Verus Israel. Alemania. (II)

LA EDAD MODERNA Y LOS JUDIOS ALEMANES

La naciente reforma, tempestad desatada por Lutero en 1517, tampoco ayudó a mejorar la situación de los judíos. Sus partidarios mostraron un gran interés por los estudios hebraicos y el propio Lutero tradujo la Biblia del hebreo al alemán. Al principio de la reforma Lutero trató de atraer a los judíos al cristianismo condenando en algunos de sus escritos la actitud de la iglesia católica hacia ellos. Pero ante el poco caso que los judíos le prestaron, se convirtió en su acérrimo enemigo, plasmando su profundo odio en numerosos escritos, como el que publicó en 1553 Von den Juden und ihren Lügen (de los judíos y sus mentiras) en el que se narraban toda una serie de atrocidades y traiciones sobre ellos y se instaba a los cristianos a la violencia antisemita. Así pues, Lutero contribuyó con sus escritos a afianzar en Alemania los prejuicios antijudíos y a envenenar el mundo protestante, tornándose éste casi tan intolerante como el católico. A pesar de las guerras de religión que asolaron Alemania hasta 1648, no se produjeron grandes revueltas antijudías, aunque tanto en los estados alemanes católicos como en los protestantes fueron numerosas las acusaciones de rituales anticristianos a las que se sumaron expulsiones, convirtiéndose éstas en casi una enfermedad crónica durante los siglos XVI y XVII. A pesar de la existencia de judíos cortesanos privilegiados, durante estos últimos siglos la inmensa mayoría de los judíos eran pequeños comerciantes o ropavejeros que vivían sometidos a toda clase de humillaciones y al borde de la pobreza. de este modo, el odio antisemita ha sido perpetuado mediante leyendas y representaciones de la Pasión hasta incluso el siglo XX y, como ya he mencionado anteriormente, fue propagado por ambas iglesias, la católica y la protestante.

Retornamos a la historia de los ashkenazíes, los judíos de Europa Central y Oriental. Y ya puestos en la historia de la modernidad también del encuentro entre estas dos ramas del judaísmo. Como éste es un punto de inflexión en la historia del judaísmo ashkenazí, retornamos al siglo XVII y al período donde tendrá lugar la Guerra de los Treinta Años. Lo que habían sido los antiguos dominios del Sacro Imperio Romano Germánico de habla alemana, en el período moderno era un conglomerado de pequeños estados y principados, donde cada uno tenía su propia ley para los judíos. En total, había alrededor de 1.800 «estados» independientes, incluidas 51 ciudades imperiales libres y 63 principados eclesiásticos. Ésta era una gran y muy incómoda fragmentación política y social para los judíos: en muchos lugares estaba totalmente prohibida la residencia para las comunidades. A veces, cuando finalmente se les permitía establecerse, tenían prohibido realizar cualquiera de las tareas de subsistencia, por lo que para ganarse la vida sólo podían practicar la venta ambulante o ser prestamistas. Además, estaban obligados a portar un signo distintivo de su condición de judíos, para no que fueran confundidos con los cristianos.

A comienzos del siglo XVI un gran número de judíos ya habían abandonado sus muy antiguas tierras de residencia en áreas germánicas como resultado de duras medidas medievales que se habían acentuado a partir del siglo XIV contra los judíos. Una burguesía urbana en ascenso que recelaba y temía la competencia de los judíos en el comercio y en manufactura, junto con la predicación antijudía de los frailes mendicantes, condujo a acusaciones de libelo de sangre o asesinato ritual, a severas restricciones a las condiciones de la vida judía y, a menudo, a la expulsión total. Algunos judíos huyeron de las ciudades, incluidos los famosos asentamientos medievales de Mainz, Speyer, Colonia y Regensburg, y encontraron refugio en los territorios de la pequeña nobleza, donde vivían dispersos en pequeños pueblos y aldeas. Muchos otros abandonaron los dominios germánicos por completo, y se establecieron en Europa oriental o Italia.

