Verus Israel. Alemania. (VII)

LA COMPLICIDAD DE LAS IGLESIAS CRISTIANAS CON HITLER

En base a todo este ilógico odio cristiano contra el pueblo judío, resulta predecible lo que ocurriría cuando Hitler, como había anunciado al firmar el concordato con la Santa Sede, persiguiera a los judíos, la iglesia romana se callaría en tres idiomas, cosa que efectivamente ocurrió. El hecho que la iglesia romana haya repetido durante siglos sus catilinarias (cuatro discursos de Cicerón del 63 AC, que han devenido para calificar un escrito o discurso vehemente dirigido contra alguien) contra los judíos sirvió de base al afán persecutorio del nazismo.

Todas estas calumnias y acusaciones de las Iglesias cristianas desde el Concilio de Nicea, s. IV, y aún en el s.XIX y comienzos del XX, que no se encuentran ni remotamente en los evangelios, culminaron con la represión y genocidio nazis de las tercera y cuarta décadas del Siglo XX. De hecho, formaron la base de las acusaciones políticas y económicas de Hitler contra los judíos. Mientras que en lo económico los acusó de usureros y explotadores, en lo político los inculpó por la revolución bolchevique comunista en Rusia, y por buscar introducir esa revolución en Alemania y en el resto del mundo.

Las encíclicas papales que antes y durante la década de 1930, atacaron la usura y la concentración de la riqueza en manos de poca gente, avivaron más la chispa que Hitler había vuelto a encender en su ataque a los judíos. Hitler agregó otro ingrediente, sin embargo, que tomó de la doctrina de la evolución. Los judíos, concluyó, poseían un gene inferior y, por consiguiente, debían ser eliminados para que la humanidad pudiese continuar evolucionando mediante la raza aria.

El obispo austríaco Johannes Liner de Linz, escribió el 21 de enero de 1933, una carta pastoral antisemita que refleja el pensamiento muy extendido del clero romano para ese entonces. Según él, los judíos miserables “ejercen una influencia completamente dañina sobre casi todas las áreas de la vida cultural moderna. Infiltran y destruyen de muchas maneras la industria y el comercio, las empresas y las finanzas, la ley y la medicina, las agitaciones sociales y políticas, mediante los principios materialistas y liberales que se originan en el judaísmo”. También acusó a los judíos de alimentar los temas de la prensa y el cine con tendencias frívolas y cínicas que envenenan el alma del cristiano.

“El judaísmo degenerado, en liga con la masonería internacional, es también el primer portador de ese becerro de oro capitalista” responsable del socialismo y del comunismo, “el mensajero y el promotor del bolchevismo”.

  1. Inicio de las hostilidades.

Aunque Hitler ya había estado manifestando verbalmente su odio contra los judíos, el ataque contra ellos comenzó en marzo de 1933, cuando 30 camisas marrones cayeron repentinamente en los hogares judíos de dos pequeñas ciudades al suroeste de Alemania, arreando a sus ocupantes hasta el municipio, para luego golpearlos.

El 1 de abril comenzaba el boicot nazi a los negocios judíos por todo el país, así como su exclusión de todo oficio público, incluyendo la enseñanza en las universidades. Ninguna protesta hubo de los cristianos de Alemania ni de Roma, a pesar de que la medida afectaba también a los judíos que se habían convertido al cristianismo, y algunos de éstos solicitaron la intervención católica en su favor al mismo papa. Por el contrario, arguyeron los cardenales que “los judíos se ayuden a sí mismos” (Cardenal Faulhaber de Munich). Había cosas “de mucha más grande importancia”, declaró también el Cardenal Bertram en Berlín, como por ejemplo “las escuelas y el mantenimiento de las asociaciones católicas”… (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 140).

El 25 de abril Hitler dio un paso más al hacer pasar su Ley Contra la Atestación de las Escuelas y Universidades Germanas, con el propósito de reducir el número de alumnos judíos permitidos en esas instituciones. Esto se dio al mismo tiempo que Pacelli estaba negociando con él los beneficios educacionales que Alemania debía dar a los católicos, logrando su apoyo para la expansión de las escuelas católicas de parte del estado (artículo 23 del concordato, John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 153).

¿Quién podía negar el trueque, esto es, una complicidad entre el cristianismo romano y el nazismo alemán, con el propósito de favorecer la enseñanza católica a expensas de una minoría judía?

También comenzó en ese 25 de abril otra prueba de complicidad católico-nazi con respecto a la segregación judía. Miles de sacerdotes por toda Alemania formaron parte del complot antisemítico al requerir testimonios de pureza de sangre (sin contaminación judía), mediante actas matrimoniales y registros de bautismo. Esto era un requisito para poder ser admitidos en las universidades y ejercer la profesión, en especial de abogacía y medicina. La cooperación de la Iglesia en este respecto iba a continuar durante toda la guerra, cuando el precio de ser judío iba a implicar más que perder el trabajo. Iba a significar también la deportación y la exterminación en los campos de muerte (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 154).

  • ¿Intercesión católica?

Para Agosto de 1933, la jerarquía alemana sintió la necesidad de pedirle a Pacelli, para entonces Secretario de Estado del Vaticano, que ratifique el concordato con Hitler pero que interceda al mismo tiempo en favor de los judíos convertidos al catolicismo. Esto hizo el Vaticano sin éxito, ratificando aun así el concordato (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 160, 161).

El cardenal Faulhaber de Munich, por cuenta propia, preparó para el año siguiente cinco sermones defendiendo el Antiguo Testamento que los nazis estaban condenando por ser un testamento judío. “No somos salvos por la sangre alemana”, concluyó, sino “por la sangre preciosa de nuestro Señor crucificado”. No obstante, en esos sermones Faulhaber no defendía a todos los judíos, sino sólo a los que habían aceptado el cristianismo. El mismo aclaró que su única intención era defender el Antiguo Testamento, no tomar una posición con respecto al problema judío del momento (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 162).

El 15 de septiembre de 1935, Hitler decretó las Leyes de Nuremberg, que definían la ciudadanía germana como paso previo a la exclusión judía en base al parentesco y el matrimonio (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 179, 180).

Tampoco reaccionó la Iglesia Católica ante esas leyes discriminatorias. La actitud de muchos en el catolicismo con respecto a la situación judía suscitada por Hitler, se ve reflejada en el primado de Polonia, Cardenal Hlond, quien en 1936 declaró que “el problema judío va a durar tanto tiempo como existan los judíos”.

Los obispos católicos eslovacos, bajo el dictador Tiso quien era al mismo tiempo sacerdote católico, emitieron una carta pastoral en donde repetían las acusaciones tradicionales contra los judíos de ser deicistas, asesinos de Dios. Al comenzar el año 1937, Pío XI emitió dos encíclicas, Mit Brennender Sorge (Con Profunda Ansiedad), y cinco días más tarde, Divini redemptoris. Mientras que en la primera lamenta el sufrimiento de la Iglesia en Alemania y condena veladamente la discriminación racial, en la segunda se dedica a atacar el comunismo. Debe admitirse, sin embargo, que en ninguna de las dos encíclicas el papa condena expresamente el antisemitismo nazi. Hitler se indignó, de todas maneras, y Pacelli optó por una política de apaciguamiento que dejase conforme a las dos partes.

El 25 de mayo de 1938, un año antes de ser nombrado papa, Pacelli fue a Budapest para asistir a un congreso eucarístico internacional. Acababa de ser nombrado primer ministro de Rumania un fanático antisemita que insistía en que todo aquel que no pudiese probar que sus antepasados habían nacido en Rumania, era judío.

El parlamento húngaro estaba discutiendo para entonces una propuesta ley antijudía, y el regente de Hungría se sentía cometido a transformar su país en un satélite de Alemania. Ninguna palabra salió de Pacelli para atenuar esos sentimientos.

  • La encíclica perdida.

