Verus Israel. Alemania. (VI)

LA CUESTIÓN JUDIA Y LA REPÚBLICA DE WEIMAR

Los judíos constituían menos del uno por ciento de la población de Alemania durante la República de Weimar, el período desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta el surgimiento del nacionalsocialismo. Si bien vivían casi exclusivamente en aldeas y pueblos a comienzos del siglo XIX, en el año 1900, la mayoría de los judíos alemanes — aunque no todos ellos — vivían en grandes ciudades. Mientras que en 1910 el sesenta por ciento de los judíos alemanes vivían en áreas urbanas con más de 100.000 habitantes, en 1933, más del setenta por ciento residían en ciudades. Solamente el diez por ciento vivía en el campo, mientras que el veinte por ciento vivía en pueblos más pequeños y aldeas. Según un censo de 1925, 564.973 judíos registrados vivían en la República de Weimar, 71,5% de los cuales residían en la mayor provincia de Alemania, Prusia.

Los académicos han comprendido por mucho tiempo que el antisemitismo más agresivo, los repetidos reveses económicos y la inestabilidad política asociada marcaron los límites de la aculturación judía durante la República de Weimar. Sin embargo, en años recientes, investigadores han explorado el modo en que estas tendencias ayudaron a fomentar un sentido de identidad comunitaria entre una amplia gama de judíos alemanes.

Una organización que se encontraba sólo en Europa central, Gemeinde (comunidad; en plural, Gemeinden), actuaba como centro de la vida judío-alemana. Creada para centralizar las actividades judías locales, la Gemeinde incluía a todos los judíos dentro del país, incluso los que no eran ciudadanos. Las Gemeinden, que, durante la República de Weimar, se convirtieron en empresas públicas, eran facultadas por el gobierno para organizar los asuntos locales comunitarios y rituales de los judíos. Contrataban rabinos y funcionarios religiosos, mantenían y construían sinagogas y dirigían diversas instituciones, tales como periódicos, sociedades, bibliotecas, centros de salud y fondos de caridad. Los impuestos, recaudados por el gobierno en nombre de los judíos o por la propia comunidad, sustentaban las actividades comunitarias.

Dentro de las Gemeinden, los judíos expresaban las identidades comunitarias de muchas formas: participación local en movimientos juveniles, grupos sionistas, tales como Brit Shalom, nuevas escuelas judías, fraternidades judías de alumnos, sociedades de atletas, bibliotecas judías, logias B’nai B’rith, sociedades de canto, artes visuales y museos judíos.

A nivel nacional, en 1893, los judíos se organizaron en contra de los ataques antisemitas en la Unión Central de Ciudadanos Alemanes de la Fe Judía. Otras organizaciones, tales como la Asociación de Soldados Judíos del Frente del Reich (más de 100.000 judíos alemanes prestaron sus servicios durante la Primera Guerra Mundial; unos 12.000 murieron por su país) o la feminista Liga de Mujeres Judías, fundada en 1904, representan las muchas formas de solidaridad étnica entre los judíos alemanes antes de la Primera Guerra Mundial y después de ella.

Los intentos de promover un sentido de la identidad judía en Alemania eran muy diferentes a la manera en que se asociaban los judíos en Europa oriental. Los judíos alemanes no desarrollaron ningún sindicato y crearon muy pocas asociaciones profesionales. Aunque muchos judíos eran aclamados en las artes, las actividades culturales como la música y el teatro (excepto la literatura) raramente se organizaban con el auspicio judío.

El perfil profesional de los judíos alemanes difería notablemente del de la población general. Históricamente, los judíos tenían prohibidas muchas iniciativas y estaban representados en forma desproporcionada en algunas áreas de la economía, tales como el periodismo, las leyes, la medicina y la venta minorista. Estaban concentrados en una pequeña cantidad de profesiones (con más frecuencia, en áreas urbanas) y eran especialmente visibles para los detractores, a menudo violentos, de la República de Weimar. Mientras que la mayoría de los judíos alemanes eran de clase media, una importante proporción de los que vivían en la Alemania de Weimar, muchos de los cuales eran refugiados de Europa oriental de habla yidis, se ganaban la vida a duras penas como obreros industriales, artesanos o vendedores ambulantes. La hiperinflación de principios de la década del veinte y la Gran Depresión (ocasionada por la caída de la bolsa de Estados Unidos en 1929) complicaron en gran medida la vida de casi todos los judíos alemanes.

La cuestión judía.

La cuestión social, como se ha puesto de manifiesto repetidamente en las lecturas sobre el fracaso de la República, es sin duda una de esas fuerzas centrífugas que provocaron su desplome, materializado en la confrontación entre el capitalismo y una idea de igualdad social (Kershaw, 1990). Pero otro tema estaba también muy presente y larvado desde el siglo XIX, al que Arendt dedica buena parte de sus análisis desde sus años de juventud: la cuestión judía. La situación social, política y jurídica de los judíos en Alemania nos muestra otra constelación de problemas relevantes, de los que Arendt dará buena cuenta: el antisemitismo, los problemas de la asimilación, los derechos de las minorías y el fracaso de los «derechos del hombre».

En 1897 hicieron su aparición los primeros movimientos políticos antisemitas en Alemania, Austria, Francia y Rusia. Wilhem Marr, el padre del antisemitismo moderno, publicó en ese año su ensayo “El camino hacia la victoria del germanismo sobre el judaísmo”, y organizó la Liga Antisemita. Con ello había nacido el antisemitismo moderno, caracterizado por considerar a los judíos no desde el punto de vista religioso, sino racial, como un poder extranjero, enemigo del nacionalismo, e incorporando el antisemitismo en el discurso de los partidos políticos. Desde finales del XIX existían en Alemania partidos nacionalistas (pangermanistas) que apoyaban el imperialismo alemán y propugnaban la exclusión de los judíos de los derechos civiles y políticos alcanzados desde mediados del XIX. Imperialismo y antisemitismo iban de la mano. «El antisemitismo impregnó todos los movimientos conservadores alemanes, y se consideró indispensable para la consideración de los intereses nacionales» (Karady, 2000). La configuración del judío como la alteridad negativa impregnaba los discursos sobre la articulación de la identidad alemana. Eran percibidos como elementos extraños a la nación alemana. El antisemitismo, además, estaba muy presente no solo en el Ejército, sino también en la cultura y las universidades.

En este sentido, Enzo Traverso sostiene que, en realidad, no se produjo un diálogo entre judíos y alemanes, ni siquiera en la República de Weimar: «Jamás los alemanes tomaron a los judíos como interlocutores». Lo que se produjo, lejos del diálogo o la simbiosis, fue un «monólogo judío» (Traverso, 2005). De una manera similar, y de acuerdo con ello, para Arendt no hubo tal diálogo, y mucho menos pluralismo, sino asimilación, abocando a los judíos a ser o bien parias o bien advenedizos (los «judíos excepcionales»), como vamos a ver.

Desde la promulgación del Decreto de Emancipación de 1812, el precio que pagar por la ansiada igualdad de derechos fue la asimilación, entendida en términos de aculturación. Emancipación y asimilación iban de la mano. La asimilación se planteaba como el precio a pagar por la emancipación. La integración de la población judía significaba a la vez un proceso de secularización en consonancia con una «modernización» del judaísmo (Mosse, 1995). Los primeros en desear la asimilación, esto es, la aceptación social, serían los intelectuales judíos. Esa aceptación por parte de los gentiles les era otorgada porque constituían «judíos de excepción», diferenciados del pueblo judío «ordinario» (usualmente identificados con los judíos provenientes del Este de Europa, los ashkenazis). Esto creaba la paradoja de que se les exigía ser y no ser judíos. La asimilación significó, en palabras de Arendt, «ser individuos, como los otros, fuera de casa, y judíos en casa» (Arendt, 1998). Esto es, la paradójica figura del non-jewish Jew. En sus propias palabras: «Lo que la sociedad no judía requería era que el recién llegado estuviese “educado” como ella misma y que, aunque no se comportara como un “judío ordinario”, fuese y produjese algo fuera de lo ordinario, dado que, al fin y al cabo, era un judío».

