Los judíos durante la Reconquista
Tras la caída de la monarquía visigoda en la península a manos de los musulmanes en 711, no existen noticias sobre las comunidades judías que permanecieron en el exiguo territorio cristiano hasta pasado siglo y medio. Tampoco es de extrañar, dada la precariedad de la propia existencia de la España cristiana. La inestabilidad de las fronteras con el emirato andalusí se mantiene, con continuos avances y retrocesos, pero puede decirse que los cristianos consiguieron establecerse en la parte noroeste de la península a lo largo del siglo VIII.
A partir de ese momento se llegó a una especie de statu quo con la poderosa Al-Ándalus según el cual el Duero se tomaba como frontera natural entre ambos mundos, aunque con el pago de vasallajes de los cristianos a los musulmanes y con frecuentes incursiones estivales de los andalusíes hacia las tierras del norte. Más adelante, entre los siglos IX y X, se asientan ciudades como Zamora, Burgos y Simancas, y se traslada la capital de Oviedo a León, momento a partir del cual el reino astur pasa a llamarse asturleonés.
Sin embargo, de poco iba a servir a los cristianos adquirir nueva denominación ante el glorioso siglo andalusí en que se funda el califato de Córdoba y la Reconquista cristiana se detiene. Por el noreste, Carlomagno funda el reino de Aquitania, entre cuyas provincias más meridionales se encuentran los Pirineos occidentales. Girona pasaría pronto a formar parte de él. Hasta recién iniciado el siglo IX Barcelona no cayó en manos de los francos. Tortosa se mantuvo en el lado musulmán hasta el final del califato, al igual que las Baleares, que, tras un fugaz intento de independencia, se recuperaron para Al-Ándalus.
Cómo atraer colonos
Se tiene constancia de la existencia de una comunidad judía en Barcelona desde el último tercio del siglo IX, y por el flanco noroccidental de la península existen documentos de principios del X que lo acreditan de Coimbra. En este largo período de incertidumbre territorial se sabe que las comunidades judías eran en su mayoría rurales. Solían instalarse cerca de los monasterios y se dedicaban sobre todo al cultivo de viñedos, por lo general en régimen de propiedad.
También comenzaba a surgir una incipiente capa de judíos urbanos dedicados al comercio y a menesteres artesanales (sastres, zapateros, orfebres, plateros…), así como soldados que los reyes cristianos dejaban como guarnición de protección y defensa en las fortalezas que iban conquistando. Debido a la peligrosidad que suponía para la población asentarse y repoblar los territorios en jaque, las autoridades emitían leyes altamente ventajosas para atraer a nuevos habitantes. Los judíos estaban particularmente protegidos por legislación como el Fuero de Castrojeriz.
Tanto para los reyes asturleoneses como para los navarros, los condes de Castilla o los de Barcelona, los judíos eran parte de su propiedad, y así, por ejemplo, el conde de esta última heredó los bienes de los hebreos muertos tras el saqueo de la ciudad a manos del andalusí Almanzor .
Pero, en general, las ordenanzas contemplan la igualdad de derechos entre cristianos y judíos, como el Fuero de León, lugar en que las crónicas hebreas señalan la existencia de una comunidad bien organizada y asentada. Otro ejemplo de legislación favorable es el excepcional Fuero de Nájera, modelo a seguir en los siglos venideros no solo en Toledo, sino también en León, Aragón y Navarra.
La comunidad judía de la península era con mucho la más importante y numerosa de toda Europa. En la ferocidad de las batallas y en la conquista de las ciudades musulmanas, los cristianos arrasaban con todo aquel que se les cruzase en el camino (además de destruir cualquier tipo de templo, fuese mezquita o sinagoga). Pero a medida que los sucesivos reyes y condes cristianos avanzaron hacia el sur comprendieron que les era imprescindible contar con la comunidad hebrea, tan excepcionalmente apta y adecuada para sus propósitos.
En primer lugar, y ante la expulsión de los musulmanes, eran los únicos habitantes que permanecían en las nuevas tierras conquistadas. Era, además, una población (a diferencia de la cristiana, consistente sobre todo en guerreros o campesinos) con habilidades demostradas en tareas urbanas (comerciantes, artesanos, médicos…) y financieras. No solo contaban con grandes sumas para prestar a los monarcas en caso de necesidad, sino que las propias autoridades les encargaban la acuñación de moneda, como ocurrió en Barcelona en el siglo XI.
