La sombra de las amnistías, como la del ciprés, es alargada. En cualquiera de los contextos históricos al que se acuda desde el III Milenio a. C. consta la aprobación de amnistías. Cada uno de ellos generó pautas propias de fundamentación de la validez de las amnistías: el acuerdo de la Asamblea, el interés general y la ética del buen gobierno en Atenas; la summa potestas del pueblo, el Senado, o del Emperador romanos, etc.
Llegados al tramo medieval se percibe un momento de recombinación de todas estas formas de fundamentación pasadas por el tamiz del pensamiento cristiano. Se busca entroncar su validez también en la conciencia moral cristiana de los príncipes, sin renunciar a la invocación de las más antiguas razones ligadas a la simple oportunidad de su concesión para preservar el interés general.
La orientación moral del poder soberano que inician los escritos de teólogos como San Agustín (s. IV-V), “cuál y cuán verdadera sea la felicidad de los emperadores cristianos… Si conceden perdón no para dejar impune la justicia, sino por la esperanza de la enmienda” pasó a ser un modo complementario de fundamentar el poder de conceder amnistías.
Superpuesto a ese acervo milenario asomaron las dos primeras especulaciones teóricas sobre la validez de las amnistías fijadas en tratados internacionales en los siglos XVI-XVII d. C.
Para su doctrina Bartolomé de Las Casas partió de su teoría de las libertades naturales y el pacto social ascendente. La soberanía era propia del pueblo; recibida por los reyes de modo inmediato de manos del pueblo; el acto de traslación era el libre consentimiento de los hombres; y la traslación no era absoluta ni temporal ni sustantivamente. Las libertades originales permanecían vivas salvo en lo afectado expresamente por el pacto traslaticio, sin que se pudiera presumir una entrega al soberano de la propiedad junto con la jurisdicción.
Esto implicaba la necesidad de volver al cuerpo social en cualquier momento futuro en el que se quisiera aumentar las atribuciones cedidas a quien ejerciera la summa potestas. Como el pacto original no se extendía expresamente a la capacidad para disponer de derechos privados las amnistías que se colocaban en los tratados internacionales eran nulas si no habían sido aceptadas expresamente por todo el cuerpo social que, por mor de su adopción, iba a verse privado o limitado en sus libertades fundamentales.
Por el contrario, Grocio extendió un cheque en blanco al soberano temporal para acordar amnistías en los tratados de paz. Todo poder público ejercido en la tierra emanaba de Dios, fuera cual fuera el origen de su titularidad concreta, y la suma potestas se transformaba no sólo en el ejercicio de las máximas competencias legislativas, judiciales y ejecutivas, sino también en un ‘dominio eminente’ o propiedad superior para disponer –donar, alienar, suspender la posesión, expropiar– sobre cosas y personas que le permitía libremente, para velar por la ‘utilidad pública’, disponer de los derechos privados de sus súbditos, con la única condición de compensar el daño causado al súbdito por su ejercicio.
Concedió así validez absoluta a las cláusulas de amnistía fijadas en los tratados de paz frente a cualquier tipo de daño y forma de persecución, pública o privada, patrimonial o penal. Incluso acepta la posibilidad de que la amnistía se extienda a hechos anteriores al inicio de la guerra. La existencia de esta cláusula de amnistía debía incluso ser presumida si no se recoge como tal en los tratados de paz. El fin último al que debían subordinarse todos los derechos individuales es lograr una “paz perfecta” que se convierta en esta situación en el interés público esencial.
El derecho que ejerce el Estado a través del soberano para garantizar esa “utilidad pública” es el “dominio eminente”. Y crea una obligación sustitutiva de compensar el daño que se efectúa al particular al proceder de este modo en beneficio del interés general.
¿Cómo trató la Historia las ideas de Las Casas? Cayeron en el olvido. Durante siglos predominó la teoría absolutista del ‘dominio eminente’ relativa a la configuración de los poderes políticos que se extendió a la concepción de la soberanía de los Estados democráticos que emergieron a partir del s. XVIII. Es el origen de la teoría de la razón de Estado y de la institución de la expropiación de bienes privados por el interés general. Llevemos este conocimiento ahora al gaseoso presente.
