Así como en el Trienio Liberal (1820-1823) se produjo la diferenciación de los liberales entre «moderados» y «exaltados», durante la segunda restauración absolutista —conocida por los liberales como la «Década Ominosa» (1823-1833) y que constituiría el último periodo del reinado de Fernando VII—, fueron los absolutistas los que se dividieron entre «reformistas», partidarios de «suavizar» el absolutismo siguiendo las advertencias de la Santa Alianza —cuya intervención militar mediante los Cien Mil Hijos de San Luis había puesto fin en 1823 a la breve experiencia de monarquía constitucional del Trienio Liberal—, y «apostólicos» o «ultras», que defendían la restauración completa del absolutismo —incluido el restablecimiento de la Inquisición, que el rey Fernando VII, aconsejado por los absolutistas reformistas, no había repuesto tras su abolición por los liberales en 1820—. Los ultras tenían a su principal valedor en el hermano del rey, Carlos María Isidro de Borbón —heredero al trono, porque el rey, después de tres matrimonios, no había conseguido tener descendencia—, y por eso comenzaban a ser llamados «carlistas» que protagonizarían durante todo el s. XIX y parte del XX varias guerras civiles y alzamientos, sucedidos o no de las correspondientes amnistías, por lo que vamos a tomar estos sucesos como columna vertebral del estudio de estas durante el siglo XIX, reinado de Isabel II con sus regencias, I República, Restauración y primer tercio del s. XX hasta la Dictadura de Primo de Rivera y la II República, dejando el Régimen del General Franco para el estudio particular, junto con la Transición democrática y la última amnistía de 1977.
Guerras carlistas
- Primera guerra carlista (1833-1840)
- Segunda guerra carlista o insurrección montemolinista (1846-1849)
- Alzamiento carlista de 1855.
- Desembarco carlista de San Carlos de la Rápita (1860)
- Alzamiento carlista de 1869.
- Alzamiento carlista de 1870.
- Tercera guerra carlista (1872-1876)
Antiguo Régimen
La primera amnistía de que tenemos constancia fue aprobada en las postrimerías del absolutismo. Por Real Decreto de 15 de octubre de 1832, Josef de Cafranga, mano de la reina regente, María Cristina de Borbon-Dos Sicilias, concedía “la Amnistía más general y completa de cuantas han dispensado los Reyes á todos los que han sido hasta ahora perseguidos como reos de Estado”, pero con la excepción de los diputados de las Cortes que, tras la negativa del monarca Fernando VII a comparecer ante la cámara, el 11 de junio de 1823 habían aprobado su destitución y el nombramiento de un Consejo de Regencia (“Real Decreto de amnistía”, Gaceta de Madrid [GM], 128, 20-10-1832, p. 515). El que fuera una gracia real, no una ley aprobada por las Cortes, y que no afectara a la totalidad de los delitos políticos sitúa a esta medida más cerca del indulto que de la amnistía. En efecto, el indulto es un acto que implica la cancelación, total o parcial, de la pena, pero no anula los antecedentes penales ni reconoce la legitimidad de la acción indultada (Sobremonte, 1980; Jimeno Aranguren: 2018). En realidad, como acto de gracia, el indulto es mucho más un acto dirigido a reforzar el poder de quien lo otorga que un pacto entre fuerzas antagónicas en un contexto de cambio político. Políticamente, esta “amnistía” se ha interpretado como una vía para lograr el apoyo de los liberales más moderados a la sucesión de Fernando VII en la persona de su hija, Isabel, cuestionada por las fuerzas más reaccionarias del absolutismo (Vivero Mogo, 2001).
Este primer decreto se completó con otro, de 22 de marzo de 1833 (GM, 36, 23-03-1933, p. 157), que devolvía las “condecoraciones” y los “honores” de los exiliados que hubieran vuelto a España acogiéndose al Real Decreto de 1832, al tiempo que les reconocía el derecho a reintegrarse a la Administración, civil o militar, si, en el momento de exiliarse, llevaban más de quince años de servicio, y les concedía una pensión en el caso de que hubieran cumplido veinte años de servicio (quince, en el caso de los militares), derechos que también se reconocían a los represaliados no exiliados. Sin embargo, este Decreto mantenía la misma cláusula excluyente establecida en el Decreto del año anterior.