La corte castellanoleonesa
Pero, por si todo ello fuera poco, los judíos habían vivido y aprendido de las refinadas cortes andalusíes el arte de la política y de la administración del Estado, gracias a la estima de que habían gozado y los altos cargos que habían alcanzado en ellas. Por supuesto, también hablaban las lenguas necesarias para la vida palatina (romance, árabe, latín, griego). De este modo, la élite de la comunidad judía se vio favorecida y aupada desde muy pronto a similares altos puestos en las cortes cristianas.
Estos grandes personajes judíos, al igual que hicieran los que residieron en tierras musulmanas, protegían los intereses de sus comunidades en materia política y legislativa, al tiempo que respondían de las mismas ante las autoridades cristianas.
Huida al norte
Tras la caída del califato y la etapa de incertidumbre político-social que se abrió en Al-Ándalus, muchos judíos comenzaron a emigrar a los reinos cristianos. Este flujo se intensificó con la masacre de Granada a mediados del siglo XI y la llegada de los almorávides a la península. Alfonso VI los iba recibiendo con los brazos abiertos, hasta tal punto que incluso el papa Gregorio VII se lo recriminó. Toledo se convirtió en la nueva capital y en el referente para los estudios y actividades rabínicos de los judíos españoles.
Cuando Alfonso VI murió a principios del siglo XII hubo un levantamiento general en Toledo, Burgos y León en que se asaltaron y saquearon las propiedades del monarca, entre ellas los judíos. Los conflictos no se detuvieron con el reinado de su hijo debido a las trabas legales antijudías que instauró. En cualquier caso, muchas de estas leyes no llegaron a aplicarse, y por su parte el soberano seguía teniendo hombres de confianza hebreos muy cercanos a él, como Judá ben Yosef ben Ezrá.
Paralelamente, desde Roma se legislan restricciones a los judios en sendos Concilios:
Con Alfonso VIII mejora de nuevo la situación de los judíos del reino castellanoleonés, de tal modo que la nobleza y el clero toledanos atribuyen la desastrosa derrota del rey cristiano ante los almohades en la batalla de Alarcos a la pasional historia de amor que el monarca mantiene con la judía Raquel la Hermosa de Toledo.
En la Corona de Aragón
En lo que respecta a la Corona de Aragón, iniciado el siglo XII, el rey Alfonso I el Batallador conquista Tudela y Zaragoza poco después. No se conservan los tratados de rendición de la capital del Ebro ni los subsiguientes fueros y privilegios, pero se sabe que en Tudela la situación de los judíos no se alteró con la llegada de los cristianos, sino que más bien mejoró, ya que se les aplicó el Fuero de Nájera.
Los condes de Barcelona también contaban con personajes judíos muy próximos. Ramón Berenguer IV, que unificó el reino de Aragón y el condado de Barcelona, confiaba plenamente en sus ayudantes hebreos, no solo para los asuntos de Estado, sino también para los suyos propios en lo tocante a compraventas, transacciones comerciales, bienes inmuebles…
Este mismo conde fue el que a mediados del siglo XII conquistó Tortosa, cuyo fuero de repoblación destaca por las medidas favorables a la comunidad judía. Les otorgó todo tipo de espacios (viviendas, huertas, viñedos…) con la promesa de ampliar la donación si afluían más judíos a la ciudad.
Los cuatro primeros años después de la conquista estarían libres de impuestos, aunque en realidad esta exención duró mucho más. Es más, los pleitos entre hebreos y cristianos solo se tratarían según los privilegios de los judíos de Barcelona. Poco después el conde conquista Lleida, y puesto que parte de la ciudad era propiedad de la orden de los Templarios (también proclives a las buenas relaciones con los judíos), es de suponer que las condiciones del call judío serían igualmente ventajosas, tanto para los antiguos residentes como para los recién llegados.
El hijo de Ramón Berenguer IV siguió la política de su padre en este terreno. De esta primera fase de la Reconquista puede decirse que, en líneas generales, las comunidades judías de la España cristiana prosperaron enormemente, con ciertos altibajos, pero sin duda a un ritmo creciente. Los judíos, al margen de lo que el pueblo llano sintiese hacia ellos (que debía de ser una cordial desconfianza, a veces más acusadamente beligerante, en ocasiones más indiferente), se sentían útiles y protegidos por las autoridades. Estas se veían obligadas por el papa u otras instituciones eclesiásticas a emitir, de vez en cuando, edictos y leyes antijudías. Pero, por lo general, nunca se llevaban a la práctica.