Para el verano de ese mismo año (1938), el papa Pío XI encomendó a los jesuitas preparar una encíclica contra el racismo y antisemitismo nazi. Pero estaba en su lecho de muerte y esa encíclica nunca fue publicada. El nuevo papa la guardó en los archivos secretos del Vaticano, y en su lugar publicó otra en 1950 con un título semejante, Humani generis, que revela otro propósito. El borrador de la encíclica de Pío XI que no fue publicada revela, a pesar de las buenas intenciones, el pensamiento tradicional católico anti judaico. Arguye que son los judíos los responsables de su propia suerte. “Cegados por sus sueños de ganancia mundana y éxito material”, declara el borrador de esa encíclica, los judíos terminaron mereciendo la “ruina mundanal y espiritual” que cayó sobre ellos. Y advierte los peligros a los que se exponen los judíos mientras mantengan su incredulidad y enemistad contra el cristianismo. De allí que la Iglesia Católica está obligada “a advertir y apoyar a los que son amenazados por los movimientos revolucionarios comunistas y socialistas ateos, a los que se han unido esos desafortunados y desviados judíos para romper el orden social”. “La Iglesia se interesa únicamente en mantener su legado de la Verdad… Los problemas puramente mundanales en los que los judíos puedan verse involucrados no le interesan”. Aunque por “principios cristianos y humanidad” pueda defender a los judíos, eso lo sería sin involucrarse en compromisos inaceptables con ellos, como el de trabar la lucha de las naciones cristianas de Europa que combaten el comunismo bolchevique. Esta era la creencia que Pacelli compartía ya con los nazis por los años 20. Los judíos habían sido los instigadores de la revolución comunista bolchevique, según Pacelli, y buscaban hacer lo mismo en Alemania (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 75, 78).

Aun así, al abrir esa encíclica la puerta a cierto grado de misericordia para con los judíos, podía herir al Führer, y era mejor guardarla, aprovechando que el viejo papa que debía emitirla acababa de morir. No fue sino hasta que Juan XXIII apareció en escena y revertió la política rígida de Pío XII que se supo de esa carta.

  • La “solución final”: 1941-1945.

Siete meses antes de comenzar la guerra (el 3 de Enero de 1939), Hitler declaró: “si el judaísmo internacional triunfase en Europa o en cualquiera otra parte, precipitando a las naciones a una guerra mundial, no se tendrá como resultado la bolchevización de Europa ni una victoria del judaísmo, sino el exterminio de la raza judía”. Dicho y hecho, un mes después de atacar a Rusia el 22 de junio de 1941, ordenó a Reinhard Heydrich hacer todo lo necesario para preparar “una solución completa” del asunto judío. Esa “solución final” se desarrolló durante los primeros tres años de la guerra, coincidentes con los primeros tres años de pontificado de Pío XII. ¿Cuál fue la solución? El exterminio de más de once millones de judíos (de los cuales logró matar sólo seis millones y medio). ¿De dónde pudo provenir semejante brutalidad y salvajismo? De la antipatía acumulada contra el judaísmo por dos milenios de influencia cristiana. ¿Podían los cristianos condenar a Hitler, después de haberle dejado como herencia, un legado criminal y genocida de tal magnitud? El antijudaísmo, no proviene de la Biblia, sino de un sincretismo pagano-cristiano. Por más que un sincretismo tal se lo quiera pintar hoy de regios colores en otros temas, continuará escondiendo el mismo espíritu genocida. Para que reaparezca, bastará con otorgarle otra vez el respaldo civil del que dispuso durante todo el medioevo para imponer sus dogmas. Para septiembre de 1939, Hitler decretó que todos los judíos germanos debían llevar la Estrella Amarilla que ya era obligatoria en Polonia. ¿Quién puede negar que la fuente de su inspiración para esa orden haya sido una orden equivalente del papa Pablo IV en el Siglo XVI, según ya vimos, quien obligó a los judíos a vestirse con una insignia amarilla? Los obispos católicos de Alemania reclamaron, sin éxito, que esa medida fuese quitada, no por supuesto de todos los judíos, sino de los judíos católicos. Las primeras deportaciones masivas de judíos hacia el Este tuvieron lugar en octubre de ese año. En ese mismo mes de 1941, los alemanes decidieron usar gas venenoso para exterminarlos en los campos de concentración. Se nombró comandante del campo de extermino en Treblinka (Polonia), a Franz Stangl, donde 900.000 víctimas, mayoritariamente judías, fueron desnudadas para morir en las duchas de gas (Mark Aarons, Unholy Trinity, The Vatican, the Nazis, and the Swiss Banks, 26).

Walter Rauff, por otro lado, quien ya había presenciado una ejecución masiva de judíos en Minsk, fue encargado de inspeccionar el desarrollo del programa de vanes móviles con gas. El plan consistía en conectar los tubos de escape de los motores diésel a cabinas herméticas para que el humo terminase asfixiando a los judíos mientras los llevaban directamente para enterrarlos. Por fallas técnicas, muchos murieron no por el gas del motor, sino simplemente asfixiados por falta de aire. Una vez que se perfeccionó el sistema, 100.000 murieron por efecto del gas en esas vanes (Mark Aarons, Unholy Trinity, The Vatican, the Nazis, and the Swiss Banks, 33).

Ambos, Stangl y Rauff, escaparon a Sudamérica, con documentación falsa, una vez que terminó la Guerra; además de cooperar con el genocidio se cuidaron de poner a buen recaudo a los homicidas jerarcas nazis. Goebbels declaró en noviembre que “ninguna compasión y de hecho ninguna disculpa se dio sobre la suerte de los judíos… Todo judío es nuestro enemigo”.

El 20 de enero de 1942, quince oficiales de alto rango estuvieron reunidos para escuchar la solución de Heydrich cuyo borrador había sido preparado por Eichmann. Mientras se preparaba la solución final, los judíos debían trabajar separados por sexo, en grandes columnas en la preparación de caminos, lo que iba a permitir que muchos fuesen diezmados ya en forma natural. Eichmann dio estadísticas de once millones de judíos que esperaban exterminar, incluyendo muchos que vivían en los países que faltaba conquistar todavía. Eichmann -quien después de la guerra encontraría refugio en el Vaticano, de donde recibiría también documentos falsificados para escapar a Argentina utilizando una organización dirigida por el obispo Alois Hudal, un clérigo austríaco residente en Italia con simpatías nazis sería el encargado de dirigir la operación desde Berlín.

El 9 de febrero de 1942, Hitler propagó un mensaje salvaje diciendo que “los judíos serán liquidados por a lo menos mil años”. Esa noticia se publicó en todo el mundo, inclusive en Roma. El 18 de Marzo de 1942, el Vaticano recibió un memorándum con la noticia de las atrocidades antisemíticas que se daban en todos los países de mayoría católica. Las presiones comenzaron para entonces a multiplicarse en torno al papado, de los representantes de los países Aliados en el Vaticano, para que se uniese en la condenación universal de esa política genocida nazi. Aún los protestantes en los países aliados veían la necesidad de una definición del papa Pío XII, para que tanto judíos como cristianos en los países ocupados por el Tercer Reich, creyesen y estuviesen así, advertidos. Siendo que casi todos los países en donde se practicaba el genocidio eran católicos, o estaban bajo un gobernante católico, era necesario que la voz moral máxima del catolicismo se expresase. Pero para sorpresa de todos, el mundo entero condenaba abiertamente esa política genocida nazi, menos el papado. Al concluir el mes de junio de 1942, todo el mundo sabía que un millón de judíos ya había sido exterminado, y que para ello usaban gas venenoso. También era vox populi que los nazis se proponían “borrar la raza judía del continente europeo”. Pero en lugar de acceder a pronunciarse, apoyando los pronunciamientos que ya habían hecho los Aliados, Pío XII rogaba que no se bombardease Roma, para que no se dañasen los santos lugares.

Las deportaciones judías a los campos de concentración y muerte comenzaron en marzo de 1942 y continuaron hasta 1944. En Francia y Holanda se iniciaron a mediados de junio de 1942. Los obispos católicos y protestantes se unieron allí para amenazar al régimen nazi de difundir una protesta cristiana por toda Europa. En respuesta, los nazis eximieron a los judíos cristianos que se habían convertido antes de 1941, a condición de que las iglesias guardasen silencio. Siendo que algún que otro obispo aislado no aceptó el negocio, los nazis deportaron a todo judío católico que encontraron en su zona de influencia.