En el largo preámbulo del decreto se explicaba que terminada ya la guerra civil se consideraba que era muy importante olvidar “aquellos errores” sobre los que se podía “echar un velo” sin perjuicio del Estado. El gobierno quería atender las demandas que le habían llegado con el fin de que se sobreseyesen los procesos por delitos políticos o se adoptase una resolución equivalente para restituir al seno de sus familias a muchos individuos, a quienes les podía haber extraviado su “imaginación acalorada sin corromper su corazón”. Pero también se planteaba que sin gran peligro para la Constitución y el trono de Isabel II, y sin una poderosa resistencia de la opinión pública, no era posible extender la gracia a los que siguieron la causa carlista y no habían estado comprendidos en el Convenio de Vergara. En todo caso, un gran número de los que se hallaban prisioneros o refugiados en Francia, no parecía que no fueran acreedores a un indulto porque, además, había razones prácticas para ello en relación con el ahorro de los gastos de cárcel y por las supuestas consecuencias positivas demográficas y económicas derivadas del regreso de los exiliados. Por eso, se planteaba tomar una medida, pero después de una “justa clasificación de los individuos” porque se seguía insistiendo en que la misma no se podía extender a todos. Eso se veía como una solución para alejar los inconvenientes, dejando a salvo el derecho de terceros.
Por otro lado, se reconocía que había que haber esperado a la próxima reunión de Cortes, pero se consideraba que había razones de conveniencia política y de urgencia para no demorarse en la confianza de que las Cortes aprobarían una decisión considerada como patriótica y por el interés nacional.
Así pues, la amnistía se concedía a todas las personas procesadas, sentenciadas o sujetas a responsabilidad por delitos políticos cometidos desde el 19 de julio de 1837 hasta la fecha, exceptuándose los que habían favorecido la causa del Pretendiente y no estuvieran comprendidos en el Convenio de Vergara.
No se consideraban delitos políticos los excesos y contravenciones de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos, y quedaba a salvo el derecho de terceros respecto a los delitos comunes que se hubieran cometido en conmociones políticas. La amnistía se extendería a las provincias de Ultramar, y extensible a antes de la anterior amnistía de julio de 1837 porque no se había extendido a las mismas.
Afianzado ya el trono de Isabel II y la Constitución de 1837, había llegado la hora de los vencidos que vivían fuera de España
A continuación, se publicaba en la Gaceta el indulto aludido. En su preámbulo se explicaba que, afianzado ya el trono de Isabel II y la Constitución de 1837, había llegado la hora de los vencidos que vivían fuera de España. Se consideraba que era una providencia de “verdadera justicia y generosidad nacional”, pero se había considerado que la medida del indulto había debido meditarse atendiendo a las distintas clases y categorías de los emigrados para intentar no confundir a los que fueron arrastrados por un error político con los que se mancharon con crímenes que exigían justicia. Por eso se había nombrado una comisión para que estableciesen las reglas bajo las cuales debía franquearse la vuelta a España de los emigrados. Una vez realizado el trabajo, se había resuelto decretar, sin perjuicio de dar cuenta a su tiempo a las Cortes, que los que habían servido a la causa del “rebelde D. Carlos” y se hallaran prisioneros en los dominios de España o refugiados en el extranjero, serían indultados. Pero se exceptuaba por el momento de dicho indulto a los altos oficiales, eclesiásticos, miembros de las juntas rebeldes, y los empleados civiles y militares cuya categoría equivaliera a la de jefes militares. Eso sí, cualquiera de estas personas que lo mereciera por su buena conducta podrían ser indultadas particularmente por el gobierno, y con ello poder volver a sus casas. El resto del detallado articulado establecía las condiciones y procedimientos de la concesión del indulto.
Por fin, la amnistía que se aprobó el 17 de octubre de 1846 con motivo de la boda real, y publicada en la Gaceta de Madrid al día siguiente aludía en su punto quinto que los que habían seguido en la guerra civil la causa de Don Carlos y se hallasen expatriados podrían volver al reino, haciendo previamente juramento de fidelidad a la reina y la Constitución ante los cónsules españoles.