Una política equívoca
A partir del siglo XIII las tornas empiezan a volverse contra el sur musulmán. La batalla de las Navas de Tolosa marca el comienzo del fin, que en este siglo correrá rápido: Fernando III, rey de Castilla, conquista Córdoba, Murcia, Jaén y Sevilla en cuestión de doce años. Su postura ante los judíos resulta un tanto ambivalente, pues si bien en ocasiones parece que no los protege, en otros casos les otorga beneficios y privilegios. Es el caso de la judería de Sevilla, que fue devuelta íntegra a sus antiguos habitantes judíos expulsados tras el paso de los almohades por la ciudad.
Su sucesor, Alfonso X el Sabio, fue más allá, ya que incluso les procura tres mezquitas sitas en la judería para que la comunidad hebrea las convierta en sinagogas, lo cual traspasaba todos los límites imaginables impuestos por el Derecho Canónico. Sin embargo, la postura de este monarca es tan ambigua como la de su padre. Al tiempo que se rodeaba de sabios y estudiosos judíos en la Escuela de Traductores de Toledo, impulsaba la creación de un código legal unificado para todo su reino que abolía privilegios y fueros especiales de antaño, incluidos los de los hebreos.
Se trataba de Las siete partidas, cuyo espíritu está impregnado de los nuevos tiempos que corren, en los que el pensamiento de las autoridades eclesiásticas va ganando cada vez mayor terreno en el componente ideológico del Estado. Pese a todo, los monarcas cristianos se apoyaban a menudo en las comunidades judías, y de hecho era frecuente que emitieran órdenes mediante las que se confirmaban los privilegios de los judíos, en clara contradicción con el código nacional. El propio Alfonso X apoyó la autonomía legal de las aljamas.
En este período la recaudación de impuestos solía arrendarse a particulares, y en multitud de ocasiones la tarea era llevada a cabo por los financieros judíos, que adelantaban a los monarcas el dinero estipulado a cambio de los impuestos a recibir. El cobro de uno de estos gravámenes fue el oscuro final de la relación que “el rey sabio” había mantenido con los judíos de su jurisdicción, final en que casi desaparece la aljama de Toledo.
Pero las juderías españolas no estaban todavía en serio peligro. En todas las ciudades importantes había una nutrida comunidad hebrea, que a lo largo del siglo XIII vería aumentar (a veces desmedidamente) las cargas fiscales impuestas sobre ellas: al ser propiedad del rey, tales impuestos iban directamente a las arcas de este.
La presión de la Iglesia
Por su parte, Jaime I de Aragón toma en cuestión de dos decenios las Baleares, Valencia y Játiva, a mediados del siglo XIII. La línea general de su política para con los judíos fue idéntica a la seguida por sus antecesores en el trono y paralela a lo que en Castilla estaba sucediendo.
Por ejemplo, tras la conquista de Valencia los cortesanos judíos cercanos al rey recibieron, al igual que los nobles cristianos de la corte, tierras y propiedades. Además, la aljama de Valencia gozó también de unos privilegios altamente beneficiosos. Su hijo siguió la misma política de apoyo a la comunidad judía, e igualmente se rodeó de ellos como financieros, médicos y consejeros.
También Jaime I promulgó diversas leyes antijudías presionado por la Iglesia, pero, como ocurriera en Castilla, no las aplicó. El punto oscuro de esta época llegó a Aragón antes que a Castilla, ya que se infiltró desde Francia. En el país vecino las disputas eclesiásticas contra los judíos tenían un tono infinitamente más agresivo que en España, y de allí partieron también las órdenes dominicas y benedictinas para comenzar su cruzada espiritual por todo el orbe cristiano.
En cualquier caso, el declive de los administradores hebreos en el estado aragonés iría pronunciándose. Con la llegada al trono del nieto de Jaime I no hizo más que acentuarse esta tendencia. Agravada por los pesadísimos impuestos que se imponía a los calls, acabó por agotar la vitalidad de las juderías aragonesas.
Una población desconfiada
Los siglos XIV y XV contemplan el lento y doloroso ocaso de los calls y juderías peninsulares en una época caracterizada, por un lado, por la creciente intransigencia de las autoridades eclesiásticas, y, por otro, por la envidia y la desconfianza –tanto del pueblo llano como de la nobleza– hacia los judíos. En Castilla, debido a las necesidades que existían por la guerra contra los musulmanes, aún se encuentran judíos cortesanos con altos cargos en la administración hasta bien entrado el siglo XIV.
Pero el problema político y financiero para las autoridades cristianas eran la usura y el préstamo. Su intención de prohibirlos habría supuesto un empobrecimiento no ya de los potentados judíos de las cortes castellanas, sino de todas las aljamas en general.
