LAS DOS ALEMANIAS: AUSTRIA Y PRUSIA
El XIX fue el siglo del pensamiento romántico, bajo el influjo del cual diversas naciones aspiraron a convertirse en un único país. Alemania fue una de ellas, pero la cuestión era cómo: aunque compartieran una lengua y hasta cierto punto un bagaje cultural común, existían grandes diferencias entre ellas. Austria y Prusia, los dos estados germánicos más poderosos tras la desintegración del Sacro Imperio, y por ende los únicos en condiciones de liderar el camino hacia la unidad, eran muy diferentes y se convirtieron en rivales feroces.
Austria era un imperio plurinacional y conservador, cuyos súbditos eran en buena parte católicos; Prusia en cambio era un reino mayoritariamente protestante, burgués y algo más liberal, aunque igualmente autoritario. La élite prusiana abogaba por la creación de una Gran Alemania que uniera -bajo su liderazgo, naturalmente- todos los territorios de cultura germana; algo a lo que se oponía la corte austríaca, puesto que suponía renunciar a buena parte de sus territorios y terminar probablemente en un lugar secundario respecto a Prusia.
Austria y Prusia eran los dos estados germánicos más poderosos tras la desintegración del Sacro Imperio y se convirtieron en rivales feroces.
Prusia tenía buenos motivos para desear la unidad más que Austria: su industria y comercio podían beneficiarse enormemente de la exportación de productos y materias primeras. Un primer paso en ese sentido fue la creación en 1815 de la Confederación Germánica, formada por 39 estados incluyendo a Austria y a Prusia. Aunque sus miembros mantenían su independencia, el objetivo era avanzar hacia una unidad mercantil y política, pero la rivalidad austro-prusiana lo impidió y finalmente se disolvió en 1848.
El siglo XIX y la emancipación judía. El legado de Mendelsson
En 1789 Europa fue sacudida por la Revolución Francesa y sus ideales de libertad. Se estima que, en aquella época, vivían en los estados germánicos 60.000 judíos. El número había aumentado considerablemente con la expansión del territorio de Prusia después de tres guerras sucesivas. Pero las libertades limitadas de las que disfrutaban ciertos judíos en el centro de Prusia (Brandeburgo, Pomerania y Prusia Oriental) no se extendieron a los judíos anexados de Silesia, Prusia Occidental y Posen.
Aunque existen numerosas comunidades judías en ciudades como Hamburgo y Frankfurt, a medida que Prusia expande su poder, su capital, Berlín, se convierte en el centro de los judíos alemanes.
La noticia de la emancipación de los judíos franceses se extendió por toda Europa como un rayo de esperanza. Alentados, los judíos de Alemania intentan abogar por la igualdad civil. A partir de 1792, líderes de diversas comunidades judías se acercaron a los gobernantes de los reinos germánicos pidiendo la concesión de igualdad de derechos a los judíos. Pero tus esfuerzos son inútiles. Cada vez que los judíos pedían más derechos, los ciudadanos alemanes hacían contrapeticiones para “mantenerlos en su lugar”. La perspectiva de la emancipación judía asustó a la mayoría de los alemanes, que seguían viendo a los judíos como “extranjeros oscurantistas, que no compartían las tradiciones germánicas y cristianas”. Según Johann Fichte, el filósofo alemán que fue uno de los creadores del movimiento conocido como Idealismo Alemán, “La única manera de conceder derechos civiles a los judíos es decapitarlos por la noche y ponerles una nueva cabeza a la mañana siguiente. siquiera una sola idea judía”.
Mientras los judíos alemanes intentaban obtener su igualdad civil, Napoleón Bonaparte, en Francia, después de consolidar su poder, se preparaba para conquistar a sus vecinos europeos. No había ninguna combinación de ejércitos que pudiera interponerse en el camino del Emperador. Sus tropas destrozaron sistemáticamente la coalición de los ejércitos prusiano, austriaco y ruso.
Napoleón esperaba contar con el apoyo de las poblaciones judías, pero a pesar de sufrir la intolerancia cristiana, la mayoría de los judíos de los estados germánicos se negaron a actuar contra sus gobernantes durante las guerras napoleónicas. La lealtad, en el caso de los judíos de Prusia, y particularmente de Berlín, estaba dictada por su patriotismo, ya que se consideraban prusianos. Quienes vivían en los guetos lo hacían por miedo a represalias. Como dijo un comandante francés: “Los pájaros enjaulados silban las canciones que les enseñan”…
Pero, en cada ciudad ocupada, las tropas francesas literalmente derribaron los muros del gueto, y fueron sus oficiales quienes hicieron que los judíos salieran por los agujeros de los muros. Además, en todos los territorios ocupados por los franceses se estableció constitucionalmente la igualdad de los judíos ante la ley, así como la igualdad legislativa para todos los habitantes.