La temprana Reforma Alemana, con el profundo antijudaísmo de Lutero, sólo agudizó la retórica contra los judíos, y las expulsiones y acusaciones continuaron. El gran defensor de los judíos del Sacro Imperio Romano Germánico en este período fue Josel de Rosheim, quien trabajó consecuentemente para evitar el deterioro de la posición de los judíos, y de hecho trató de hablar con Martín Lutero (quien se negó a reunirse con él). Los judíos eran particularmente vulnerables en esta región porque estaban atrapados entre el emperador, por un lado, y los príncipes y las ciudades, por el otro. Josel de Rosheim favoreció al emperador, que se oponía a la Reforma, y buscó proteger a «sus» judíos contra los gobernantes locales. Pero el poder del emperador estaba en declive, y como resultado de la lucha de poder entre éste y los gobernantes locales, los judíos a menudo se vieron obligados a pagar impuestos a múltiples autoridades.

Según la historiadora Marga Teter de la Wesleyan University, los desarrollos políticos comenzaron a revertir la espiral descendente de las condiciones durante el siglo XVII. La Guerra de los Treinta Años en particular (1618-1648) fue un punto de inflexión. La devastación de la población, el comercio y el comercio de tierras germánicas en este período hizo que los servicios judíos fueran más bienvenidos. Cuando los judíos del campo huyeron de los ejércitos invasores, se refugiaron en las ciudades más grandes, donde su comercio e impuestos podían hacer que su presencia fuera deseable. Comenzaron a establecerse en ciudades que durante mucho tiempo habían reclamado el derecho a no permitir la instalación de judíos (el privilegio de Non Tolerandis Judaeorum). A menudo el asentamiento fue iniciado por un único judío que recibió un privilegio del gobernante y vino con su familia y entorno.   

En casi todos los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico se establecieron instituciones autogobernadas llamadas Landjudenschaften a las cuales todos los judíos del territorio debían pertenecer. Los estatutos de estas asambleas crearon el marco para la vida interna de la judería regional. En sus reuniones periódicas, se discutieron asuntos de interés social y religioso, se aprobaron ordenanzas y se evaluaron los impuestos. El liderazgo de estos cuerpos reflejaba la estructura emergente de la sociedad germano-judía. El jefe anciano (Oberparnass) solía ser un «judío de la corte», a menudo un miembro de una misma familia durante varias generaciones. El rabino principal (cuyas funciones judiciales fueron definidas por los líderes laicos), por lo general también estaba relacionado con una familia judía de la corte, y esta posición podría pasar a un miembro de la misma familia durante varias generaciones. Así surgió una elite laica y rabínica en el período moderno temprano cuyos miembros estaban vinculados por el matrimonio; una élite que dominaba las comunidades judías en todas las tierras de habla alemana.

En los estados alemanes del siglo XVIII la situación judía no era mucho mejor que la de los siglos anteriores. En el siglo XVIII Alemania no existía como una nación, sino que tras derrumbarse en 1648 el poder central del sacro imperio romano en Alemania, ésta quedó dividida durante los siglos posteriores en diferentes estados y principados absolutistas, cada uno con su propia corte. La mayoría de los judíos del siglo XVIII seguían siendo víctimas del odio cristiano y de un trato inhumano. Como nación en el exilio, los judíos eran únicamente tolerados con repugnancia por los estados receptores y constantemente perseguidos a causa de su religión. Para los alemanes su cultura era incomprensible y por ello la consideraban extraña y extranjera. Así vivían los judíos: observados con recelo como extranjeros, tolerados únicamente en ghettos y molestados continuamente a causa de los prejuicios sociales.

