Para hacer la guerra siempre hay tiempo. (II)

Continuando con el artículo de ayer y para tratar en el de hoy y siguientes un problema como la amnistia, he investigado en el blog propiedad de Miguel Satrústegui Gil-Delgado, profesor Titular Honorífico de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid, en el que afirma que, es tal el desasosiego que suscita la discutida y recurrida Ley de amnistía, que prefiere pensar que no será para tanto o mejor dicho, que no sería para tanto si quienes han negociado este asunto en nombre del partido socialista se hubiesen guiado con la prudencia que recomendaba Don Mendo, en la célebre comedia de Muñoz Seca, a cuantos se disponen a participar en partidas de naipes -pero que podría aplicarse metafóricamente a cualquier negociación- al advertir del riesgo de extremar la apuesta, porque que si “el no llegar da dolor”, “¡ay de ti si te pasas! ¡si te pasas es peor!”

Y es que el quid de la cuestión, a mi modo de ver, afirma, no está en la amnistía, sino en qué amnistía.  Porque la amnistía ha sido tan recurrente en nuestra historia, como veremos en posteriores artículos, que ni debiéramos asombrarnos que ahora pretenda volverse a ella, ni debiera confiarse mucho en su poder sanador. Salvador de Madariaga escribió que España es el país de las amnistías y basta con enumerar los años en los que estas se otorgaron, desde los inicios de nuestro constitucionalismo, para justificar sobradamente su opinión: 1837, 1840, 1846, 1854, 1856, 1860, 1869, 1870, 1871, 1873, 1890, 1906, 1914, 1916, 1918, 1930, 1931, 1934, 1936. Y aun habría que añadir la autoamnistía de Franco en 1939, para sí y sus partidarios, bajo el eufemístico título Ley “considerando no delictivos determinados hechos de actuación político-social cometidos desde el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno hasta el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis”,  y también, por último, las amnistías más recientes y que más nos importan, las que abrieron el camino de nuestra Transición a la democracia: el Real Decreto Ley de 30 de julio de 1976 y la Ley de amnistía de 15 de octubre de 1977. Ha habido amnistías con monarquías, con repúblicas y bajo gobiernos de todos los signos políticos, como lo prueba la relación de los estadistas que las refrendaron, entre otros: Espartero (esto es, el Príncipe de Vergara), Istúriz, Narváez, O’Donnell, Serrano, Prim, Ruiz Zorrilla, Eduardo Dato, Romanones, Antonio Maura, Dámaso Berenguer, Alcalá Zamora, Salvador de Madariaga, Manuel Azaña, Adolfo Suárez y Antonio Hernández Gil. Un cínico podría concluir que en España para que se honre la memoria de un hombre de Estado, dedicándole el nombre de una calle, hace falta que haya refrendado una amnistía. Pero eso implicaría admitir que las amnistías son en sí mismas valiosas, cuando sólo lo son eventualmente por su función, es decir, si sirven de remedio o terapia para sanar las consecuencias divisivas de guerras civiles, dictaduras, pronunciamientos, golpes de Estado, huelgas revolucionarias o intentonas secesionistas. En realidad, el frecuente recurso a la amnistía en España es revelador tanto de su eficacia relativa como del carácter endémico de los problemas a los que se ha enfrentado nuestro constitucionalismo, problemas que, a pesar de los grandes avances conseguidos en todos los órdenes (social, económico, tecnológico), no han sido hasta hoy apartados por completo, como se puso de manifiesto con el golpe de estado frustrado de febrero de 1981 y con el amago de proclamación de la república catalana por parte de las fuerzas independentistas en octubre de 2017.

