Restauración
Tras la guerra perdida por el bando carlista, los soldados del pretendiente que depusieron las armas pudieron incorporarse al ejército gubernamental con el mantenimiento de todos los grados y condecoraciones, pero pocos lo hicieron. Para las provincias vascongadas y Navarra, el final de esta guerra supuso la definitiva desaparición de parte de los fueros, con la ley abolitaria del 21 de julio de 1876. Esta decisión fue unánimemente aceptada por todas las provincias, incluyendo las damnificadas, que no pudieron hacer nada en contra de la decisión debido al gran contingente militar que aún restaba en su territorio. El fin del gobierno foral en el País Vasco hizo que el gobierno de Antonio Cánovas pactase el llamado primer acuerdo económico vasco, en el que se seguía dando cierta libertad económica a esta región, permitiendo a las autoridades locales recaudar ellos mismos los impuestos. Por otra parte, la derrota y posterior supresión de los fueros aumentó el sentimiento fuerista vasco, dando lugar años después a la creación del Partido Nacionalista Vasco en 1895 por Sabino Arana, que defendería las ideas católicas del carlismo y, de manera independiente de este movimiento, que propugnaba el regionalismo, pasaría a defender el nacionalismo.
Desde la óptica alfonsina, la victoria legitimó aún más el gobierno de la Restauración, que se vio reforzado con la promulgación de la Constitución de 1876. El soberano otorgó a sus tropas la medalla de la guerra civil en operaciones (Medalla de Alfonso XII) y posteriormente, llegando incluso a conceder en casos muy destacados la notoria distinción de benemérito a la patria. Sin embargo, respetó con honores a todos los condecorados por el otro bando y dejó establecidos como nobles del reino a todos los nobles que su rival había ennoblecido. La tercera guerra civil del siglo XIX acabó con una asimilación del bando perdedor sin hacer agravios al vencido.
En resumen, tras la restauración de la monarquía, a consecuencia de la rebelión militar de 29 de diciembre de 1874, el nuevo gobierno aprobó un decreto de indulto general (Decreto de 14 de enero de 1875, GM, 15, 15-01-1875, p. 123), aunque en algún artículo utilizaba el término amnistía (art. 4), en referencia a los condenados o procesados por haberse negado a formar parte de tribunales por jurado. Más allá del restringido alcance de esta amnistía, el indulto excluía específicamente una miríada de delitos políticos, entre los que destacan los de “traición”, “lesa majestad” y “atentado y desacato a la autoridad” (art. 7).
En 1890 las Cortes aprobaron una ley de amnistía para los “reos por delitos electorales”, tanto penados como procesados (Ley de 10 de marzo de 1890, art. 1, GM, 70, 11-03-1890, 741), si bien no afectaba a los “reincidentes” (art. 2). En la medida en que uno de los rasgos característicos del régimen de la Restauración era precisamente el falseamiento de las actas electorales, esta particular y limitada amnistía tenía mucho de autoamnistía.
El endurecimiento del régimen a raíz de la emergencia del anarquismo y los nacionalismos alternativos al español, de las presiones de las Fuerzas Armadas contra el ejercicio de la libertad de prensa, opinión y creación y de la creciente tensión social y política (Turmeda, 2020), provocó la necesidad de aprobar amnistías continuamente. En efecto, el año 1906 acabó con una ley de amnistía para todos los condenados y procesados, entre otros, por los delitos de opinión y de expresión relativos a la unidad del Estado y las Fuerzas Armadas, introducidos por las Leyes de 1 de enero de 1900 y de 23 de marzo de 1906 (Ley de 31 de diciembre de 1906, art. 1, GM, 5, 5-01-1907, p. 57). Sin embargo, dicha amnistía no afectaba a la responsabilidad civil (art. 2). La insuficiencia de esta ley quedaría patente con la aprobación, poco más de dos años después, de otra para todos los “sentenciados, procesados ó sujetos de cualquier modo á responsabilidad criminal por razón de delito realizado por medio de la imprenta, el grabado ú otro medio mecánico de palabra, con ocasión de reuniones públicas ó espectáculos con fin político”, si bien la amnistía no afectaba a la responsabilidad civil y quedaban excluidos “los delitos de injuria y calumnia contra particulares” (Ley de 23 de abril de 1909, art. 1, GM, 114, 24-04-1909, p. 945).
En 1914 las Cortes aprobaron una nueva amnistía para los delitos de opinión y expresión, a los que se añadían ahora los cometidos en el marco de “huelgas de obreros”, que el Código Penal de 1870 tipificaba como delito (art. 556). Las excepciones a la amnistía, empero, eran nuevamente los “delitos de injuria y calumnia contra los particulares” y, en el caso de las huelgas, “los delitos comunes” y el “insulto ó agresión á la fuerza armada” (Ley de 5 de diciembre de 1914, art. 1, GM, 340, 6-12-1914, p. 654). En 1916 se aprobó otra (Ley de 23 de diciembre de 1916, GM, 359, 24-12-1916, p. 710), de carácter más amplio, pero también con restricciones. En lo tocante a los delitos de opinión y expresión, se mantenía la exclusión de “los delitos que sólo pueden perseguirse á instancia de parte”, si bien esta excepción no se aplicaría cuando el querellado fuera diputado o senador de las Cortes y las expresiones tuvieran relación “con su manera de interpretar el servicio público” (art. 1.1). En relación con los delitos cometidos “con ocasión de huelgas de obreros” (art. 1.4), no había cambios respecto a la ley de 1914.