La situación de los judíos en Prusia en el siglo XVIII

 La situación de los judíos alemanes variaba ligeramente de un estado a otro. Poner como ejemplo a Prusia nos permitirá describir la situación general en este siglo de los judíos del ámbito germánico. Es además en este estado donde vivió Moses Mendelssohn, gran pensador y judío alemán. La historia de los judíos en Prusia hasta el edicto de emancipación de 1812 fue una historia de reglamentación estatal y de explotación fiscal. El judío que quisiera una carta de protección o salvoconducto tenía que poder pagar por ella y saber ser útil al estado. En la Prusia de Federico II, la mayoría de los judíos que emigraban de otros estados eran expulsados en la frontera o a las puertas de la ciudad. Tras esta expulsión muchos de ellos se trasladaban mendigando de comunidad en comunidad judía y el resto se convertían en vendedores ambulantes, feriantes y estafadores. Tanto Federico II como su padre Federico Guillermo I despreciaban a los judíos, pero se servían de ellos cuando éstos convenían a sus intereses o a los intereses del estado. Siguiendo la línea de su padre, Federico “el grande” exhortó a sus sucesores en su testamento de 1752 a tener cuidado con los judíos:

Impedir su intromisión en el comercio al por mayor, evitar el crecimiento de su población y por cada deshonestidad que cometan despojarles de su derecho de asilo, ya que nada es más perjudicial para el comercio de los mercaderes que el provecho ilícito que los judíos sacan.

Los judíos de Prusia estaban subordinados o dependían directamente de una administración central: das Generaldirektorium. Ésta solucionaba todos los problemas relacionados con los judíos: comercio, cambio, impuestos, etc. desde la edad media, los judíos no tenían derecho a formar parte del ejército o a realizar el servicio militar y existían bajo la protección del emperador, dependiendo directamente de él. Además, a los judíos protegidos se les cobraban impuestos, el llamado Judenregal. esta protección, el Judenregal (regalía), podía ser concedida, heredada o vendida, contribuyendo así a llenar las arcas del estado. Ya que los judíos, como población tolerada, no tenían derecho a formar parte del ejército, eran considerados legal y socialmente siervos del emperador, y no ciudadanos.

También según el derecho canónico, los judíos eran considerados “siervos eternos”, porque en su ceguera no reconocieron en cristo al hijo de dios. Por ello, al no creer en Jesucristo, tenían que llevar obligatoriamente un símbolo que les distinguiese del resto (normalmente o una mancha amarilla o un sombrero puntiagudo). Por esta forma humillante de distinción los judíos tuvieron que pagar a principios de 1700 ocho mil táleros imperiales. no existe por lo tanto ninguna duda de que la explotación fiscal a los judíos fue una constante en el siglo XVIII. El impuesto de protección, el llamado Schutzgeld fue aumentando con cada cambio de monarca. en Berlín, en 1700, cada comunidad judía tenía que pagar tres mil táleros, en 1768 la suma alcanzaba ya los veinticinco mil. Además, en ocasiones especiales, como permiso de matrimonio, bodas, por cada nacimiento de un niño o por cada incendio declarado, los judíos tenían que pagar al estado.

Después de la guerra de los siete años, Federico II, para llenar las arcas del estado, explotó todavía más a los judíos. además de aumentar el impuesto de protección. En 1766 la comunidad Judía fue obligada, por ejemplo, a comprar anualmente artículos de plata por valor de doce mil táleros, y desde 1769 se forzó a los judíos a adquirir en eventos especiales determinadas cantidades de la real manufactura de Porcelana, como por ejemplo por el nacimiento del primer hijo una cantidad de porcelana por valor de 300 táleros o por el segundo de 500, etc. Además, los judíos tenían que pagar un impuesto por sí mismos, el cual introdujo Federico I y su hijo Federico II mantuvo. Esta humillante aduana (Leibzoll) consistía en que cuando un judío extranjero pasaba a otra provincia o sobrepasaba la frontera de otra ciudad, éste tenía que pagar por su persona una tasa que correspondía aproximadamente al valor de un buey, equiparando así al judío en cuestión con un objeto o mercancía.

A todo este gravamen fiscal se le añadía el hecho de que los judíos estaban excluidos per edictum de todos los negocios propios de los mercaderes burgueses y de formar parte de los gremios. El estado pretendía con ello proteger a los mercaderes cristianos y a los ciudadanos de a pie de las “opresiones” y “daños” de los judíos.