Llama la atención, también, que Pío XII respondiese al reclamo de los obispos de Holanda para que interviniese, argumentando que su posición era neutral, y que la neutralidad no es lo mismo que “la indiferencia y apatía en donde las consideraciones morales y humanas exigen franqueza”. ¿Quiere decir que el genocidio de millones no está involucrado en ninguna expresión franca de consideración moral y humana? Lo que el resto del mundo no podía entender ni puede entender aún hoy, porque quiere imaginar al papa al menos como alguien que pretende representar a Dios y a su Hijo, es que esta indiferencia papal estaba enmarcada en una concepción y posición histórica que reivindicaba los genocidios del medioevo que sus antecesores, los de todas las Iglesias cristianas, habían llevado a cabo. Por consiguiente, la muerte de miles o millones no ligados a la Santa Madre Iglesia no contaba ni cuenta aún tanto para los papas, como el avance y supremacía de la iglesia bajo el presunto primado de Pedro.

El cardenal Eugene Tisserant escribió ya en 1940 al cardenal Emmanuel Suhard de París: “temo que la historia reprochará a la Santa Sede por haber practicado una política de conveniencia propia y poco más” (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 262).

En febrero de 1943 se dio otra protesta, esta vez en Berlín, de las mujeres casadas con los judíos que habían logrado sobrevivir en trabajos menores. Cientos de mujeres se juntaron fuera de la cárcel gritando, más que cantando, “devuélvannos nuestros maridos”. La manifestación pública continuó por una semana, día y noche. Fueron amenazadas repetidas veces por la policía con balearlas, pero se rejuntaban y avanzaban en falange, haciendo frente al ejército. Bajo esa presión, la Gestapo decidió liberar los 2.000 judíos que quedaban allí. Esa fue la única demostración gentil para liberar judíos en toda la guerra, y tuvo éxito (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 196). Una réplica se dio con las madres de mayo, en Argentina, durante la guerra sucia efectuada bajo otro gobierno dictatorial y militarizado, en la década de los 70.

  • Antisemitismo Vaticano en medio del genocidio judío.

El principal teólogo dominico y neotomista, moderno seguidor de la teología de Tomás de Aquino, Garrigou-Lagrange, era consejero teológico de Pacelli y al mismo tiempo entusiasta admirador de Pétain. También era muy amigo del embajador ante la Santa Sede del gobierno central francés que operaba en la sección no ocupada de Francia llamada Vichy. Ese diplomático francés envió un mensaje a su gobierno en Vichy, diciendo que la Santa Sede no objetaba la legislación antijudía francesa, y fundamentó su informe con notas de Tomás de Aquino que habían sido juntadas por los neotomistas de Roma. Debemos recordar que, durante la Edad Media, el teólogo por excelencia de la Iglesia Católica, Tomás de Aquino, sirvió de fundamentación teológica a la Inquisición, para justificar la exterminación no sólo de los judíos, sino también de los cátaros, valdenses, protestantes y musulmanes. Pétain fue confrontado finalmente por el nuncio francés, quien a su vez informó a Pío XII sobre las deportaciones judías que se llevaban a cabo allí. Pero ni Pétain ni Pío XII le hicieron caso. En su lugar, el papa “alabó calurosamente la obra de Pétain y manifestó un interés entusiasta en las acciones gubernamentales que son una señal del renovamiento afortunado de la vida religiosa en Francia”.

También en Croacia se había levantado un gobierno fascista conducido por Ante Pavelic  que decidió no sólo exterminar a los judíos, sino también a más de dos millones de ortodoxos. Por ser católico y obligar a poblaciones enteras a elegir entre renunciar a su fe y convertirse al catolicismo romano o morir baleado, degollado o enterrado vivo después de cavar sus propias fosas comunes, no podía el papado condenarlo. La iglesia madre lo contemplaba con indulgencia y hasta ponderaba su entrega a la misión de la Iglesia. En vano se le presentaron al papa testimonios de las masacres que allí se llevaban a cabo, y en vano se intentó hacerlo definirse con respecto a esos crímenes. Después de la guerra, Pavelic encontraría refugio en el Vaticano, donde también se le darían documentos falsificados para escapar a Argentina. El general Domingo Perón lo nombraría consejero personal de su gobierno.

Llama la atención, en este contexto, que las peores masacres judías se llevasen a cabo en países con dictadores católicos o de población mayoritaria católica como Francia, Rumania, Polonia, Eslovaquia y Croacia, amén de las ejecuciones efectuadas en Alemania con la mitad de la población católica después de la anexión de Austria y otras regiones de raza germana. En Eslovaquia, por ejemplo, subió al poder un dictador católico y sacerdote llamado Josef Tiso. Él fue el único a quien el papa aconsejó moderación en su campaña antisemítica, no un abandono total de su actitud. Por tales razones, en Gran Bretaña y en otros lugares, el papa Pío XII se volvió para esa época muy impopular. La mayoría creía que el Vaticano se negaba a pronunciarse contra el genocidio judío porque apostaba a que los Ejes (la alianza alemana, italiana y japonesa más los otros países satélites de Europa central), iban a ganar la guerra. Creyendo que se trataba simplemente de un acto de cobardía, el presidente Roosevelt de los EE.UU., decidió entonces enviar a Myron Taylor el 17 de septiembre de 1942, para asegurarle a Pío XII que América estaba en lo correcto, y que debido a eso y a “que tenemos total confianza en nuestra fuerza, estamos determinados a seguir adelante hasta obtener una victoria completa” (John Cornwell, Hitler’s Pope, The Secret History of Pius XII, 289).

Pero el intento de hacerlo definirse con respecto al genocidio judío volvió a fracasar. El embajador inglés en el Vaticano concluyó entonces que “una política de silencio con respecto a las ofensas contra la consciencia del mundo debe involucrar necesariamente una renuncia al liderazgo moral y a una atrofia consecuente de la influencia y autoridad del Vaticano”…, ya que únicamente expresándose en tal contexto es que se puede ofrecer una contribución “al restablecimiento de la paz mundial”. Ese estigma de pecado sobre el papa Pío XII y su reino en el Vaticano, definido por muchos como de “omisión”, se ve patéticamente reflejado en un filme francés titulado “Amén”. Llegó la Navidad de 1942. ¿Qué homilía o mensaje daría el papa al mundo? Declaró que los males que han venido al mundo en las últimas décadas tenían que ver con una subordinación de todos al propósito del lucro. Pero no se definió con respecto al totalitarismo y la democracia, la democracia social y el comunismo, el capitalismo y el capitalismo social. En cambio, insistió en la vieja premisa de los papas medievales que había sido reafirmada por sus antecesores del Siglo XIX y comienzos del XX. Lo que al mundo le faltaba era el ordenamiento pacífico de la sociedad por su afiliación y lealtad a la Santa Madre Iglesia, esto es, al primado de Pedro.

El ordenamiento social tiene que ver con la visión piramidal del papado, en donde el alma juzga al cuerpo, y no viceversa. Después de tantas presiones internacionales, finalmente se expresó en un lenguaje ambiguo, como se ha demostrado, si se tiene en cuenta la dimensión tan dramática de los eventos. “La humanidad debe este voto a los cientos de miles que, sin ninguna falta propia, a veces únicamente debido a su nacionalidad o raza, son marcados para muerte o extinción gradual”. ¿Quiénes eran esos “inocentes” que morían? Según el pensamiento imperante que ya vimos en el Vaticano, los judíos morían por su propia culpa. ¿Se trataría, entonces, de las masacres llevadas a cabo por el comunismo en tantos lugares de la tierra? Como era de esperarse, en el contexto internacional en que se vivía, Pío XII no satisfizo a nadie con ese discurso. Todos esperaban una definición, y no sus típicas generalidades. El mismo Mussolini se burló de la homilía papal, diciendo que “el Vicario de Dios, quien es el representante en la tierra del Gobernante del Universo, nunca va a hablar; va a permanecer siempre en las nubes. Este es un discurso de tópicos que pueden ser mejor dados por un sacerdote párroco de Predappio” (la aldea atrasada donde nació Mussolini).

