En tiempos de la irrevolución, el pueblo vivía en barrios populares y sus hijos entraban en enseñanza profesional o seguían un currículo técnico en un centro de enseñanza. En la era de la diversidad, el pueblo se divide en dos componentes que se alejan dramáticamente uno de otro. Los españoles a los que ya no nos atrevemos a denominar así y los inmigrantes que han entrado en el juego de la asimilación en las zonas periféricas o grandes urbes del interior. Con el cambio de una inmigración de trabajo a una inmigración de familia , los avergonzados autóctonos han perdido el estatuto de referente cultural que les era propio en los anteriores periodos de inmigración.
Cuando el café se llama Bled.com o la carnicería o el fast-food o ambos son halal, estos asentados viven la experiencia desorientadora del exilio. Cuando ven que se multiplican las conversiones al Islam, se preguntan dónde están viviendo. Ellos no se han movido, pero todo a su alrededor ha cambiado ¿Le tienen miedo al extranjero?¿Se cierran al «otro»? No, sienten que van conviertiéndose en extranjeros en su propia tierra. Encarnaban la norma, se encuentran al margen. Eran mayoritarios en un entorno familiar; ahora son minoritarios en espacios que ya no dominan. Ante esta situación, reaccionan yéndose a vivir a otro sitio. Para no sentirse de nuevo expuestos, se muestran por lo general hostiles a que se construyan viviendas sociales y mezquitas en las zonas urbanas y periurbanas donde han elegido vivir. Cuánto más aumenta la inmigración, más se fragmenta el territorio. Se sabe desde hace tiempo que los ricos mantienen lejos a los pobres, y que el aburguesamiento e incluso el mero acceso a la clase media se traducen casi siempre en un cambio de domicilio. Pero ocurre ahora que unos pobres obreros, empleados, trabajadores precarios, asalariados a tiempo parcial se separan de otros pobres. Y se salen al mismo tiempo del recto y correcto camino político que era hasta ese momento el suyo: ante la sensación de que los partidos progresistas de izquierda no tienen en cuenta para nada su malestar, se apartan en masa. Una fractura silenciosa se opera entre la experiencia proletaria y el gran relato de lucha y emancipación que se suponía había de ocuparse de ella. El mismo fenómeno se observa en el resto de los países de la Unión Europea. La confianza sigue siendo lo que conviene, no la mala conciencia, porque una nueva coalición emerge, formada por titulados, jóvenes, minorías de hombres y mujeres en lucha por la verdadera igualdad, carente de discriminaciones positivas y contrarias a leyes antinatura y arcoiris. A esa España que han despertado los «progres», que es tolerante con aquellos que aportan y no gorronean, que no llora la heterogeneidad étnica-racial con el Imperio Hispano Americano sino que la desea como sus antepasados, criollos y españoles puros se opone la España asustadiza del cambio que se está produciendo, como en Andalucía, a la que le gustaría vivir apartada de la civilización judeo-cristiana; a la España obsidional que percibe cómo se van finiquitando sus tradiciones y formas de vida, desvaída hasta no hace mucho, considera que «España es cada vez menos España» y hay que rectificar el rumbo. Las clases populares se unirán, muy probablemente a esa España. Han desechado ya en una Región el «partido del progreso», «la coalición del progreso». En resumen, la izquierda ha decepcionado al pueblo: se ha petrificado en la nostalgia de la II República y de las exhumaciones de personalidades históricas del siglo pasado, en el rencor y la mentira.
Las elecciones autonómicas no desmienten ni siquiera parcialmente este análisis. Buen número de obreros, agricultores y empleados sancionaron el resurgir de lo que los «progres» llaman la España negra, y quienes denuncian esta evolución, aquellos simpáticos bobos, también practican la evitación mediante la elección de su lugar de residencia y, más aún, la escuela en la que matriculan a sus hijos. No son menos separatistas en los hechos que los ricos a los que aborrecen si aquellos lo fueran y que el pueblo al que han traicionado su misión. Tan inconsecuentes como tajantes, se previenen precisamente contra aquello que proclaman querer. Preconizan la abolición de las fronteras para los demás, a la vez que erigen cuidadosamente las suyas. Celebran la mixidad y rehuyen la promiscuidad. Elogian el mestizaje pero eso no les compromete a nada salvo a intentar por todos los medios «arreglarle los papeles» a la niñera o a la empleada del hogar a la que pagan unos salarios mínimos propios de la época de la esclavitud. El «otro», palabra mágica que repiten sin cesar, aunque cultivando el exotismo desde la comodidad de su aislamiento. ¿Son cínicos?¿Son duales? No, son víctimas de sí mismos. Son móviles, flexibles, fluidos, rápidos y tienen como figura protectora a Mercurio, el dios de las sandalias del viento, cuando los edificios en los que viven son como cajas fuertes, protegidos por sucesivos códigos digitales e interfonos. La mezcolanza que les encanta y la apertura que los enorgullece son esencialmente turísticas. Dan gracias a la técnica por haber abolido las distancias y, con ello, la oposición entre lo cercano y lo lejano: todo cuanto tenía el sello misterioso de lo que no les era próximo está disponible aquí, todas las músicas, todas las cocinas, todos los sabores, todos los productos y todos los nombres de la tierra se encuentran en la «tienda». Les gusta ver su deambular glotón por los pasillos del gran bazar del parlamento como una victoria del nomadismo sobre los prejuicios chovinistas. Le imprimen así el marchamo de lo ideal a la sociedad mercantil. Moral que no es convincente. Pecado capital para una moral: se les va la fuerza por la boca. Les opondré la de un pensador pos moderno como Claude Lévi-Strauss, célebre antropólogo que pronunció en la UNESCO, en 1952, una conferencia que marcará un hito: «Raza e historia», en la que recuerda que «Cada uno llama barbarie a lo que es ajeno a su costumbre».
Veinte años después, pronuncia en el mismo sitio otra conferencia: «Raza y cultura», con la que, en presencia de los delegados mayoritarios y estupefactos del tercer mundo, causó escándalo. Había escrito el breviario del antirracismo cuya doctrina dejo a los lectores y que se puede resumir en cuatro puntos fundamentales que no vamos a discutir aquí, pero Lévi-Strauss avisa solemnemente: «No podríamos catalogar bajo la misma rubrica o imputar automáticamente al mismo prejuicio la actitud de los individuos o de los grupos cuya fidelidad a ciertos valores convierte total o parcialmente en extraños a otros valores».
No hay que confundir, por lo tanto, racismo con guardar las distancias. «No es en absoluto culpable ubicar una manera de vivir o de pensar por encima de todas las demás y sentirse poco atraído por unos u otros cuyo modo de vida, respetable en sí mismo, se aleja muy mucho del modo de vida al que se está tradicionalmente unido».
Enrique Area Sacristán.
Teniente Coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.