De este modo, estas medidas significaban para la mayoría de los judíos (65%) una vida mísera. Había una clase media (33%) (la cual no correspondía exactamente a la clase burguesa) que vivía del dinero y del comercio con el entorno cristiano. Solamente una pequeña clase alta de judíos con privilegios (2%) vivía con bienestar. Entre los judíos privilegiados de la corte había banqueros, grandes mercaderes, etc. La clase media se componía de pequeños mercaderes, vendedores ambulantes y prestamistas, los cuales vendían sus productos en ferias y mercados. el resto vivía en la pobreza y dependía de la limosna de la comunidad judía. Federico II quería integrar solamente a los judíos ricos de una manera más productiva en la economía. Así se expresa en el edicto de 1750: “aquellos judíos que sean útiles por haber creado fábricas deberían ser especialmente protegidos y obtener concesiones”. Con ello el rey hizo una excepción ya que a los judíos les estaba prohibido “ejercer una profesión burguesa”.

Debido a que la mayoría de los negocios en los que los judíos estaban involucrados tenían que ver con el dinero, se extendió el prejuicio de que éstos tenían una disposición innata para éste y para el provecho, a pesar de que los cristianos eran los únicos que desde la edad media forzaron a los judíos a comerciar con dinero. Por el contrario, como ya he mencionado anteriormente, eran los propios cristianos los que se aprovechaban de los judíos. Durante el siglo XVIII los monarcas prusianos persiguieron evitar la inmigración de judíos y limitar el aumento de los ya allí residentes. Así, un edicto promulgado en 1730 limitaba el número de familias judías en Berlín a 100. Este edicto fue tan estricto que 387 judíos fueron expulsados de Berlín.

En este siglo, a los judíos se les diferenciaba legalmente entre “judíos protegidos ordinarios” (ordentliche Schutzjuden) y “judíos protegidos excepcionales” (auberordentliche Schutzjuden). Los primeros sólo podían declarar legalmente a un hijo, el cual, tras la muerte de su padre tenía derecho a la carta de protección. Los demás hijos tenían que emigrar fuera del país o al menos no dedicarse al comercio. Además, para evitar el crecimiento de la población judía, las autoridades solamente consentían aquellos matrimonios en los que estuviera presente una fortuna considerable o aquellos que aportaran dinero al país. En cambio, a los judíos protegidos excepcionales, solamente tolerados de por vida, no se les permitía declarar legalmente a ningún hijo, excepto si eran capaces de probar una fortuna de mil táleros.

Entre los judíos del siglo XVIII se pueden diferenciar seis grupos que se distinguían entre sí legal, económica y socialmente: la cumbre de este orden social lo formaba una pequeña clase alta de judíos cortesanos privilegiados. Tenían tantos privilegios que casi estaban equiparados en sus derechos como comerciantes a los mercaderes cristianos. Éstos eran proveedores del ejército, fundadores de bancos o manufacturas, consejeros financieros. El segundo grupo estaba compuesto por los judíos ordinarios (ordentliche Schutzjuden). Este grupo sólo podía asentarse en un lugar determinado y tenía derecho a practicar el comercio, por lo que podía ejercer una profesión. Le estaba permitido transmitir la carta de protección a un solo hijo. El grupo lo formaban mercaderes, fabricantes y cambistas que constituían una clase media judía. El tercer grupo estaba constituido por los judíos protegidos excepcionales (auberordentliche Schutzjuden). Como ya he mencionado antes, un miembro de este grupo sólo podía disfrutar de la carta de protección durante su vida y ésta no se podía transmitir a los hijos. Tras su muerte, toda su familia podía ser expulsada. Se trababa en este caso de artesanos, prestamistas, vendedores en mercados, etc. El cuarto grupo estaba formado por empleados de la comunidad judía: rabinos, cantores, empleados de la escuela, vigilantes del cementerio, panaderos, médicos, cocineros. Fuera de la comunidad estos empleados no podían desempeñar ningún oficio o actividad comercial y mientras se prolongase su relación laboral sus derechos eran equiparables a los de los judíos protegidos excepcionales.

