Para hacer la guerra siempre hay tiempo. (XII)

¿La amnistía como manifestación de la finitud de lo jurídico?

La legitimidad de la pregunta recién planteada no reposa en la postulación apriorística de lo que, con intención crítica, Liborio Hierro tematiza como «una pretendida potestad de perdonar-graciosamente que acompañaría indisolublemente a la potestad de castigar-no-arbitrariamente». Más bien, la pregunta es legítima simplemente porque, como observara Karl Binding a propósito de la fisonomía de la punición estatal, «los seres humanos castigan a seres humanos, y no los hechos a sí mismos». No solo es inteligible, sino también valioso, que en la operación rutinaria de la aplicación de la ley penal esta se nos presente, según la célebre descripción de Kant, como poseyendo el carácter de un «imperativo categórico». Pero que la ley penal exhiba semejante carácter no es independiente de que quienes le dan aplicación la traten como tal. Pues, al igual que cualquier otro estatus normativo, la «incondicionalidad» predicable de la ley penal, consistente en la insensibilidad de su aplicación a consideraciones prudenciales, es un estatus socialmente conferido, y más precisamente: un estatus instituido por las actitudes de quienes toman parte en la práctica de su aplicación. Y es precisamente una absolutización de la esfera en la cual la ley penal se nos presentaría, en sus términos, como un imperativo categórico lo que subyace al enérgico repudio que, en su Rechtslehre, Kant dirige contra la postulación de un «derecho de gracia» no puramente referido a la posible liberación de penas a favor de quienes incurrían en atentados contra el monarca mismo.

Frente a esto, la defensa hegeliana de la institución de la amnistía que aquí se ha presentado descansa, crucialmente, en la puesta en entredicho de esa absolutización de la esfera del derecho. Por ello, no deja de ser una muestra de «ironía de la historia» que Binding reprochara a Hegel haber favorecido una representación mecanicista de la punición como algo que el hecho imputable como crimen desencadenaría por sí mismo, en lo cual se vería reflejada una «sobreestimación del derecho». Según Binding, al presentar su teoría de la «necesidad dialéctica» de la pena, que identificaría esta con la «consecuencia lógica» del crimen, Hegel pasaría enteramente por alto que la imposición de la pena jurídica presupone un «doble acto» del Estado en cuanto titular de la correspondiente autoridad punitiva, a saber: el acto legislativo resultante en la puesta en vigor de la respectiva ley penal, por un lado, y el (complejo) acto jurisdiccional implicado en la persecución y el juzgamiento, por otro. Que la pena deba ser concebida, con Hegel, como la reacción que demuestra la «nulidad» jurídica del crimen, sería indicativo, según Binding, de que aquel identificaría la pena con algo que se seguiría del crimen con «necesidad dialéctica».

El tenor del reproche así formulado muestra que es Binding quien pasa así por alto, empero, algunos datos elementales de la conceptualización de la pena jurídica que Hegel nos presenta en sus Grundlinien. Pues Binding parece asumir que la caracterización de la punición como necesaria respondería al modelo de una necesidad nomológica, o aun metafísica, en el sentido de que aquella se correspondería con un evento que no podría dejar de acaecer tras la perpetración de un crimen. Esto supone desconocer que, para Hegel, el carácter necesario de la punición del criminal responde, más bien, a la noción de una necesidad racional.

El crimen necesita ser cancelado punitivamente, de un modo que haga objetivamente reconocible la refutación de la declaración imputable al criminal en la forma de una demostración de su «nulidad»: el crimen se presenta como una «primera coerción» que, de no ser cancelada, «valdría». Según lo ya explicado, ello volvería racionalmente necesario, a la vez que congruente con el reconocimiento que el criminal mismo merece recibir como agente racional, que esa declaración resulte cancelada a través de una respuesta que la confronte en sus propios términos, haciendo explícita la subsunción del criminal, autorizada por este a través de la perpetración del hecho que le es imputable, bajo la máxima que él ha entablado a través de su actuar, lo cual quiere decir: que la confronte en la forma de una «segunda coerción», que es el estatus que exhibiría la reacción punitiva capaz de producir una «reconciliación del derecho consigo mismo». Y contra lo sugerido por Binding, es claro que Hegel tematiza la punición, así entendida, como una acción ejecutada en respuesta a la toma de posición en la que consiste el crimen, y no como un mero evento que habría de acaecer tras la perpetración de aquel.

Esto último se vuelve indiscutible si nos preguntamos por qué es justamente la superación de las confrontaciones del crimen lo que, tal como nos lo dice el epígrafe que precede al de los Grundlinien, marca la transición desde el dominio del derecho abstracto, en el cual la voluntad libre aparece bajo la forma de la personalidad, hacia el dominio de la moralidad, en el cual la voluntad libre se nos presenta, en cuanto voluntad reflexiva, bajo la forma de la subjetividad. En lo que aquí interesa, y en congruencia con el tenor precedente, la posibilidad misma de que la reacción coercitiva padecida por el criminal se constituya como una instancia de justicia punitiva, y no en cambio como una instancia de venganza –la cual solo podría reclamar ser justa «según el contenido», mas no «según la forma»-, dependería de que esa reacción se corresponda con la pretensión «de una voluntad que como voluntad subjetiva particular quiera lo universal en cuanto tal». Y esto pasa por la institucionalización jurídica de la reacción punitiva al crimen, lo cual condiciona, ulteriormente, que esa reacción pueda ser identificada con una pena estatal.

Al interior de la forma de vida ética propia de un moderno Estado constitucional, ello se vería expresado en que la punición se encuentre institucionalmente configurada como una tarea solo realizable por un tribunal. Esto presupone que la pena que este imponga refleje la gravedad del crimen perpetrado en consideración a la «peligrosidad de la acción para la sociedad civil», siendo «la representación y la consciencia de la sociedad civil» lo que, en este plano, resultaría distintivamente afectado por la «existencia exterior» de la lesión del derecho en la que consiste el crimen. En ello radicaría que, a través de la perpetración del crimen, «en un miembro de la sociedad todos los demás sean lesionados», lo cual supone que el correspondiente juicio de cuantificación de la gravedad social del respectivo crimen se encuentre legislativamente plasmado en el correspondiente «código de penas» (Strafkodex), que será necesariamente relativo a su tiempo y a la situación de la sociedad civil.

 Lo anterior muestra que Hegel no pasa por alto, en lo absoluto, el «doble acto» estatal —legislativo y jurisdiccional— involucrado en la penalización del crimen y la punición del criminal. En referencia a una práctica punitiva propiamente institucionalizada qua práctica estatal, con Hegel ya no podemos concebir el castigo como «necesitado por el injusto» en el que consiste el crimen, sino más bien como una «validación del orden normativo y […] de la estructura recognoscitiva de la sociedad». Y sólo a partir de esta comprensión de la reacción punitiva como una acción estatal se vuelve inteligible la posibilidad de que el Estado renuncie, graciosamente, a la punición. Que Hegel haya identificado esta última posibilidad con un reflejo de una esfera «más elevada», según ya se explicara, es indicativo de que, pace Binding, Hegel no puede ser acusado de haber incurrido en una «sobreestimación del derecho» al presentarnos su conceptualización especulativa de la pena.

Con esto volvemos a la pregunta planteada al inicio de esta sección: en la aversión liberal a la posible liberación graciosa de una punición jurídicamente merecida podría manifestarse, irónicamente, el anhelo de que tal punición sí sea algo que mecánicamente tuviera lugar tras la perpetración del respectivo crimen. En tal medida, la apuesta por suprimir toda posible expresión de una prerrogativa soberana de gracia se presenta como funcional a una reinterpretación mecanicista de la impartición de justicia punitiva, que eventualmente conduzca a una obliteración de la responsabilidad que, en último término, la respectiva comunidad política ha de asumir por las penas que impone y ejecuta, o que deja de imponer o de ejecutar. Y si es verdad que en una prerrogativa soberana de gracia como la correspondiente a una potestad (legislativa) para dictar amnistías se ve reflejada la majestad del pleno reconocimiento recíproco en la que consiste el espíritu absoluto, entonces en el contemporáneo sentido común favorable a su supresión quizá encontremos una corroboración puntual de la resignación con la que, según Kervégan, tendríamos que admitir que «ya no vivimos a la altura del espíritu absoluto».

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