La amnistía afectaba también a los delitos contra las Cortes y el Consejo de Ministros (art. 1.2). Entre otros, quedaban amnistiadas las manifestaciones alrededor de las Cámaras de los cuerpos colegisladores mientras estuvieran abiertas, el intento de entrar en ellas, individualmente o en grupo, para entregar peticiones, la “invasión violenta o con intimidacion” de las Cámaras o del “local donde esté reunido el Consejo de Ministros” o el “uso de la fuerza o intimidacion para impedir a un ministro que asista”. También afectaba a los delitos contra la forma de Gobierno, entre otros cambiarla al margen de las vías legales, dar voces o exhibir banderas en pro de este objetivo en manifestaciones o participar en manifestaciones no pacíficas. La amnistía afectaba igualmente a los “delitos relativos al libre ejercicio de cultos”: obligar a abrir o cerrar un establecimiento por razones religiosas; obligar, con violencia o amenazas, a participar o a abstenerse de hacerlo, en actos religiosos, o perturbar o retardar ceremonias religiosas de modo “tumultuario”, o el “escarnio público” de cualquier religión con prosélitos en España.
En principio, la Ley también afectaba a los delitos de “sedición” y “rebelión” (art. 1.3), si sus autores no eran militares y si no se había cometido “agresión á la fuerza armada”. No obstante, la excepción dejaba prácticamente en nada el principio general, ya que el Código Penal a la sazón vigente definía tanto la rebelión como la sedición como alzamientos públicos, “en abierta hostilidad contra el Gobierno”, en el caso de la rebelión (art. 243), y “tumultuario” y para impedir “por la fuerza ó fuera de las vías legales” “la promulgación ó la ejecución de las leyes” o que “cualquiera autoridad, corporación oficial ó funcionario público” ejerza “sus funciones” o se cumplan “providencias administrativas ó judiciales”, en el caso de la sedición (art. 250). Por ello, resulta difícilmente imaginable un alzamiento público sin agresión a la fuerza armada, tanto más cuanto el propio Código definía el “atentado contra la autoridad”, delito de menor penalidad que éstos, como el uso de “fuerza ó intimidación para alguno de los objetos señalados en los delitos de rebelion y sedicion” aun “sin alzarse públicamente” (art. 263.1). Asimismo, para estos delitos la Ley sólo conmutaba las penas de reclusión perpetua por “la de extrañamiento, confinamiento ó destierro, según el prudente arbitrio de los Tribunales sentenciadores”. Finalmente, también se amnistiaba el “quebrantamiento del destierro impuesto por la Autoridad gubernativa” (art. 1.5) y los delitos electorales (art. 2).
Esta amnistía, aparentemente tan amplia, también resultó insuficiente, como evidencia el que menos de dos años después se aprobara otra (Ley de 8 de mayo de 1918, GM, 129, 9-05-1918, p. 390), más restrictiva, además, en lo tocante a los delitos de opinión y expresión, por cuanto, junto a “los delitos de injuria y calumnia contra particulares”, quedaban también excluidas las realizadas “contra funcionarios y agentes en asunto que se relacione con el desempeño de su cargo” (art. 1.1). En cambio, la amnistía incluía a “los prófugos y desertores, á los inductores, auxiliares ó encubridores de la deserción y á los cómplices de la fuga de un prófugo”, pero, significativamente, se excluía a “los que desertaron perteneciendo á los Cuerpos de Africa” (art. 5), donde precisamente había conflictos armados que generaban intensas protestas sociales en la metrópoli. Además, los “amnistiados” deberían reincorporarse a filas en el plazo de entre seis meses y un año desde la aplicación de la amnistía (art. 6), lo que vuelve a colocarnos más cerca del indulto (significativamente la ley se refería a la medida como “gracia”) que de la amnistía enmarcada en un proceso de cambio político por el que la causa que ha determinado el “delito” político ha dejado de existir. Tal y como afirma Francisco Letamendia Ortzi (1979: 9-10), en esos contextos el objetivo de la amnistía es “crear las condiciones para que no deban pedirse nuevas amnistías”.
Ya durante la crisis terminal de la monarquía y la dictadura, el presidente del Consejo de Ministros, el general Dámaso Berenguer, aprobó otra amnistía (Real Decreto-ley 320, de 5 de febrero de 1930, GM, 37, 6-02-1930, pp. 986-987), más amplia que las anteriores. Así, afectaba a penados y procesados por rebelión y sedición civiles y militares y delitos conexos, sin excepciones (art. 1.a), a las penas de “quebrantamiento de destierro impuesto gubernativamente” (art. 1.c) y a los arrestos y destierros impuestos por autoridades civiles o militares (art. 4). En cambio, respecto a los delitos de opinión y expresión se mantenía la exclusión de la “injuria y calumnia contra los particulares”, excepción a la que se añadían los “que afectan a la integridad de la Patria” y otros como los “cometidos contra la propiedad literaria o industrial” (art. 1.b). Además, la amnistía no afectaría a la responsabilidad civil “que se reclame a instancia de parte legítima” (art. 2).
El Decreto-ley dedicaba varios artículos a los militares represaliados por la dictadura, entre los cuales destacan los jefes y oficiales de artillería (que habían mantenido un conflicto con el presidente del Directorio Civil, el general Miguel Primo de Rivera, por reivindicaciones profesionales), que podrían reingresar a las Fuerzas Armadas (art. 5), pero en régimen de excedencia, al menos provisionalmente (art. 6).
En este caso, cabe interpretar la amnistía como una concesión del régimen monárquico-dictatorial en el contexto de debilidad en que se hallaba tras la dimisión de Primo de Rivera. Significativamente, esta amnistía no impediría la continuación de las conspiraciones para la rebelión contra el Régimen y los procesos y encarcelamientos políticos que se producirían hasta su caída.