Mientras los alemanes cometían las peores atrocidades contra los comunistas civiles de Eslovenia, el obispo Gregorio Rozman daba un apoyo entusiasta a los nazis, con numerosas llamadas a “pelear del lado de Alemania”. El 30 de Noviembre de 1943, escribió una carta pastoral exhortando a sus fieles a pelear por Alemania, destacando que “mediante esta valiente pelea y obra industriosa para Dios, para el pueblo y la patria, aseguraremos bajo el liderazgo de Alemania nuestra existencia y un mejor futuro, en la pelea contra la conspiración judía”. Este mismo obispo se hizo cargo, durante la guerra, del partido clerical esloveno.

  • Negativa del mundo en recibir inmigración judía.

En abril de 1943 se dio una conferencia de oficiales ingleses y norteamericanos que decidieron que nada podía hacerse sobre el Holocausto, y que era ilegal todo plan de rescate masivo (Mark Aarons, Unholy Trinity, The Vatican, the Nazis, and the Swiss Banks, 13).

Ambos países se alarmaban con la idea de que Hitler pudiese detener las cámaras de gas para deportar los judíos hacia sus países respectivos, en cantidades alarmantes. Ni Inglaterra, ni los EE.UU., querían recibir repentinamente millones de inmigrantes para los cuales no tendrían trabajo inmediato. En Norteamérica, los judíos quisieron abogar en favor de sus hermanos de raza europeos. Pero también se manifestaron los sentimientos en contra de otros sectores tradicionalmente racistas, inclusive de los sindicatos. Cada país insinuaba que se los enviase a otro país: a los EE.UU., a Canadá, al África, a Australia. Pero la respuesta era por todos lados la misma. No estaban en condiciones de recibir tal avalancha de gente en sus países. Uno queda impresionado al ver en el museo del Holocausto en Washington, los diferentes videos tomados de la época, de los testimonios públicos de los diferentes líderes políticos de EE.UU. y de Inglaterra que daban las razones por las cuales no los podían recibir. Muchos judíos no están dispuestos a disculpar tampoco a los países Aliados por esa actitud, ni en el día de hoy. Porque muchos de esos países fueron, además, los mismos que dieron después albergue a los miles de criminales nazis que escapaban de la justicia internacional.

  • La ocupación nazi de Roma.

Roma fue bombardeada a mediados de Julio de 1943, a pesar de los intentos del papa por evitarlo. El Gran Concilio Fascista se reunió una semana más tarde y destituyó a Mussolini. En su lugar puso como rey a Vittorio Emanuele III. Hitler decidió entonces invadir Italia, y ocupó Roma el 11 de septiembre de ese año, rescatando a Mussolini y reestableciéndolo al norte de Italia. Siete mil judíos vivían entonces en Roma, como sobrevivientes de la larga persecución que habían tenido por más de dos mil años. No sabían que la suerte estaba sellada sobre ellos, y que iban a sufrir la deportación y muerte como los demás judíos de los otros países que habían caído bajo la ocupación nazi. Los alemanes exigieron a los judíos cincuenta kilos de oro, 3.5 millones de dolares a precios de hoy, que debían pagar en 36 horas. Los judíos, a su vez, solicitaron ayuda al papa quien autorizó un préstamo, aclarando enfáticamente que era un préstamo y no una donación. Los judíos no aceptaron y lograron juntar suficiente dinero como para comprar por sí mismos el oro requerido. No les dieron ningún recibo, ya que no correspondía dar recibos a los enemigos. El oro fue enviado a Berlín en donde permaneció intacto hasta la conclusión de la guerra. Adolf Eichmann se hizo cargo de deportarlos, sin importarle el pago efectuado por ellos.

Nuevamente comenzaron las presiones para que el papa se expresase a favor de los judíos de Roma. Hasta los mismos alemanes esperaban que lo hiciera, y se sorprendían porque no protestaba. Los italianos estaban ayudando a todo judío que podían para escapar, y los alemanes temían una reacción popular. Fueron ellos los que demoraron la deportación, advirtiendo por su cuenta a Berlín de una posible amenaza de denuncia de parte del papa, algo que de ninguna manera esperaba hacer Pío XII. Cuando el tren que deportaba a los judíos comenzó su marcha el 19 de noviembre, el papa manifestó su temor de una reacción judía mancomunada con los partidarios del comunismo, y pidió a los alemanes que reforzaran la guardia. Pío XII se preocupaba más por lo que los comunistas italianos podían hacer que por la vida de tantos judíos que eran llevados a los campos de exterminio. Cincuenta días después que partió el tren, más de 1.000 de esos judíos morían en las cámaras de gas de Auschwitz y Birkenau, y 149 hombres y 47 mujeres eran sometidos a tareas de esclavitud. Sólo quince de ellos sobrevivieron. Posteriormente otros 1.084 judíos fueron arrestados y enviados a Auschwitz donde, con excepción de pocos, corrieron la misma suerte. Otros judíos lograron escapar escondiéndose en el Vaticano, cuyo territorio gozaba de inmunidad extraterritorial. Para ello contaron con la ayuda de la población en conjunto con algunos clérigos. El papado no se opuso a una ayuda humanitaria conducida en forma personal, y en ocasiones dio cierto apoyo a ese tipo de actividades en otros lugares. Hitler quiso apresar al papa en su momento y llevarlo a Alemania, pero los alemanes apostados en Italia le advirtieron que la población era católica, y la reacción popular era impredecible. Lo que ni Hitler ni sus generales en Italia sabían era que la herida mortal del papado había iniciado su proceso de curación, y que nada iba a impedir su lenta pero segura recuperación hasta que consumase su obra profetizada en el Apocalipsis, y fuese destruida para siempre. “Porque Dios ha puesto en sus corazones ejecutar lo que él quiso, ponerse de acuerdo y dar a la bestia el poder de reinar, hasta que se cumplan las palabras de Dios. Y la mujer que viste es aquella gran ciudad que impera sobre los reyes de la tierra” (Apocalipsis 17: 17, 18).

  • Después de la guerra.

Cuando se anunció la muerte de Adolf Hitler, Adolf Bertram, cardenal arzobispo de Berlín, ordenó que todos los curas párrocos “participasen de un solemne réquiem en memoria del Führer y de todos los miembros del Wehrmacht que habían caído en la lucha por nuestra patria alemana, junto con las más sinceras oraciones por el pueblo y la Patria y el futuro de la Iglesia Católica en Alemania”. No fue sino hasta el 3 de Agosto de 1946, bastante después que había terminado la guerra, que Pío XII se expresó en forma definida, diciendo que condenaba el recurso a la fuerza y a la violencia, “como condenamos en varias ocasiones las persecuciones que un antisemitismo fanático infligió al pueblo Hebreo”. A la luz de todo lo visto, este testimonio posterior lo revela, quizás, como falso e hipócrita.

Por su parte, la única mujer sobreviviente de ese primer tren fatídico de Roma declaró a la BBC de Londres en 1995: “volví a Roma de Auschwitz por mi cuenta. Perdí a mi madre, mis dos hermanas, una sobrina y un hermano. Pío XII podía habernos advertido acerca de lo que estaba pasando. Hubiéramos podido escapar de Roma… Él jugaba bien en las manos de los alemanes. Todo ocurrió bajo sus narices. Pero era un papa antisemítico, un papa progermano. No arriesgó nada. Y cuando dicen que el papa es como Jesucristo, no es verdad. No salvó a ningún niño. Nada”.

Cuando Pacelli visitó Argentina, en calidad de Secretario de Estado del Vaticano, el presidente y general Agustín Pedro Justo Roca, salió a su encuentro en el barco militar 25 de Mayo para saludar a Pacelli con las siguientes palabras: “vuestra Eminencia, lo saludo en la persona de un legado papal como al más grande soberano del mundo, ante cuya autoridad espiritual todos los otros soberanos se postran en veneración”. Al regresar, Pacelli visitó Río de Janeiro, y desde entonces comenzó a pararse ante las multitudes con los brazos extendidos en una imitación exacta de la posición que vio en la estatua del Cristo Redentor. Esa postura continuó usándola ante las masas durante todo su pontificado. Al ser poco después elegido papa, y en armonía con sus convicciones de pasar a ser el Vicario del Hijo de Dios, se atribuyó el título de “Pastor angelicus”. Pero, ¿qué es lo que dijo Jesús del verdadero pastor? Arriesga todo por salvar hasta la oveja más descarriada (Lucas 15: 4, 5). Incluso, “da su vida por sus ovejas” (Juan 10: 11). En el año santo de jubileo católico de 1950, el 24 de junio, Pío XII canonizó a María Goretti, una mujer que estuvo dispuesta a dar su vida antes que condescender a ser víctima del sexo. El papa preguntó a la multitud que se juntó para la ceremonia: “¿quieren tomarla como ejemplo?” Era ya tiempo de paz, y se sentía libre de aconsejar el martirio para los que eran provocados sexualmente, antes de ceder en su moralidad. ¿Por qué no hizo lo mismo durante la guerra, donde aconsejó “neutralidad” y “silencio” ante el genocidio nazi de millones de inocentes, con el presunto propósito de evitar represalias para los católicos?