Los judíos que no tenían derecho a la carta de protección constituían el quinto grupo. eran miembros de las familias de los judíos ordinarios y de los excepcionales y por lo tanto completamente dependientes, ya que no podían ejercer profesión alguna. Al último grupo pertenecían los sirvientes, ayudantes y empleados de los judíos, los cuales eran solamente tolerados mientras duraba su empleo. Si lo perdían, podían ser expulsados o se les alojaba en una casa de beneficencia, donde se decidía sobre su futuro.

Hasta este momento me he referido a la vida judía desde un punto de vista social y económico, comparando siempre sus derechos y restricciones con las de los cristianos, pero los judíos llevaban una vida propia en la comunidad, el día a día dentro del ghetto era distinto al de los cristianos. En el siglo XVIII los judíos vivían encerrados en sí mismos. a pesar de que la comunidad estaba bajo vigilancia estatal, ésta poseía cierta autonomía. A cambio del dinero de las cartas de protección, el estado permitía a la comunidad organizar su vida religiosa, social y legal. El gobierno le exigía entregar listas de los tolerados y sus cambios y de ocuparse de los judíos que llegaban a las puertas de la ciudad.

La comunidad organizaba la vida religiosa, la jurisprudencia, la escolarización y la beneficencia: cuidado a los enfermos, caridad con los pobres, entierros, etc. Los dirigentes de la comunidad eran un grupo de ancianos elegidos (Parnassim). Ya que tenían como obligación velar por que la comunidad viviese bajo los preceptos de la religión judía, éstos eran normalmente eruditos de las sagradas escrituras, a cuya cabeza estaba generalmente un rabino. La jerarquía de la comunidad se basaba en dos criterios: formación religiosa o bienestar. Si alguien aspiraba a tener una posición respetable en la comunidad tenía que ser o rico o erudito.

La enseñanza estaba organizada de forma muy diferente a la de los cristianos: con cinco años todos los niños eran escolarizados. La escolarización era obligatoria para todas las clases sociales y los niños aprendían a leer y a escribir en hebreo. La educación estaba orientada religiosamente, por lo tanto, a leer y a escribir se aprendía en la Biblia y las enseñanzas estaban limitadas a la Biblia y sus comentarios. Tras ser admitidos en la comunidad con trece años, los niños más inteligentes podían continuar la carrera de rabino en una escuela especial (Jeshiva). en este modelo de educación, materias de cultura general como matemáticas, ciencias naturales, geografía o lenguas extranjeras estaban completamente ausentes. Esta educación meramente religiosa fue criticada por muchos ilustrados judíos, que, en contra de la ortodoxia, veían en una enseñanza de cultura general el único acceso posible a la sociedad cristiana.

La casa de oración, la escuela, la sinagoga y la Jeshiva constituían el centro de la comunidad. Ésta se ocupaba de los enfermos, ancianos, ayudaba a las viudas y huérfanos, alimentaba a los pobres y hacía todo lo posible en lo que concernía a la beneficencia. En referencia a su administración, la comunidad judía tenía sus propias leyes y podía imponerlas. Este hecho provocó en numerosas ocasiones conflictos con el estado absolutista, ya que éste no siempre podía tolerar que el derecho prusiano y el talmúdico hicieran justicia al mismo tiempo. El sistema legal judío estaba basado en su religión. Los judíos creen que es un derecho fundado por dios, por lo tanto, es para ellos un derecho sagrado, ya que el talmud, como enciclopedia del judaísmo contiene también, además de prescripciones y comentarios, la tradición jurídica. El tribunal rabínico protegía la pureza de las enseñanzas, tomaba decisiones de derecho civil (como herencias y separaciones) y solucionaba las contiendas entre judíos. Sin embargo, Federico II restringió la jurisdicción judía y la limitó a resolver únicamente asuntos de carácter religioso.

En Cuadernos de filología. Estudos literarios. Vol. XII (2007) 71-86

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