Vigny, a quien no puede regatearse una dosis tolerable de buena fe, reconoce como virtudes de patriotismo común del soldado la honradez, la bondad y el pudor, y señala como circunstancia cooperante a la utilidad social la de que en el Ejército sea íntimo y constante el contacto entre los sujetos bien acomodados de posición económica desahogada y los de vida modesta y difícil.
Otros, después de él, pensaron en la oportunidad de aprovechar estas favorables disposiciones para aplicarlas al desarrollo de una misión social el oficial, que el mismo Vigny había entrevisto cuando escribía: “el Ejército alcanzará quizá una belleza más sobria si se resignara a ser el educador de la nación y renunciara a los juegos costosos y poco honorables de la guerra”.
Andando el tiempo, se ha abierto con las ideas de la extrema izquierda, un cauce más amplio en la que gente con ideas maliciosas presienten fértiles con consecuencias imprevistas para sus promotores. De este modo se está ofreciendo un refugio cómodo y honorable a aquellos militares y Guardias Civiles que, por gustar de lo accesorio más que de lo esencial, ponen o afectan poner, más interés en las tareas de “ayudas humanitarias” que a la propia defensa de la integridad de la Nación española y su orden constitucional, sin reparar en que la más sana educación militar se apoya en el exacto conocimiento del oficio y la lealtad a los principios de honor, disciplina y valor.
De esto mismo procede el tópico actual de la “disciplina voluntaria” que, mal entendida, no es otra cosa que un relajamiento de la disciplina. De ella, decía, el General H. Langlois, en 1905 (esto no es nuevo y en todo caso, son tácticas de los marxistas para destruir la moral de los Ejércitos): “desde que se ha Lanzado oficialmente esta palabra, los jefes de Cuerpo no osan castigar, y el espíritu de disciplina se funde, poco a poco, como la nieve al sol”. En todo caso ello viene a ser la última consecuencia de un temor que enunciaba Vigny al referirse a los “rasgos de rudez y de melancolía que oscurecen la vida militar, impresos por el hastío, y más que nada, por su posición siempre falsa respecto al pueblo y por la inevitable comedia de la autoridad”.
Solo que no hay posición falsa más que cuando la que se adopta carece de autenticidad, porque se desconfía de ocuparla legítimamente o porque se implican en ella conceptos sin vigencia. Es falsa la posición del militar y del Guardia Civil que profesa el oficio sin espíritu de misión y sin conciencia de su importancia y dignidad, como es falso el supuesto de una disciplina voluntaria válida para un medio social sin homogeneidad y necesitado de exquisiteces morales.
Y es que la presunción de humanitarismo suele acabar por poner al hombre en contradicción con su propia naturaleza humana.
Es un tópico normal en los tiempos que corren y con problemas internos graves de respeto a la Constitución y a la integridad territorial abominar de la guerra, como estigma de baja civilización y categorizado por los poderes mediáticos de izquierda, como estigma de baja civilización y propios de la extrema derecha que, por otro lado, en España no existe.
Ortega que, por ende, no era precisamente un militarista, ofrece en más de una ocasión una visión más certera de la realidad: “Y conste que yo no soy tampoco partidario del pacifismo humanista. En otro lugar he dicho que para mi la paz es un deseo pero que todas las teorías de la paz me parecen falsas…”. Es un error pretender que sea un indicio de alta civilización ser pacifista; quizá lo que ocurra es que no se es pacífico por ser civilizado, sino que la civilización nos viene de nuestro amor a la paz, precisamente por lo mismo que este amor a la paz nos fuerza, en ocasiones, a hacer la guerra.
Y es que la desordenada ilusión del pacifista que rompe los cristales de los comercios, quema banqueros y contenedores de basura, coacciona a las personas que no piensan como él, se enfrenta violentamente a las Fuerzas de Orden Público, destroza el inmueble de las calles, etc., camina siempre hacia el internacionalismo, cuyo primer punto es despreciar la autoridad y ser antimilitarista.
Luego, naturalmente, viene la guerra con todas sus miserias, nuestros dolores y nuestros quebrantos; y, tras de ella, los mismos que la reputaron científicamente imposible y moralmente condenable, intentan despachar su recuerdo con unos minutos de silencio -con los que eluden hablar con Dios para pedirle por los muertos- y con un homenaje al soldado desconocido, ingenioso hallazgo que pretende liquidar toda cuenta de admiración y de gratitud con los héroes identificables, corpóreamente presentes.
Esta operación de escamoteo se realiza a beneficio del principio, casi fundamental, de la política democrática que se conoce por supremacía del poder civil; después de concluida la guerra, y sobre todo después de ganarla, hay verdadera prisa de olvidar los méritos de quienes se han distinguido en ella, porque importa más disipar la inquietud inspirada por el prestigio que pueden adquirir los hombres vestidos de uniforme. Se trata de un agudísimo recelo que suscita inevitablemente la adhesión fervorosa a aquel principio.
Y es de tal finura la susceptibilidad democrática, que aun donde no hay propiamente Ejército, como en Suiza, hay quien combate el sistema de milicias, por considerar que conduce directamente al militarismo antidemocrático; lo que constituye una demostración más de que cualquier refugio de la disciplina y cualquier escuela de orden estorban a ciertas gentes en la misma medida que el patriotismo les resulta enojoso.
Enrique Area Sacristán.
Teniente coronel de Infantería. (R)
Doctor por la Universidad de Salamanca.