Mientras que el Vaticano siguió apoyando a gobiernos católicos de dudosas tendencias autocráticas en Asia y en América Latina después de la guerra, siguió soñando con el derrocamiento del comunismo en los países del Este. Para ello trató de organizar a los criminales nazis y fascistas que habían sobrevivido, de los países católicos en donde habían actuado, para infiltrarlos en forma organizada en los gobiernos comunistas que habían ocupado su lugar, con el propósito de derrocarlos. Con tal propósito, puso todo su peso político en rescatar y esconder a los principales genocidas de la guerra que habían sido leales a la Iglesia Católica, para que pudiesen escapar al juicio que les esperaba. Al mismo tiempo, logró camuflar con nombres y documentación falsa a 30.000 criminales de guerra para que se fugasen, en su mayor parte a Argentina, aunque también lograron ir a Australia, Canadá, EE.UU., Inglaterra y otros países de Latinoamérica. Indudablemente, un cuerpo tan leal a la Iglesia, aunque criminal, debía ser mantenido para frenar el comunismo en otros lugares, y conformar centros de apoyo a su política expansionista en Europa y el resto del mundo. Lo que no hizo en favor de los judíos apresados y deportados para su exterminio durante la guerra, trató de hacerlo en favor de los fascistas y militantes nazis y ustashis una vez que cayeron bajo la condenación mundial. Hay más, sin embargo, para decir con respecto al papel cómplice e inmoral del Vaticano y la Iglesia Católica en materia de genocidios en otros países de Europa durante la guerra, antes de ocuparnos del papel postguerra del papado y de sus políticas de gobierno actuales.

  1. Estadísticas del genocidio ejecutado por los nazis.

En casi igual proporción al genocidio nazi de los judíos, murieron como “enemigos del estado” alemán los gitanos, los discapacitados, los criminales y renegados sociales, los enfermos mentales, homosexuales, Testigos de Jehová, y criminales políticos como los comunistas y socialistas. Los gitanos terminaron siendo considerados como no asimilables socialmente, y entraron dentro de la solución final de exterminio de los judíos. Entre 200.000 y 500.000 gitanos murieron, según las estimaciones propuestas. Algunos creen que decidieron exterminarlos, además, por razones equivalentes a las que llevaron a los nazis a querer destruir finalmente a todos los polacos, esto es, por no pertenecer a una raza pura. Mientras que los judíos llevaron la peor parte, con un saldo de alrededor de seis millones y medio de víctimas, todos los otros grupos juntos que fueron muertos llegaron a ser unos cinco millones y medio, totalizando doce millones de personas masacradas en los actos de barbarie más grande conocidos en la historia de la humanidad. A esto se suman los millones que murieron de europeos, civiles y soldados, durante la guerra y por efecto mismo de la guerra.

  • Posición actual del Vaticano.

El Concilio Vaticano II (1962-1965), reconsideró la acusación histórica hecha en contra de los judíos como asesinos de Cristo, declarando que esa acusación no puede caer indiscriminadamente sobre todos los judíos, ni sobre los judíos de hoy. Así terminaron rechazando en ese concilio, el antisemitismo y toda otra acción genocida de la humanidad. Pero los católicos tradicionalistas no están de acuerdo con esa decisión liberal de ese concilio, convocada por el papa Juan XXIII, quien cambió aún la política intransigente del Vaticano para con los países comunistas y entabló relaciones diplomáticas con ellos. Al terminar el Siglo XX, Juan Pablo II intentó “purificar la historia” criminal de la Iglesia Católica en relación no sólo con el Holocausto del Siglo XX, sino también y mayormente con la obra de la Inquisición durante toda la Edad Media. Quería cerrar la historia del milenio y del siglo para festejar su año santo de jubileo. Juan Pablo II lamentó lo sucedido y rechazó nuevamente la mala interpretación que muchos hicieron durante la historia del cristianismo sobre lo que el Nuevo Testamento dijo de los judíos. Pero negó categóricamente que la Iglesia Católica hubiese estado involucrada en esa mala interpretación, en la típica actitud apologista que busca, contra toda evidencia, mantener la infalibilidad del Magisterio de la Iglesia. Los que erraron fueron, en sus palabras, los hijos de la Iglesia a quienes la Santa Madre Iglesia Católica Romana perdona también, por haber obrado con los mejores intereses para expandir su reino. Claro está, lamenta sus excesos, aunque, termina arguyendo el papa, no se los puede condenar tampoco porque el juicio le corresponde a Dios (cf. Alberto R. Treiyer, Jubileo y globalización, La intención oculta, 127-129).

El 12 de marzo de 1998, Juan Pablo II escribió una carta pública al Cardenal Edward Idris Cassidy, presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, con un documento que tituló: “Recordamos: Una reflexión sobre la Shoah”. Así como culpó a la mentalidad de la época medieval por los crímenes de la Inquisición (impersonalizando las masacres católicas medievales), así también culpó la mentalidad de las fuerzas destructoras de la época que produjeron el Holocausto en el Siglo XX. Sus condolencias se dieron por “la mentalidad prevaleciente a lo largo de los siglos” por los “sentimientos anti-judaicos en algunos rincones cristianos”, pero rechazando nuevamente que la Iglesia Católica hubiese justificado esa actitud malinterpretando el Nuevo Testamento. Siendo que el énfasis de la carta fue puesto sobre el genocidio judío de la Segunda Guerra Mundial, la reacción negativa judía no se dejó esperar, ya que no pidió perdón, ni reconoció la implicación de la Iglesia Católica en el genocidio. Su carta fue “recordamos”, no “pedimos perdón”.

Durante el mes de septiembre y octubre, el órgano informativo del Vaticano por internet, Zenit, así como L’Osservatore Romano, estuvieron tratando de defenderse del libro de John Cornwell, Hitler’s Pope. The Secret History of Pius XII (1999).

Para ello trataron por todos los medios desprestigiar esa obra, pero sin ofrecer argumentos sustanciales en su contra. Malinterpretando el propósito del periodista católico (Cornwell), la Santa Sede declaró que esa obra buscaba difamar la institución papal. ¿Por qué? Porque demostraba cuán lejos estaba el papa Pío XII de la infalibilidad que reclama el papado hasta el día de hoy. Buscando salvar sus apariencias, la Iglesia sacrifica la honestidad de uno de sus hijos. Es más, el mismo Benedicto, con el apoyo cardenalicio del Vaticano, terminó beatificando a Pío XII.