En términos éticos y políticos hoy día las amnistías se avalan o discuten mediante dos grandes argumentaciones antagónicas con posturas eclécticas entre medio y, a su vez, en cada extremo, con diversidad de matices. Una doctrina del mal menor necesario, impregnada de utilitarismo, concede prioridad al logro de la “paz”, es decir, el cese de hostilidades armadas para cerrar una situación previa de conflicto, por encima de otras consideraciones relativas, por ejemplo, al castigo de una u otra parte en el mismo.
Esta doctrina dominó a nivel académico e institucional hasta mediados los noventa. El logro del fin de esa violencia armada o imposición política de unos contra otros, en una circunstancia extrema de vulneración de los derechos más básicos de la persona –la guerra, y en un escalafón inferior, la dictadura con uno y otro sesgo– es el primer objetivo o interés general a satisfacer para alumbrar condiciones más favorables para la vida colectiva e individual. Su obtención debe afrontarse dejando a un lado afrentas pasadas y de ahí que se renuncie a la persecución de hechos que, en circunstancias ordinarias, debieran ser castigados. El mal menor, así, no se desliga nunca de la protección de los derechos humanos. Entiende que impedirá su vulneración sistemática a futuro, puesto que las guerras –o las dictaduras– son un contexto de limitación máxima de los mismos. Y la amnistía es una condición sine qua non para facilitar el cese de las hostilidades. El antiguo puente de plata al enemigo que se plantea retroceder.
La otra corriente la denomino doctrina de la reparación íntegra. Se centra en abordar estas situaciones desde la protección más completa posible de los derechos de las víctimas como único mecanismo de salida a largo plazo del conflicto. Observable especialmente en las dos últimas décadas, parte de un escepticismo general respecto al valor político real de la concesión de amnistías, muy especialmente cuando se proyecta sobre crímenes internacionales u otras graves violaciones de derechos humanos, aunque cuestiona en general todo lo que no sea la persecución penal de los responsables con el fin de evitar la impunidad. Estrechamente vinculada a movimientos y asociaciones no gubernamentales centradas en la protección de los derechos humanos y a corrientes de izquierdas, las amnistías para ellos han dejado de ser una expresión de “sabiduría política” o la solución natural incuestionable para la transición de una situación de violencia hacia la paz. La lucha contra la impunidad por la vulneración de derechos humanos sería la mejor vía para alcanzar una transición con más cotas de justicia con respecto a los derechos de las víctimas y más aceptable con el paso del tiempo.
Obviamente, no se puede trabar, sin más, paralelismos directos entre éstas y las antiguas doctrinas de Las Casas y Grocio. Ni la doctrina del ‘mal menor’ o del ‘interés general’ invoca la doctrina del dominio eminente como fundamento para su ejercicio; ni Las Casas defendió nunca una prohibición absoluta de las amnistías; sólo entendía que no figuraban en el pacto social originario y por ello debían ser aprobadas por el pueblo que iba a renunciar a la reparación de la vulneración de sus derechos y libertades fundamentales. Pero, por sus resultados y trasfondo, el pensamiento de Grocio y Las Casas sólo podría ser subsumido en la posición del ‘mal menor’ o del ‘interés general’, nunca en la rigorista de la reparación íntegra. Las Casas avala la amnistía incluso por vulneraciones graves de libertades naturales siempre que emerja de un pacto social explícito. Cumplido este requisito, tanto para abordar la paz en guerras internacionales como en otros fenómenos de violencia extrema interna, una amnistía absoluta sería válida.
