como Sputnik y Russia Today (RT).
El nuevo mandatario se puso a trabajar para crear todo un nuevo pensamiento, genuinamente ruso, basado en los tres principios varsovianos y en la filosofía de los pensadores eslavos que se convirtiera en alternativa —política, cultural y espiritual, de base euroasiática— a la civilización occidental que tanto Europa como sobre todo EE. UU. quieren imponer en el mundo, tal como expresó en el famoso discurso en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en 2007.
La nueva agenda patriótico-nacionalista del líder requería a nivel interno una recentralización y potenciación del papel de Estado y de su máximo responsable, ante una población aunada por el orgullo patrio y la cohesión que proporcionan los ideales religiosos arraigados en la tradición cristiana ortodoxa. Esta acción se complementaria a nivel externo con una nueva política exterior que devolviera a Rusia a la posición de actor global, para lo que se incrementó el presupuesto de Defensa y se desarrolló una política de soft power sustentada en la difusión de la lengua y cultura rusa a través de la Fundación Russkiy Mir y de las agencias de comunicación Sputnik y Russia Today (RT).
En definitiva, con la llegada de Putin al poder el último día del siglo XX ha brotado de nuevo la narrativa mesiánica que Rusia esgrimió en el siglo XV y de nuevo en el siglo XIX. En palabras de Kirill, el actual patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Rusia en una entrevista, Rusia asumió en el pasado «la responsabilidad de ser la “conciencia” (sovestlivost) de la comunidad internacional, y esos compromisos del pasado también son hoy tarea de la Rusia de Putin». Ambos líderes, en asombrosa semejanza con la sinfonía bizantina «comparten una visión sacralizada de la identidad nacional rusa y del excepcionalísimo, una concepción según la cual, Rusia no es occidental ni asiática, sino más bien una sociedad «única» que representa un conjunto «único» de valores que se cree que están inspirados por Dios.
En adelante, para el Kremlin y la concepción autocrática y patriótico-nacionalista de su máximo dirigente lo que prima es la concepción de Rusia como eje central de Eurasia, concebida como un ente geopolítico único y una civilización común a toda la ex-Unión Soviética; no como la promoción de un Estado en sentido geopolítico, sino un espacio de civilización en el que los elementos asiáticos turcos, musulmanes y las etnias de Siberia se amalgamen con la Rusia eslava, cristiana ortodoxa y los pueblos del Cáucaso y Rusia ejerzan un rol predominante. Porque, como dijo el monje Filoféi en su carta a Basilio III, «oh piadoso Zar, dos Romas han caído, y la tercera se mantiene, y nunca será posible una cuarta, porque tu Imperio cristiano nunca dependerá de los demás».