 En la actualidad, la Santa Sede busca ignorar los crímenes que la comprometen y resaltar todo acto positivo que puedan encontrar del catolicismo durante la Segunda Guerra Mundial, en su típico esquema compensatorio que piensa que con buenas obras se pueden purgar las malas obras, y sin reconocer su propia falta como institución papal en esas malas obras. Es tal vez para evitar confrontaciones con esa clase de vindicación del Vaticano que el museo del Holocausto en Washington DC no vincule al papado con los crímenes nazis y clerofascistas, sino errónea e injustamente con las víctimas. Esta actitud papal de intentar limpiarse del veredicto de la historia pidiendo perdón por los hijos de la Iglesia y lamentando la mentalidad de la época, es otro testimonio claro de falacia y doble moral del Vaticano, que mantiene en el avance del Siglo XXI. Durante la Edad Media eran los papas quienes determinaban lo que los sacerdotes inquisidores debían hacer. Estos, a su vez, luego de torturar sus víctimas horriblemente, los entregaban al brazo secular para que los ejecutasen, procurando de esa manera lavarse las manos y terminar negando participación en el genocidio. Hoy, ya entrando en el tercer milenio cristiano, vuelve el papado a hacer lo mismo, negando todo cargo y echando la culpa a las ideologías seculares y cristianas descarriadas, a la mentalidad de la época, o a cualquier cosa que pueda levantar como cortina de humo para esconder su complicidad y responsabilidad en el crimen. Siempre dentro del mismo contexto de descaro y falsedad, está el reclamo que el papado hace hoy a los poderes seculares de reconocimiento, como forjadora de los derechos humanos de los que gozan hoy los países democráticos occidentales. Esos derechos humanos fueron logrados por el protestantismo y el secularismo, anteponiéndolos a los abusos tan despiadados que caracterizaron a las monarquías europeas en comunión con el papado romano, durante toda la Edad Media. En otras palabras, lo que la Santa Sede está haciendo ahora es pretender y sin vergüenza alguna, que las libertades que hoy se gozan provinieron del cristianismo medieval y papal. Esto es lo que hace al requerir a la comunidad europea no olvidar las tradiciones cristianas que la forjaron, a la hora de establecer los principios fundamentales de la Constitución Europea. Esa tradición tiene que ver con la Iglesia de Roma involucrada en los gobiernos europeos en una relación de alma y cuerpo.

¿Cuántos papas medievales, aún los del Siglo XIX y la primera mitad del XX que ya vimos, negaron y condenaron esos derechos humanos que garantizan la libertad en las constituciones modernas? Asimismo, pretende el papado, y sin inhibición alguna, negar su participación velada y abierta -con su típica doble moral- en los genocidios del Siglo XX de judíos, ortodoxos, y socialistas de izquierda. De esta manera, la Santa Sede pretende ser reconocida también como gestora y partícipe de la liberación que los Aliados mayormente protestantes trajeron a Europa en la Segunda Guerra Mundial. Mientras que el papado mismo inspiró los gobiernos fascistas mediante sus encíclicas de comienzos del Siglo XX, los apoyó e hizo concordatos con ellos, pretende hoy desprenderse de sus crímenes en los que participaron los prelados papales en forma abierta y violenta. ¿Cómo? De la misma manera en que lo hizo luego de la Edad Media, al echarle la culpa a los poderes civiles a quienes no les daba otra chance que obedecer sus mandatos presuntamente divinos. Los sueños papales de expandir su poder e influencia, así como su predominio político religioso final sobre toda la tierra, permanecen intactos, junto con la presunción de poseer la infalibilidad. ¡Bendita farsa y santa mentira del Vaticano! ¡Maldita ingenuidad y profana ceguera de quienes están dispuestos a creerla! Alberto R. Treiyer, El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX, 33-40

Ninguna generalización es justa. Sabemos que hubo católicos que “a título personal” libraron a algunos judíos u otras minorías perseguidas en esas horas aciagas, y no merecen que se les ponga en el mismo saco, pero lo cierto es que fueron muy pocos los que levantaron la voz para condenar al nazismo y a los líderes de la iglesia romana mientras esto acontecía, especialmente aquellos que tenían el poder y la influencia para lograrlo. En todo esto debemos aclarar lo que dijimos al principio. Muchos católicos hicieron lo que pudieron, a título personal, por salvar a tantos judíos como les fuese posible, y arriesgaron su vida en la empresa. Todos esos ejemplos nobles individuales, inspirados sin duda por Dios, más algunos testimonios aislados del papado de apoyo a esos actos humanitarios, los usa hoy el Vaticano como cortina de humo para cubrir su complicidad con el nazismo y la exterminación de los judíos, comunistas y ortodoxos que se llevaron a cabo en los países católicos fascistas. El Vaticano da publicidad, por ejemplo, al hecho de que la mayoría de los que rescataron a los judíos fueron católicos, pero no aclara que ese genocidio se efectuó en países mayormente católicos o dominados por católicos. ¿Había de extrañarnos, en ese contexto, que Dios hubiese tocado a cierto número de personas sinceras dentro de la gente que había allí, para hacer una obra humanitaria que debiera haber sido la tarea de la mayoría y todos los católicos? Lo que el Vaticano no dice en toda esa cobertura política, es que inmensamente mayor fue también la proporción de religiosos católicos que participaron en la difusión de las ideas nazis y en el exterminio de pueblos enteros que no querían convertirse a la fe católica. También buscan ocultar el hecho de que todos esos criminales no recibieron durante la guerra la condenación de la Iglesia, sino por el contrario, su aprobación y estímulo en la catolización de los países a los que representaban y ocupaban. Y lo que es peor, recurrieron al fraude y al lavado de dinero para lograr sus objetivos, usufructuaron el oro quitado a las víctimas judías por los nazis, fraguaron documentos y dieron protección diplomática vaticana para lograr la fuga de todos esos criminales buscados por la justicia. Tampoco dicen los que defienden al papado durante la guerra, que tanto en la época de la Reforma en los Siglo XVI y XVII, como en las décadas de los 30 y 40 del Siglo XX, los judíos buscaban refugio del genocidio nazi en los países protestantes, especialmente en los EE.UU. Los libertadores no fueron católicos, sino mayormente protestantes. Aunque esos países protestantes libertadores se opusieron en su momento, a la perspectiva de una inmigración repentina y masiva de millones de judíos a sus países, no debe pasarse por alto que los perseguidos por el nazismo no recurrían a los países católicos en busca de protección. En cambio, los criminales nazis y fascistas, aún los peores y que habían llevado la mayor parte de la responsabilidad en el genocidio nazi, sabían después de la guerra que el único camino de la liberación pasaba por Roma, lugar ineludible para poder evadir la justicia. ¿Dónde está la “Línea de Ratas”, término empleado para describir la fuga vía Vaticano de los criminales de guerra católicos, organizada por el papado para lograr el escape de los judíos a otros países? El caso aislado de unos pocos judíos de Roma que lograron refugiarse en el Vaticano con la ayuda de los italianos y el apoyo de algunos clérigos no tiene parangón alguno con esa “Ratline” creada después para salvar sus verdugos. El Vaticano se expresó claramente contra el exterminio nazi de los discapacitados, a pesar de oponerse con ello a las políticas nazis de Alemania. Y en ese respecto tuvo ciertos logros. ¿Por qué no hizo lo mismo para oponerse al exterminio de los judíos? Si pretendía evitar males peores (represalias contra los católicos), como adujo después, ¿por qué condenó el comunismo y exigió la oposición determinada de los católicos en los países que ocupaban los rusos, a costo de tantas vidas católicas? ¿No convenía también, en esos casos, guardar silencio con respecto a los gobiernos comunistas, y mantenerse por encima de toda entidad política, esto es, sin intervenir? Esa moral selectiva e interesada del papado es la que condenan los historiadores modernos, tan ajena a la moral de los evangelios que presume representar. Mientras que las iglesias protestantes pidieron perdón después de la guerra, y trataron de indemnizar a los judíos que sobrevivieron, un problema mayor se levanta cuando se trata de la Iglesia Católica. Los protestantes no se creen ni nunca se creyeron infalibles. Por consiguiente, no hacen ningún esfuerzo por justificarse. El Vaticano, en cambio, mantiene su pretensión de infalibilidad y terminó llevando al podio de la santidad al papa de Hitler. Eso significa que los católicos y el mundo en general, deben mirar a ese papa y a lo que hizo, según la Iglesia Católica, como ejemplo de cristianismo y de santidad. La doble moral tantas veces representada en el papado -según la conveniencia del momento más su presunción de infalibilidad, hacen de sus proclamas de buena voluntad y libertad una farsa. ¿Quién puede asegurar que no volverá a hacer lo mismo, si las condiciones vuelven a presentársele para cumplir con su papel añorado por siglos, de ser el primado de toda la tierra? Si la Iglesia Católica nunca erró ni puede errar, esto es, el Magistrado de la Iglesia Romana, ¿quién puede garantizar que no volverá a recurrir otra vez al uso del poder civil o militar para que se ejecuten sus dogmas y juicios políticos, pretendiendo que como ella no los ejecuta, no es la agencia criminal misma? ¿Podemos realmente creer que va a mantener todas sus proclamas actuales en favor de los derechos humanos, cuando esas dos caras se ven en las encíclicas y discursos que el papa de turno continúa emitiendo? Nadie puede creer honestamente en las “buenas intenciones” y “perdones” papales pedidos por lo que hicieron otros, mientras continúe pretendiendo infalibilidad, un título que sólo le corresponde a Dios. Alberto R. Treiyer, El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX, 40, 41.