En Prusia, la situación de los judíos era la más complicada. Puede que los prusianos hubieran sido derrotados, pero el país no había sido ocupado por soldados franceses y se había impuesto una nueva serie de regulaciones a la comunidad judía, facultando a la policía para castigar cualquier comportamiento judío “sospechoso”. El rey Federico Guillermo III admitió una “cierta dureza” en la nueva legislación, pero la consideró justificada, ya que los judíos “constituían un Estado dentro de un Estado”. No importaba que siempre hubieran demostrado lealtad y patriotismo. Guillermo III se resistió a los intentos de emancipación judía, insistiendo en que los judíos debían demostrar que eran «dignos de recibir la ciudadanía». Finalmente, el 11 de marzo de 1812, los judíos de Prusia fueron emancipados. Pero aún así fue una concesión parcial, ya que no podían ocupar cargos gubernamentales. Seguían siendo sospechosos de deslealtad, independientemente de que habían participado en la campaña militar contra los franceses y de que muchos habían muerto.
En cierto modo, en Berlín los muros de la segregación social habían sido derribados antes de la emancipación judía. Un número cada vez mayor de miembros de la élite judía empiezan a vivir en dos mundos: el judío y el alemán. Sus hijos ya dominaban el idioma alemán y creían que su nivel de Cultura Los haría 100% alemanes. Esta nueva tolerancia hacia las élites judías permitió, a finales de la década de 1780, el florecimiento en Berlín del gusto por los salones literarios. Muchas de estas salas pertenecían a judíos y proporcionaban espacio para una gran interacción entre cristianos prusianos y judíos.
No disponemos de datos fiables sobre la primera ola de conversiones judías al cristianismo. Como no querían enfrentar la desaprobación de las familias y la comunidad, muchos mantuvieron esta decisión en secreto. Pero las cifras fueron las más altas de Europa. Según el historiador Heinrich Graetz, la mitad de la comunidad judía de Berlín se había convertido, incluidos cuatro de los seis hijos de Mendelssohn.
El fenómeno quedó prácticamente restringido a la clase media alta y alta, el resto de la población judía se mantuvo fiel a su fe. La mayoría de ellos estaban motivados por consideraciones pragmáticas: mejorar su estatus social, lograr un avance académico o profesional, un puesto en el gobierno o casarse. Entre los ricos hubo quienes resistieron. En 1816, al llegar a Berlín, Carl von Rothschild escribió a sus hermanos: “Podría casarme con la chica más bella y rica de Berlín. Pero no lo haría ni por todos los tesoros del mundo. Aquí en Berlín, si una muchacha no se convierte, uno de sus hermanos o cuñados ciertamente lo es…”.
Fritz Mauthner, un renombrado filólogo converso, afirmó que, aunque era posible que un judío se convirtiera por pura convicción, él nunca se había topado con uno. El poeta Heinrich Heine llamó al bautismo el “boleto de entrada a la cultura europea”. Un boleto que prometía igualdad –si no inmediatamente, en algún momento en el futuro. A los judíos les tomó algún tiempo darse cuenta de que el bautismo no resolvería los problemas generados por siglos de segregación, prejuicios y restricciones legales.
Liberalismo y revolución
El año 1848 trajo una ola de revoluciones liberales en diversos países de Europa, en cada uno motivado por sus propios motivos, pero con dos denominadores comunes: el choque entre el Antiguo Régimen y las nuevas corrientes democráticas nacidas de la Revolución Francesa, y la lucha de poder entre las viejas élites aristocráticas y la burguesía industrial en ascenso.
En el caso de los estados alemanes la razón principal era el descontento, entre las clases populares y medias, con las viejas estructuras de poder autocráticas heredadas del Sacro Imperio, que les impedían el ascenso social. Las protestas fueron especialmente intensas en estados del oeste alemán, donde los revolucionarios aspiraban a establecer regímenes democráticos y obtuvieron algunas victorias, como la creación de parlamentos y el derecho al voto. Pero la heterogeneidad de sus miembros, que había sido al principio su gran fuerza, propició pronto su división y derrota.
Las revoluciones de 1848 coincidieron con un fortalecimiento de Prusia respecto a Austria, a la cual le había surgido una nueva preocupación: las tensiones en Lombardía y Véneto con el Reino de Cerdeña, que aspiraba a su vez a formar un estado italiano y encontró un aliado en Prusia, puesto que a ambos les interesaba debilitar al Imperio Austríaco en su propio beneficio. Esta situación transfirió a la monarquía prusiana todo el liderazgo de la unificación alemana, mientras la corona austríaca pugnaba por mantener unido su imperio multinacional.