El «dominio eminente» no apeló tampoco sin más a un si libet licet tiránico: era una potestad soberana reglada. Debía demostrar la utilidad pública de la amnistía y asegurar fórmulas de reparación a quienes veían cegados sus derechos a la reparación a costa del Estado por los daños sufridos a través de los actos que quedarían impunes, aspecto este al que no prestó atención Las Casas, cuya teoría del consentimiento parece omnímoda en este sentido; no habla en ningún caso de la necesidad de reparar a quien perdía válidamente sus derechos como fruto de la actualización del pacto social que aprobaba expresamente la amnistía. En contraste, la paz social que persigue la doctrina de la reparación íntegra se inhibe de la responsabilidad primera –que no exclusiva– que deben asumir los negociadores y líderes de una sociedad dividida o en guerra: obtener con la mayor brevedad de tiempo un estado de paz posible. Por el contrario, la doctrina del mal menor necesario, o del interés público, no omite el tratamiento adecuado de medidas alternativas de reparación o compensación de las víctimas, no penales, con el límite de que no afecten la precariedad de la paz obtenida puesto que es consciente que esta omisión lastraría la construcción del espacio público social y político compartible por una amplia mayoría. Es difícilmente conciliable el bien de la mayoría a expensas de una parte especialmente perjudicada por los hechos que se amnistían.
Siempre es factible, así, recorrer caminos intermedios. Entre el “perdón general y el olvido perpetuo” por decisión soberana alejada de un proceso adecuado de maduración y aceptación pública; y la “reparación íntegra” pase lo que pase, fiat iustitia et pereat mundi, «hágase justicia, aunque el mundo perezca», existen caminos explorados por el laboratorio de la Historia que ofrecen soluciones pragmáticas. Porque al final de un discurso brillante, repleto de consideraciones hacia lo más digno de la Humanidad, vuelve la pregunta incómoda, más apegada a lo concreto, a lo plenamente humano con sus defectos cotidianos, después de décadas o años de combate armado o de dictadura, ¿aceptará el líder de un grupo rebelde una tregua, o la cúpula tirana dará pasos firmes hacia una transición a la democracia si vislumbra futura persecución penal?
En esas condiciones está por nacer el negociador capaz de persuadirles en favor de la paz invocando los grandes beneficios para la Humanidad derivados de su cambio de statu quo de líder político-militar a reo inerme. El conflicto se prolongará y será la fuerza acumulada por uno u otro la lo que decidirá un seguro destino trágico para la sociedad, como sabía Grocio.
Todo el tiempo en que se alargue la disputa será un tiempo perdido para los derechos humanos de los individuos del colectivo involucrado. Si el derecho prohibiera las amnistías para hechos lesivos de la dignidad humana se habría entrado en una evolución normativa históricamente ciega y políticamente contraria a la defensa de los Derechos Humanos en un sentido amplio. Condenaría a que todas las guerras o conflictos internos se alargaran indefinidamente y sólo llegaran a su fin mediante la derrota de una de las partes.
Jurídicamente no se debe perder de vista que en derecho internacional el primer objetivo de la ONU, según el art. 1.1 de la Carta, es el establecimiento y mantenimiento de la paz internacional. El valor de la protección de la dignidad humana a través del reconocimiento de sus derechos fundamentales se encuentra enunciado también en el Preámbulo, pero luego recala en el art. 1.3 de la Carta y lo hace además tras el “principio de libre determinación de los pueblos”, recogido en el art. 1.2 de la Carta, y desarrollado en resoluciones posteriores como la capacidad de cada pueblo de determinar libremente su condición jurídico-política, como apoyaba Las Casas para dotar de validez a las amnistías.
Más allá de volubles prejuicios ideológicos –en España algunos abogan simultáneamente sin pestañear por la derogación de la Ley de Amnistía de España (1977) y por la aprobación de una Ley de Amnistía para los terroristas de ETA. Pronto lo han hecho también, después de una sentencia adversa como era de esperar, en favor de los ‘libertadores’ de Cataluña; conviene recordar a Kant: “de la madera torcida de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto.” Del cúmulo de ideas parcialmente contradictorias que emergen del pensamiento de Las Casas y Grocio surgen buenas propuestas para elevar esas columnas salomónicas que deben aunar la fuerza de la justicia con la estabilidad de la paz social como las columnas helicoidales de fuste retorcido de nombres Boaz y Jachin que flanqueaban el vestíbulo del Gran templo de Salomón.
Basado en «AMNISTÍAS Y DERECHO INTERNACIONAL EN PERSPECTIVA HISTÓRICA: BARTOLOMÉ DE LAS CASAS VS. HUGO GROCIO», Víctor M. Sánchez, Universitat Oberta de Catalunya.
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca