Para hacer la guerra siempre hay tiempo. (XI)

La amnistía y las medidas de gracia en la filosofía contemporánea. El reconocimiento recíproco

En su cuento «La forma de la espada», Borges nos obsequia una muestra de cómo semejante realización del espíritu absoluto pudiera llegar a ser accesible para la consciencia finita de uno cualquiera de nosotros. El cuento nos transmite un relato que al meta-narrador habría sido compartido por un interlocutor, a quien todos en el pueblo de Tacuarembó llamaban «el Inglés de La Colorada», portador de una llamativa cicatriz facial. El relato concierne al involucramiento del Inglés en los esfuerzos de quienes, en los primeros años de la década de 1920, conspiraban por la independencia de Irlanda. En ese marco, explicaba el Inglés, este había conocido a un jovenzuelo afiliado a la misma causa, cuyo nombre era John Vincent Moon y que destacaba por el sentido de autosuficiencia y el tono apodíctico con los que, desde el primer momento, se pusiera a disertar sobre el materialismo dialéctico y el seguro –porque históricamente necesario– triunfo de la revolución proletaria. En palabras del Inglés: «el nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera». El relato del Inglés prosigue con la narración de lo acontecido ya al anochecer de ese mismo día: la respectiva célula de independistas, integrada entre otros por el Inglés y por John Vincent Moon, se vio enfrentada a un tiroteo, que dejó a Moon «como eternizado por el terror». El Inglés habría logrado sacarlo con vida del lugar. Lo importante es que el incidente habría revelado que la cobardía de Moon era irreparable.

Al respecto, el narrador ofrece la siguiente descripción de lo que él habría sentido, al separarse transitoriamente de Moon, al día siguiente: Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. […] Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon. El relato del narrador prosigue con la descripción de cómo, al cabo de nueve días que hubiera pasado guarnecido en la quinta de un general junto a Moon, este terminó traicionándolo, por la vía de entregarlo a cambio de dinero, cual Judas, a las fuerzas contra independentistas. Al descubrir esto, el traicionado habría alcanzado a infligir un corte, con forma de medialuna, en el rostro de Moon, haciendo uso de un alfanje, especie de sable, corto y corvo. Quizá no sea superfluo agregar que el cuento se cierra con el narrador confesando al meta-narrador que él —el inglés— es en realidad John Vincent Moon y que le ha narrado así la historia para conseguir que lo oyera hasta el final, para que recién entonces el meta-narrador pudiera despreciarlo. En los términos de la alegoría con la que se cierra la sección «Espíritu» de la Fenomenología, la posibilidad de un genuino reconocimiento recíproco depende de que, en una situación como la figurada por Borges, el sujeto en posición de juzgar a quien, al confesar lo que ha hecho y así lo que es, reconoce su falta se muestre a su vez dispuesto a reconocerse «a sí mismo en aquel que confiesa», con lo cual la «confesión» (Geständnis) se volvería recíproca. Y solo en la medida en que ello vaya acompañado, por parte de quien está en posición de juzgar al otro, del reconocimiento explícito de que juzgar también es actuar, y no simplemente contemplar la acción que se atribuye a aquel se juzga, entre uno y otro sujeto se constituirá la forma de reconocimiento recíproco que Hegel tematiza como «perdón» (Verzeihung), a saber: el «renunciamiento a sí mismo» implicado en la aceptación, por parte del que está en posición de juzgar, de que él está asimismo expuesto a ser juzgado por su acción de juzgar, según normas que comparte con aquel a quien está en posición de juzgar. Debería ser claro, ahora bien, que tal comunidad de reconocimiento recíproco no puede ser instaurada en la forma de una comunidad «objetivamente» instituida, esto es, al modo que es propio de un mundo jurídicamente organizado. Esta es una implicación de que el espíritu absoluto se desenvuelva en una esfera más elevada que aquella en la cual el mismo espíritu, todavía finito, se objetiva al modo de una forma vida ética, concretamente practicada. En el modo de juzgar que es propio de esta última esfera se manifiesta la finitud que el espíritu todavía exhibe en su momento objetivo, y no absoluto, de realización. Pero precisamente esto hace reconocible la importancia de que, en la configuración institucional de nuestros regímenes políticos, sigan encontrando algún espacio aquellas potestades a través de cuyo ejercicio, como sucede con la potestad de amnistiar, se ve reflejamente actualizada la posibilidad, por marginal que sea, de que todos asumamos la responsabilidad por uno o más hechos inmediatamente imputables a uno o más de aquellos con quienes compartimos una forma de vida que, sin embargo, no logra estar a la altura del pleno reconocimiento recíproco ni de la forma de magnanimidad que este puede sustentar.

Dicho a modo de conclusión provisional: la posibilidad institucionalmente latente de que, ante una situación de conflicto que alcance el umbral de lo criminal, nos hagamos colectivamente responsables de los hechos así perpetrados, por la vía de amnistiar a aquellos cuya agencia individual se ha visto inmediatamente involucrada en su perpetración, es un recordatorio de la finitud que aqueja al modo en que semejante conflicto puede ser jurídicamente procesado o administrado. Desde este punto de vista, la forma de ley que exhibe una amnistía la convierte en especialmente apta para servir como vehículo de semejante auto atribución colectiva de responsabilidad, en la medida en que las circunstancias que de hecho motivan su otorgamiento vuelvan políticamente virtuoso su otorgamiento.

El problema quizá esté en que ya no confiamos en nuestra capacidad de identificar, discriminativamente, aquellas situaciones más o menos excepcionales en las cuales pudiera ser apropiada tal auto atribución colectiva de responsabilidad, capaz de expresarse en la renuncia estatal a reaccionar punitivamente contra los autores individuales de los crímenes que estaríamos, así, resignificando como hechos nuestros. Pero si esto es así, ¿no debería verse asimismo minada la confianza que implícitamente reclamamos tener en la aceptabilidad del tratamiento como no excepcionales de todos aquellos casos en los cuales, por defecto, entendemos procedente responsabilizar de sus hechos a aquellos en contra de quienes el Estado habría de reaccionar punitivamente, con cargo a que lo merecen?

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