Alfonso XI llevó a cabo una gran reforma legal, el llamado Ordenamiento de Alcalá, en que se contempla dicha prohibición, aunque a la postre quedara sin efecto. Poco después moría a causa de la peste negra que asolaba Europa. Por todas partes la devastadora enfermedad levantó furibundas oleadas de antisemitismo, ya que clérigos y monjes aprovecharon la oportunidad para culpar a los judíos del envenenamiento de las aguas que supuestamente trajo como consecuencia la desastrosa y mortífera epidemia.
A mediados del siglo XIV el rey Pedro I el Cruel se enfrenta en una decisiva batalla con su hermanastro Enrique de Trastámara, que le disputa el trono. Pedro estaba apoyado por los judíos del reino, pero esto no les evitó ser perseguidos por sus huestes. Así, aljamas enteras cayeron saqueadas por las fuerzas que defendían uno u otro bando. La guerra concluyó con la victoria de Enrique II y con las juderías castellanas heridas de muerte.
Poco después, el arcediano Ferrán Martínez comienza sus prédicas rabiosamente antijudías en Sevilla, lo que desembocó en las espantosas matanzas que comenzaron en la capital andaluza en 1391 y arrasaron para siempre las juderías de Sevilla, Córdoba, Andújar, Toledo, Burgos, Cuenca, Barcelona y Valencia, entre otras.
El efecto más inmediato que estos terribles sucesos provocaron fue la conversión de miles de judíos que intentaban huir de una muerte irracional. Pasado el pogromo y una vez sucedió a su padre, Enrique III castigó duramente a la ciudad de Sevilla y a sus vecinos con fuertes multas, pero el daño ya estaba hecho.
Sermones incendiarios
Los soberanos aragoneses del siglo XIV se preocuparon de proteger y defender a sus súbditos judíos, siempre y cuando esto no afectara a las directrices generales del Estado y la Iglesia. El rey Jaime II, por ejemplo, permitió el paso a través de sus fronteras a los judíos provenientes de Francia tras el Edicto de Expulsión de 1303. Sin embargo, uno de los espeluznantes acontecimientos de esta época fue la matanza de Estella, en la que las masas asaltaron la judería de la ciudad aragonesa influidos por los sermones incendiarios de los predicadores franciscanos.
También se dejaron sentir las consecuencias de la peste negra en Aragón, donde las persecuciones se desencadenaron como reacción antisemita de la población, mientras las autoridades se afanaban en proteger a los judíos. Reinaba Pedro IV, y hasta el momento de su muerte intensificó con sus ordenanzas y privilegios el renacimiento de los calls, que comenzaron a notar los beneficios de su política. En cualquier caso, representó la repercusión de un lapso de estabilidad, reflejado en las condiciones de vida del judío catalano-aragonés medio, un hombre modesto y de actividades artesanales menores que lo único que deseaba era vivir en paz.
Las cargas impositivas eran también asfixiantes en el reino de Aragón, al igual que lo eran en Castilla, pero a diferencia del reino vecino, la cuestión de la usura no parecía preocupar demasiado a las autoridades. En definitiva, en este siglo XIV el sentimiento antisemita crece entre las masas, alimentado por las órdenes mendicantes y por los inquisidores presentes en Aragón.
En diferentes momentos críticos son estos estamentos los que provocan la conversión forzosa de judíos. Bulos como el de matanzas rituales de niños cristianos en las festividades judías o la profanación de las hostias consagradas, aunque ya presentes en la rumorología colectiva europea desde hacía al menos un siglo, comienzan a tomar consistencia en las mentes simples del fanático populacho cristiano. Es a partir de este período cuando la cuestión de los judíos, los conversos y los judaizantes, empieza a constituir un serio problema social.
En definitiva, en la segunda mitad del siglo XIV el antijudaísmo era ya un fenómeno irreversible en los reinos hispánicos. Alcanzó sus más altas cotas en 1391, con las persecuciones que, iniciadas en el valle del Guadalquivir, se extendieron rápidamente por numerosas comarcas hispanas, provocando la ruina de algunas de las aljamas más importantes. Pese a los esfuerzos posteriores para restaurar las juderías, la comunidad judía nunca se recuperó. Además, el terror producido por los asaltos a las juderías en 1391 hizo que numerosos judíos se convirtieran al cristianismo; precisamente los recelos de la mayoría cristiana respecto a estos «conversos» (algunos de los cuales eran tan ricos e influyentes como lo habían sido los cortesanos hebreos de los siglos XIII y XIV) dieron lugar a un problema que perduró incluso más allá de la expulsión de los judíos en 1492.