En resumen

La población de Alemania en 1933 rondaba los 60 millones. Casi todos los alemanes eran cristianos, ya sea católicos romanos (aproximadamente 20 millones) o protestantes (aproximadamente 40 millones). La comunidad judía de Alemania en 1933 era inferior al 1% de la población total del país.

¿De qué modo los cristianos y sus iglesias en Alemania reaccionaron al régimen nazi y a sus leyes, especialmente a la persecución de judíos? La ideología nazi que discriminaba a la raza judía convergió con el antisemitismo que estaba generalizado en toda Europa en ese momento y estaba profundamente arraigado en la historia cristiana. Para demasiados cristianos, las interpretaciones tradicionales de las escrituras religiosas parecían respaldar estos prejuicios.

Las actitudes y acciones de católicos y protestantes alemanes durante la era nazi estaban moldeadas no solo por sus creencias religiosas sino también por otros factores, a saber:

•Repercusión negativa contra la República de Weimar y los cambios políticos, económicos y sociales que ocurrieron en Alemania durante la década de 1920;    
•Anticomunismo;
•Nacionalismo; y
•Resentimiento hacia la comunidad internacional después de la Primera Guerra Mundial, que Alemania perdió la I Guerra Mundial por la que fue forzada a pagar cuantiosas compensaciones.

Estos fueron algunos de los motivos por los cuales la mayoría de los cristianos de Alemania acogieron el surgimiento del nazismo en 1933. También fueron persuadidos por la declaración sobre “cristianismo positivo” mencionada en el Artículo 24 de la Plataforma del Partido Nazi de 1920, en la que se leía:

«Exigimos la libertad de todos los credos religiosos en el estado, en tanto que no pongan en peligro la existencia del estado ni entren en conflicto con la cultura y las creencias morales de la raza germánica. El Partido como tal se atiene al punto de vista de un cristianismo positivo sin atarse confesionalmente a ningún credo en particular. Combate el espíritu materialista judío a nivel nacional e internacional y está convencido de que la recuperación permanente de nuestro pueblo solo podrá lograrse desde las bases del bien común antepuesto al bien individual».

A pesar del manifiesto antisemitismo de esta declaración y de su vinculación entre una «libertad» religiosa y una comprensión nacionalista y discriminatoria de la moral, muchos cristianos de Alemania interpretaron esto como una afirmación de los valores cristianos.

Iglesias protestantes en la Alemania nazi

 La mayor iglesia protestante en Alemania en la década de 1930 era la Iglesia Evangélica, compuesta por 28 iglesias regionales o Landeskirchen que incluían las tres tradiciones teológicas más importantes que habían surgido a partir de la Reforma: la luterana, la reformada y la unida. La mayoría de los 40 millones de protestantes eran miembros de esta iglesia, si bien existían las llamadas iglesias protestantes «libres» menores, como la metodista y la bautista.

Históricamente la iglesia Evangélica alemana se consideraba uno de los pilares de la cultura y la sociedad alemanas, con una tradición teológica de lealtad al estado. Durante la década de 1920, surgió un movimiento dentro de la Iglesia Evangélica Alemana llamado Deutsche Christen o «cristianos alemanes». Los «cristianos alemanes» abrazaron muchos de los aspectos raciales y nacionalistas de la ideología nazi. Cuando los nazis llegaron al poder, este grupo procuró crear una «iglesia del Reich» nacional y propugnó una versión «nazificada» del cristianismo.

Bekennende Kirche, la «Iglesia Confesionista», surgió en oposición a los “cristianos alemanes”. Su documento fundacional, la Profesión de Fe de Barmen, declaraba que la iglesia debía fidelidad a Dios y a las escrituras, no a un Führer terrenal. Tanto la Iglesia Confesionista como los «cristianos alemanes» siguieron formando parte de la Iglesia Evangélica Alemana, y el resultado fue una Kirchenkampf, o «lucha religiosa» dentro del protestantismo alemán: un debate y una lucha constantes por el control entre los que buscaban una iglesia «nazificada», los que se oponían y los denominados líderes eclesiásticos «neutrales» cuya prioridad era evitar el cisma religioso y cualquier tipo de conflicto con el estado nazi.

Los integrantes más famosos de la Iglesia Confesionista fueron el teólogo Dietrich Bonhoeffer, ejecutado por participar en la conspiración para derrocar al régimen, y el pastor Martin Niemöller, que pasó siete años en campos de concentración debido a sus críticas contra Hitler. Sin embargo, estos clérigos no fueron representativos de la Iglesia Confesionista; a pesar de sus ejemplos, la Kirchenkampf protestante fue principalmente un asunto interno de la iglesia, no una lucha contra el nacionalsocialismo. Incluso en la Iglesia Confesionista, a la mayoría de los líderes religiosos les preocupaba principalmente bloquear la interferencia estatal e ideológica en los asuntos de la iglesia. No obstante, de hecho, hubo miembros del clero y laicos que se opusieron al régimen y lo resistieron, incluso hubo quienes ayudaron a los judíos y los ocultaron.

La Iglesia Romana Católica en la Alemania nazi.

 La Iglesia Católica no se dividió entre facciones ideológicas diferentes tan drásticamente como la Iglesia Protestante, y nunca sufrió una Kirchenkampf interna entre esas partes. Desde un principio, los líderes católicos fueron más recelosos del nacionalsocialismo que los protestantes. El nacionalismo no estaba tan profundamente arraigado en la Iglesia Católica alemana, y el anticatolicismo exacerbado de figuras tales como Alfred Rosenberg, un destacado ideólogo nazi durante el ascenso nazi al poder, planteó un problema entre los líderes católicos de Alemania y el Vaticano. Además, el partido Centro Católico había sido un aliado clave del gobierno de la coalición en la República de Weimar durante la década de 1920 y estaba alineado tanto con los socialdemócratas como con el Partido Demócrata alemán izquierdista, enfrentándolo políticamente contra los partidos de derecha como los nazis.

De hecho, antes de 1933, algunos obispos les prohibieron a los católicos de sus diócesis que se afiliaran al partido nazi. Esta prohibición quedó sin efecto después del discurso de Hitler del 23 de mayo de 1933 ante el Reichstag, en el que describía al Cristianismo como el “cimiento” de los valores alemanes. El partido Centro se disolvió en 1933 como parte de la firma de un concordato entre el Vaticano y representantes del gobierno nazi, y varios de sus líderes fueron asesinados en la purga de Röhm en julio de 1934.

Concluyendo 

En ambas iglesias alemanas había miembros, incluidos clérigos y destacados teólogos, que abiertamente apoyaban al régimen nazi. Con el tiempo se desarrollaron sentimientos antinazis tanto en los círculos protestantes como en los católicos a medida que el régimen nazi ejercía cada vez más presión sobre ellos. A su vez, el régimen nazi vio posibilidades de disenso en las críticas de la iglesia a las medidas estatales. Por ejemplo, cuando se leyó una declaración protestante desde los púlpitos de las iglesias confesionistas en marzo de 1935, las autoridades nazis reaccionaron enérgicamente arrestando por poco tiempo a más de 700 pastores. Después de que la encíclica papal de 1937, Mit brennender Sorge («Con viva preocupación»), se leyera desde los púlpitos católicos, la Gestapo confiscó copias de oficinas diocesanas en todo el país.

La estrategia general de los líderes protestantes y católicos de Alemania fue la precaución con respecto a la protesta y la transigencia con el estado nazi dentro de lo posible. En ambas iglesias hubo críticas internas acerca de la ideología discriminatoria nazi y las nociones de «arianismo», y surgieron movimientos en ambas iglesias para defender a sus miembros considerados «no arios» por las leyes raciales nazis (por ejemplo, los judíos conversos). Sin embargo, durante todo este período, casi no hubo oposición pública al antisemitismo ni voluntad por parte de los líderes eclesiásticos de oponerse públicamente al régimen contra los asuntos de antisemitismo y la violencia oficialmente avalada contra los judíos. Hubo católicos y protestantes que individualmente alzaron la voz a favor de los judíos, y pequeños grupos dentro de ambas iglesias que se involucraron en actividades de rescate y resistencia (por ejemplo, la Rosa Blanca y Herman Maas).