De resultas, henos aquí de nuevo, a vueltas con la amnistía. La cuestión entonces es si se puede y debe otorgarla y –sobre todo- qué amnistía, con qué límites y condiciones, que dirimirá el constitucional y, en último extremo Europa. En cuanto a lo primero, aunque existe polémica doctrinal al respecto, me parece que siendo la amnistía un episodio tan fundamental y recurrente en nuestra historia, si el constituyente hubiera querido prohibirla lo hubiera hecho expresamente –como prohibió los indultos generales. Pero en el debate constituyente nadie lo propuso. Solo hubo dos enmiendas sobre este asunto, presentadas en el Congreso: una del Grupo Mixto y otra de un diputado de UCD, que proponían que la amnistía quedase reservada al Parlamento. Esas enmiendas podían tener sentido -porque en nuestra experiencia histórica muchas amnistías se otorgaron por decreto-, pero no se incorporaron al texto del Dictamen de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso. De tal omisión, no se desprende, sin embargo, que se pudiera decretar ahora la amnistía, al modo que se decretan los indultos por el Gobierno, bajo el amparo de la facultad del Rey de “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley” (art. 62 i CE), porque al significar la amnistía una excepción a la responsabilidad por ilícitos penales o administrativos, hay que concluir, por razón del  principio de legalidad del derecho sancionador (art. 25 i CE), que no es posible amnistiar “con arreglo a la ley”, sino directamente por ley, mediante ley, que además debe ser orgánica poque se contemplan conductas que llevan aparejadas penas privativas de libertad. Y la amnistía estará en todo caso limitada por la Constitución. Así, el Tribunal Constitucional ya ha declarado en 1986 que vulnera la seguridad jurídica que las acciones en materia de amnistía laboral se califiquen de imprescriptibles; y también, en 1987, que la amnistía es discriminatoria si trata sin justificación de modo diferente a determinadas categorías profesionales (en ese caso, a los militares que ingresaron en el Arma de Aviación de la República después del 18 de julio de 1936). Además, la amnistía debiera respetar el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE), porque vincula también al legislativo. Esto implica que la amnistía ha de tener justificación, y desde luego no parece razón suficiente que haya sido reclamada por alguna de las fuerzas que integran la mayoría parlamentaria en una investidura. Porque, con nuestra Constitución, el poder ya no puede moverse en el terreno del puro decisionismo.

Este problema de la justificación de la amnistía, en mi opinión, sigue afirmando, no podría abordarse solamente, como algunos parecen creer, con lo que dijera la exposición de motivos de la ley, sino que se refiere también a su contenido, a su articulado. En consecuencia, cree que para justificar la amnistía habría que buscar inspiración en las primeras aprobadas por el Estado liberal a principios del siglo XIX –salvando la distancia entre la cultura jurídica de aquel momento y la nuestra-, porque fueron amnistías limitadas, muy distintas de otras posteriores de carácter tan genérico, como la de febrero de 1936, que declaraba con laconismo que “se concede amnistía a los penados y encausados por delitos políticos y sociales”, prescindiendo de cualquier otra limitación; y también, porque aquellas amnistías, por ejemplo las de 1840 y 1846, posteriores a la primera guerra carlista, estaban condicionadas a que sus beneficiarios jurasen fidelidad a la reina y a la Constitución. Es decir, estaban dotadas de un cierto carácter contractual, presente ya en el Convenio de Vergara. Y aunque exigir un juramento semejante sería hoy impensable, porque nuestro régimen constitucional -como lo ha declarado el Tribunal Constitucional- no es el de una democracia militante que exija adhesión a sus principios, parece sin embargo indispensable que los beneficios de cualquier amnistía a los implicados en el amago de secesión de 2017 estuvieran condicionados a que renuncien ante las autoridades judiciales a volver a intentar obtener la independencia de forma unilateral y vulnerando el Derecho.

No se trataría de que pidieran perdón ni de que renunciaran a sus ideas independentistas, sino de que se comprometieran a no intentar imponerlas contra la Constitución. Y ese compromiso, en opinión de este autor, debería haber sido también condición resolutoria de la amnistía, de forma que, si alguno lo incumpliera, perdería los beneficios de éstaUna amnistía incondicional no solo es difícilmente justificable -por más que se invoque el propósito de favorecer la convivencia, dado que en realidad ya hay convivencia en Cataluña, aunque convendría que fuera más distendida- sino que corre el riesgo de resultar en una medida ineficaz como está quedando demostrado por los propósitos declarados por los separatistas. Vale la pena recordar a este respecto lo que escribió Alcalá Zamora: “Las amnistías, alternativamente reclamadas o impuestas, como alternativamente se acude a la fuerza, por uno y otro lado, no significan la consolidación de paz espiritual, como en otras partes, y sí el envalentonamiento anunciador de nuevas revueltas. Se libera y glorifica a los caudillos, con esperanzas o seguridades, que fraguan la futura conspiración”. Y como con la firma de Alcalá Zamora se dictaron nada menos que tres amnistías, no hay duda de que sabía de lo que hablaba al formular ese juicio retrospectivo tan crítico, y es aconsejable tener en cuenta su opinión y el pasado histórico desde el siglo XIX con las carlistadas y sus amnistías que veremos en los próximos artículos, desde Isabel II hasta la Constitución de 1978.

Basado en Miguel Satrústegui Gil-Delgado, profesor Titular Honorífico de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid.

Enrique Area Sacristán.

Teniente Coronel de Infantería. (R)

Doctor por la Universidad de Salamanca

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