Por consiguiente, estaban condenados a la originalidad, a despuntar como individuos y destacarse de los «hermanos retrasados». Ese afán de distinción dio lugar a la creación del estereotipo sicológico del judío, expresión de la judeidad (Jewishness). Sus atributos serían la humanidad, la amabilidad, la exención de prejuicios y la sensibilidad ante las injusticias. Por otro lado, el «judío ordinario» sería descrito bajo el estereotipo de inhumanidad, avaricia, insolencia, servilismo y determinación para seguir adelante. Arendt destaca el hecho de que los judíos tuviesen que elegir entre seguir siendo un paria social, esto es, un extranjero no asimilado, o un advenedizo (parvenu), identificado con lo excepcional, que no acababa de asumir su diferencia sin avergonzarse: «El judío sentía simultáneamente el pesar del paria por no haber llegado a ser un advenedizo y la mala conciencia del advenedizo por haber traicionado a su pueblo y trocado la igualdad de derechos por los privilegios personales».

Por tanto, parvenus (judíos excepcionales) o parias eran las identidades políticas, las posiciones políticas que podían adoptar los judíos en el marco de la asimilación. Sin embargo, también hubo reacciones a la asimilación dentro de la misma comunidad judía. Algunos, como el filósofo Martin Buber, se replegaron en la búsqueda de un pasado no asimilado en las raíces comunitarias, relacionado con la mística y la religión. Otros propugnarían un nacionalismo judío con la vista puesta en Palestina, como Kurt Blumenfeld. Y, finalmente, tendríamos a aquellos a los que Arendt denominará «parias conscientes», tomando este término de Bernard Lazare, periodista judío francés (1893), defensor de Dreyfus. El paria consciente es aquel individuo que plantea su entrada en la esfera pública reconociendo su diferencia, en este caso como judíos, sacando a la luz por tanto su identidad y planteándola como una cuestión no de mero triunfo social, sino política: «Una admisión de los judíos en las filas de la humanidad como judíos» (Arendt, 2007d). Para Arendt, la autoconciencia de este tipo de paria supone una tradición perdida, representada únicamente por individuos aislados —no por grupos o colectivos— tales como Heinrich Heine, Rahel Vargahen, Bernard Lazare, Franz Kafka o Walter Benjamin, entre otros. Se trata de personas que no aceptan la conformidad ni la renuncia a su identidad (Sánchez, 2003). Así, Arendt señalará en este sentido: «Cuando uno es atacado como judío, solo puede contestar como judío, bajo la identidad que es objeto de ataque, no como alemán o francés, no como defensores de los derechos humanos» (Arendt, 1993). Con esta afirmación la cuestión de la identidad diferenciada se expone no ya como un problema social, de aceptación social, de conformismo, sino político. La asimilación, en este sentido, mostraba una falsa igualdad, una igualdad social que usurpaba la genuina igualdad política.

La República de Weimar mantuvo también el asimilacionismo tan presente en la historia de la Alemania moderna. La integración de los judíos se identificaba con la asimilación, con la existencia de los judíos excepcionales en las artes, la cultura… Weimar fue conocida como una «República judía». La experimentación artística vanguardista, anticonformista y crítica, creó un falso clima de libertad, mientras que, al mismo tiempo, la literatura popular antisemita alcanzaba una gran difusión. El antisemitismo extremo no hacía más que crecer, convirtiendo a los judíos en chivos expiatorios de los problemas políticos que arrastraba Alemania. Como señalan Traverso (2005) o Peter Gay (1968), la aparente «integración» solo se correspondía con una minoría de intelectuales avant garde, mientras que el resto de las instituciones culturales seguían siendo conservadoras y antisemitas. Los intelectuales judíos se identificaban con la cultura alemana y la experimentación cultural que se produjo en Weimar, pero la cultura alemana hacía tiempo que había decidido que no formaban parte de ella.

Referencias

En Sánchez Muñoz, C. (2021). Hannah Arendt y la república de Weimar: una relación oculta. Revista de Estudios Políticos, 192, 13-36.

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