Después de 1945, el silencio de los líderes eclesiásticos y la complicidad generalizada de los «cristianos comunes» obligaron a los líderes de ambas iglesias a abordar los problemas de culpabilidad y complicidad durante el Holocausto-un proceso que continúa a nivel internacional hasta nuestros días.

En las últimas décadas se ha hablado mucho de las relaciones entre el Tercer Reich y Pío XII . De hecho, la publicación de una parte del archivo vaticano del periodo nazi ordenada por el Papa Francisco esta semana, y un nuevo libro han reabierto una vez más el debate sobre el supuesto silencio del primer Pontífice al que siempre han reporchado que no condenara el Holocausto. Para unos fue el ‘Papa de Hitler’ , tal y como le han apodado, y para otros fue un santo que hizo todo lo que pudo en la devastadora guerra que le tocó vivir.

El nuevo libro de David I. Kertzer , ‘Papa en guerra’, que se publicó en España a finales de 2022 y que fue un ‘best seller’ en Estados Unidos en 2021, ha levantado ampollas en el Vaticano. Los documentos consultados por el historiador estadounidense y expuestos en su obra revelan intensas búsquedas de documentos de bautismo, listas de nombres de personas conversas entregadas por la Santa Sede al embajador alemán durante la Segunda Guerra Mundial y desesperadas llamadas de católicos al Pontífice para que encontrara a descendientes de judíos.

El ensayo de Kertzer, así como la inmediata reacción crítica del Vaticano ante sus informaciones, es una muestra más de que el estudio de las diferentes iglesias alemanas y su relación con el Tercer Reich se ha centrado, por lo general, en la figura de Pío XII. Es como si antes de su controvertido papado, iniciado solo seis meses antes del comienzo de la guerra, no hubiera habido ningún problema en lo que a las confesiones se refiere. Pero nada más lejos de la realidad. Hitler ya llevaba en el poder 12 años y el nazismo ya había expresado sus propias ideas sobre la religión en Alemania desde 1920.

En el artículo 24 de sus estatutos, publicados el 24 de febrero de ese mismo año, 1920, el partido ya cargaba contra los judíos, aunque representaran en ese momento menos del 1% de la población alemana. Y, sin embargo, mostraban respeto por las otras confesiones: «Exigimos la libertad de todos los credos religiosos en el Estado, en tanto que no pongan en peligro la existencia del Estado ni entren en conflicto con la cultura y las creencias morales de la raza germánica. El partido como tal se atiene al punto de vista de un cristianismo positivo sin atarse confesionalmente a ningún credo en particular. Combate el espíritu materialista judío a nivel nacional e internacional».

Para finalizar, transcribo el artículo 16 y 30 del Concordato de 1933 con el III Reich:

Artículo 16 – Los obispos, antes de tomar posesión de sus diócesis, prestarán en manos del lugarteniente del Reich (Reichsstatthalter) en el estado competente o bien en manos del Presidente del Reich un juramento de fidelidad según la siguiente fórmula: “Delante de Dios y sobre los Santos Evangelios, juro y prometo, como corresponde a un obispo, fidelidad al Reich alemán y al Estado… Juro y prometo respetar y hacer respetar por mi clero el Gobierno establecido según las leyes constitucionales del Estado. Preocupándome, como es mi deber, del bien y del interés del Estado alemán, en el ejercicio del sagrado ministerio que se me ha confiado, trataré de impedir todo daño que pueda amenazarlo”.

Artículo 30 – En los domingos y en las fiestas de precepto, en las iglesias catedrales, como también en las parroquiales, filiales y conventuales del Reich alemán se recitará al final del servicio religioso principal, en conformidad con las prescripciones de la Sagrada Liturgia, una oración por la prosperidad del Reich y del pueblo alemán.

Conclusión

El principal problema con el debate histórico hasta hace poco ha sido la ausencia de la vista pública de documentación definitiva sobre el papel del Vaticano en tiempos de guerra; excluidos de sus archivos durante décadas, los muchos historiadores y eruditos de renombre que tomaron un lado u otro no tuvieron acceso a los registros críticos sobre Pío XII que finalmente fueron revelados por el Papa Francisco en 2019, quien declaró que la Iglesia “no debería tener miedo de la historia”. 

Gracias a la apertura de los archivos, el relato autorizado de las acciones de Pío XII (o la falta de ellas) con respecto al programa de exterminio nazi finalmente se publicó el año 2022. El libro del historiador de la Universidad de Brown David Kertzer “El Papa en guerra” le valió un segundo Premio Pulitzer – ganó el primero por su estudio de la relación de Pío XII con el dictador italiano Mussolini – y un montón de críticas elogiosas, pero sorprendentemente no ha tenido ningún impacto en las deliberaciones de las dos partes principales en la disputa. En las pocas ocasiones en que ha abordado los hallazgos de Kertzer, el Vaticano ha estado dogmáticamente a la defensiva, mientras que las organizaciones judías y el gobierno israelí, comprensiblemente nerviosos por sacudir sus cálidas relaciones con la Iglesia Católica, no han pedido a las autoridades papales que reconozcan la verdad sobre Pío XII y terminen, de una vez por todas, el proceso de canonización. 

La principal contribución de Kertzer ha sido hacer estallar el mito, sostenible mientras los archivos del Vaticano estuvieron cerrados, de que Pío XII se abstuvo de hablar sobre la difícil situación de los judíos de Europa porque hacerlo habría empeorado su situación. Pero ya no hay excusa para defender a un Papa que, como escribe Kertzer, fracasó manifiestamente “en denunciar claramente a los nazis por su campaña en curso para exterminar a los judíos de Europa, o incluso permitir que la palabra ‘judío’ escapara de sus labios mientras estaban siendo asesinados sistemáticamente”. 

Eso no significa que Pío XII no desaprobaba en privado la persecución nazi ni dejaba sus objeciones discretamente claras en encuentros personales. Lo que Kertzer nos muestra, sin embargo, es que el canal directo de Pío XII a Hitler abierto desde el principio durante la guerra lo hizo aún más cauteloso de disgustar al dictador nazi. Por ejemplo, relata cómo, cuando los nazis comenzaron a reunir a los judíos de Roma bajo las mismas narices de Pío XII en octubre de 1943, el Papa envió un emisario al embajador alemán en el Vaticano para preguntar si la operación era estrictamente necesaria en ese momento. Cuando el embajador explicó que la redada había sido ordenada por el propio Hitler y preguntó si el Vaticano todavía quería protestar, el emisario de Pío XII objetó. 

En última instancia, Pío XII tomó una decisión consciente desde el comienzo de su papado de priorizar la retención de buenas relaciones con Mussolini y evitar ofender a Hitler, con el fin de “planificar un futuro en el que Alemania dominaría Europa continental”, como escribe Kertzer. Sin embargo, cuando la suerte de la guerra comenzó a cambiar en 1942 con una serie de victorias militares aliadas, Pío XII todavía se apegó a su evaluación inicial. Al cerrar su libro, Kertzer observa acerbamente que en un “momento de gran incertidumbre, Pío XII se aferró firmemente a su determinación de no hacer nada para antagonizar a ninguno de los dos hombres. En el cumplimiento de este objetivo, el Papa tuvo un éxito notable”. 

Si la Iglesia realmente no tiene ninguna razón para “temer a la historia”, entonces debe registrar la medida completa de la minuciosa investigación de Kertzer. Ocho décadas después de que terminara la guerra, se ha logrado mucho para lograr una reconciliación histórica entre la Iglesia Católica y los judíos, pero ese proyecto permanecerá inacabado mientras la santificación de Pío XII siga siendo una posibilidad. Lo que se necesita de los líderes de la Iglesia y de los líderes judíos por igual ahora es la cualidad que le faltaba a Pío XII: coraje. 

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