“Hierro y sangre”
En enero de 1861, el príncipe Guillermo de Hohenzollern sucedió a su hermano como rey de Prusia después de tres años ocupando el cargo de regente. Guillermo I era un hombre conservador y criado en la disciplina militar, pero estaba abierto a ciertas reformas controladas para rebajar la tensión. Después de los episodios revolucionarios, Prusia se había dotado de un parlamento -el Landtag- de mayoría liberal, con el cual la monarquía mantenía un delicado equilibrio.
Para reafirmar su poder frente al Landtag, Guillermo propuso como primer ministro al general Otto von Bismarck, miembro de una aristocrática familia sajona. A diferencia del rey, que mantenía un perfil educado y correcto, Bismarck era un hombre abiertamente autoritario, ferozmente antiliberal y luterano convencido, que creía ciegamente en el papel preminente de Prusia y en que la unidad alemana solo podía lograrse mediante las armas. Así queda reflejado en su famoso discurso ante el Landtag, pocos días después de tomar posesión del cargo, que ha pasado a la historia con el título no oficial de “Hierro y sangre”:
“Alemania no busca el liberalismo de Prusia, sino su poder. Baviera, Wurttemberg, Baden pueden disfrutar del liberalismo, y nadie les asignará el papel de Prusia. Prusia tiene que unirse y concentrar su poder para el momento oportuno, que ya ha pasado de largo varias veces. […] Las grandes cuestiones de la época no las decidirán ni los discursos ni los acuerdos por mayoría -ese fue el gran error en 1848 y en 1849-, sino el hierro y la sangre”.
Bismarck puso en práctica su discurso en los años siguientes: tres guerras -contra Dinamarca en 1864, contra Austria en 1866 y contra Francia en 1870- transfirieron a Prusia la autoridad sobre muchos territorios de habla alemana, debilitando al Imperio Austríaco y provocando la caída del Segundo Imperio Francés, sus grandes rivales. Austria se vio aún más debilitada por la pérdida, en favor de Italia, de la Lombardía en 1859 y del Véneto en 1866.
El Segundo Reich
El momento era propicio para consolidar el poder de Prusia y para cristalizar esa unificación a la que el romanticismo alemán aspiraba. Un primer paso fue la creación en 1867 de la Confederación Alemana del Norte, que sustituía a la antigua Confederación Germánica y, que al contrario que esta, podía funcionar como un verdadero estado, con un parlamento nacional -el Reichstag- con amplias competencias legislativas y un Consejo Federal formado por representantes de todos los estados constituyentes. Aunque legalmente era una confederación de estados iguales, otorgaba grandes poderes a la figura del canciller -el propio Bismarck, que pasaría a la historia como “el canciller de hierro”- y, por lo tanto, daba el liderazgo de facto a Prusia.
La aplastante victoria contra Napoleón III en la Guerra franco-prusiana de 1870 dio el impulso final. Bismarck, aprovechando el vigor que ese triunfo daba al nacionalismo alemán, pactó con los representantes de varios estados de la Confederación la concesión de mayores ventajas si accedían a completar la unificación formalmente y a proclamar al rey Guillermo como Kaiser, Emperador de Alemania. En diciembre de ese año el Reichstag aprobó otorgar dicho título al monarca.
El escenario para la coronación no podía ser mejor: la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, la morada de los grandes reyes franceses en el apogeo de su poder. La fecha escogida tampoco fue casual: el 18 de enero de 1871, el mismo día en el que, en 1701, su antepasado Federico I había sido coronado rey de Prusia, iniciando la historia de la nación que ahora guiaba a la nueva Alemania. La Confederación desapareció para dar lugar al Segundo Imperio alemán, asumiendo que el Primero había sido el Sacro Imperio Romano Germánico, del que se consideraba heredero.
El nuevo imperio no nacía exento de problemas. El principal fue la llamada Kulturkampf (“lucha cultural”), una consecuencia de la unificación de territorios política y religiosamente diversos. Bismarck era de un anticatolicismo ferviente y partidario del centralismo, algo que chocaba con la población católica y con las aspiraciones de autonomía de los representantes de los distintos territorios. La posición del canciller se vio muy debilitada cuando el nieto del emperador, Guillermo II, tomó las riendas del estado en 1888. El nuevo Kaiser tenía unos proyectos para el país que diferían completamente de los de Bismarck, especialmente en política exterior, y finalmente le forzó a dimitir dos años después. El Segundo Reich aún perduraría hasta 1918, cuando la derrota en la Primera Guerra Mundial forzó su transformación en la frágil República de Weimar.