Conversión o expulsión
A principios del siglo XV surgió en Valencia un predicador dominico, Vicente Ferrer, que, seguido de una turba de flagelantes, recorrió los reinos de Aragón y Castilla aterrorizando a los judíos y provocando innumerables conversiones a su paso. No solo eso: consiguió llegar a los altos niveles de la administración e influyó en la creación de leyes y medidas antisemitas que buscaban la segregación entre los judíos y los nuevos cristianos, es decir, los conversos que habían ido multiplicándose desde las matanzas de 1391. Porque el problema fundamental que se planteaba con las conversiones forzosas era la falta de convencimiento sincero en el cambio de fe.
Las actividades judaizantes no solo las efectuaban los conversos, sino que las heredaban sus hijos y sus nietos, que las practicaban en lo más recóndito del hogar y de la judería. Sin duda, existían también conversos y familias de conversos sinceramente convencidos, pero ni siquiera estos (por más que mostraran públicamente su devoción cristiana) estaban libres de sospechas y maledicencias por parte de sus vecinos “cristianos viejos”.
En cualquier caso, en las muy laxas monarquías de esa primera mitad de siglo, nadie se ocupó de controlar las actividades judaizantes de los conversos, situación que cambió diametralmente cuando entraron en el panorama los Reyes Católicos. El período de desórdenes institucionales que les precedió tuvo su comienzo oficial en la revuelta civil que estalló en Toledo mediado el siglo, un conflicto de trasfondo sociorreligioso que implicaba a conversos y cristianos viejos.
En él se intentaron resucitar todas las ordenanzas que en el siglo pasado se habían legislado, aunque nunca se hubieran puesto en práctica: la separación total de las comunidades judías y musulmanas respecto a la cristiana, señales específicas en las ropas, prohibición del trato social con los cristianos y apartamiento de los cargos públicos.
Adiós a Sefarad
La guerra civil que se desencadenó por el derrocamiento de Enrique IV y la subida al trono de su hermano Alfonso tuvo un final inesperado con la muerte del infante y el nombramiento como heredera de la hija de Enrique IV, Isabel. Esta se casó con Fernando, heredero a su vez de la Corona de Aragón. Al principio no tomaron un partido definido en el conflicto entre cristianos nuevos y cristianos viejos. De hecho, contaban entre sus consejeros con judíos, conversos y cristianos viejos por igual.
Sin embargo, cuando su posición en el trono estuvo firmemente asentada se decantaron por perseguir a los conversos, acabar con el problema de las minorías confesionales y expulsar a los últimos “extranjeros” musulmanes granadinos del territorio peninsular. En definitiva, quisieron asentar las bases de un estado fuerte y centralizado, en el que no hubiese minorías ni disidencias.
En este contexto, los judíos españoles de finales del siglo XV fueron los que, tras incontables siglos de permanencia en el reino de los tartesos, o Iberia, o Hispania, o Al-Ándalus o reinos cristianos en general, se vieron confrontados con el doloroso destino de abandonar con el corazón sangrante la tierra de Sefarad, la cuna de la civilización judía en Occidente.
El 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos firman el Edicto de Expulsión de los judíos, a los que dan un plazo máximo de cuatro meses para salir del territorio peninsular, dejando atrás todos sus bienes, memoria y raíces. Debieron pasar siglos para que judío alguno volviera a habitar la tierra de sus antepasados, pero ya nunca sería igual.
Con ocasión de la conmemoración en España del «Quinto Centenario», se hizo público el deseo de amplios sectores de la comunidad judía, dentro y fuera de España, de que el edicto de expulsión de 1492 fuera derogado de modo simbólico, pero expreso, por el Gobierno español. No era la primera vez que se solicitaba la derogación del edicto, ya que desde mediados del siglo XIX se habían recibido otras peticiones, en dicho sentido, por los Gobiernos españoles. El edicto de expulsión había sido revocado ya en el siglo XIX. No sólo porque la constitución de 1869, y las posteriores, lo derogaban implícitamente, sino porque el Gobierno español que tomó el poder en 1868 lo derogó expresamente, en noviembre de dicho año, haciéndolo público en un importante acto político y difundiéndose la noticia por toda España. La simbólica derogación expresa que se solicitaba para 1992, había sido ya realizada por el Gobierno español 124 años antes.
En diciembre de 1808 la Inquisición española fue suprimida por Napoleón Bonaparte mediante los decretos de Chamartín que se aplicaron en la España «afrancesada», mientras que en la España «patriota» la abolición se produjo varios años después, por las Cortes de Cádiz el 28 de febrero de 1813. Lo que parece indicar que España no sería un lugar idóneo para vivir la libertad religiosa por los judios durante varios siglos.
Fuente
Número 433 de la revista Historia y Vida. 2004