Está fuera de duda, según José Antonio RUBIO CABALLERO de la Universidad de Extremadura, que hubo partes de las sociedades vasca y catalana –no abrumadoramente grandes, pero tampoco grupusculares– que desde el tiempo mismo de la Transición consideraron insatisfactorios sus procedimientos y sus frutos; pero mucho más decisivo ha resultado ser el hecho de que otros sectores mucho más amplios, que sí colaboraron en el proceso, o que sí lo avalaron al considerarlo aceptable, hayan demostrado, pasados los años, que aquella actitud fue meramente circunstancial y táctica. No en vano, la etapa de la mutación posfranquista en Cataluña y Euskadi se revela, gracias a la perspectiva temporal, como un punto de inflexión histórico: coyuntura a partir de la que ambos territorios pasaron a disfrutar de cotas de autogobierno no conocidas en ningún otro momento de la era contemporánea, fue también el instante a partir del cual la reivindicación de sus respectivos nacionalismos mayoritarios comenzó a subir enteros y a renovar metas. Cobra pues pertinencia la pregunta: Cataluña y Euskadi, ¿renglones torcidos de la Transición? El paso de años, el cambio de circunstancias políticas en España y en Europa o la búsqueda de acomodaciones de distinta índole no parecen haber disuadido a los nacionalistas vascos y catalanes de seguir remando en pos de sus históricas metas. Más bien todo lo contrario, especialmente en el caso de los segundos. La coincidencia del perímetro de la cultura con el de la administración política es, si se quiere, una meta problemática, socialmente divisiva, intelectualmente discutible, pero sigue siendo una suerte de grial al que pocos movimientos de este jaez renuncian.
Si se trataba de dar un encaje mayoritariamente satisfactorio y razonablemente duradero a dos territorios con fuertes movimientos políticos cuyas lealtades nacionales no coincidían con la que acabó recogida en la Constitución, sí puede decirse que Cataluña y País Vasco fueron, en efecto, renglones torcidos o éxitos precarios para el Estado, según se quiera: parches voluntariosamente aplicados, concesiones mutuas quizá admirablemente arrancadas en su momento, pero que, como se aprecia a cuatro décadas vista, han revelado ser meras paradas técnicas, pausas de apaciguamiento antes o después rebasadas por crecidas reivindicativas. Sea por convicción o por necesidad, en España el centro se ha ido transfigurando en aras de integrar a la periferia, sin conseguirlo plenamente. Tal es la realidad que sí autorizaría a hablar de un relativo fracaso, el de quienes estimaron que la descentralización iniciada en los setenta iba a clausurar la añeja “cuestión territorial”. La Transición –lo sabemos sólo hoy, encaramados a una atalaya temporal de la que no disponían las sociedades que se embarcaron en aquel proceso– no cerró, sino que aplacó y postergó la solución al litigio planteado por los nacionalismos. Éstos, apoyados en el eficiente taller de identidad colectiva que ha resultado ser el autogobierno, han ido induciendo entre vastos sectores sociales el anhelo de revisar en profundidad el andamio de la Transición. Como si su proyecto hubiese consistido en “alejar indefinidamente el punto que determinaría la satisfacción de sus aspiraciones, en una carrera interminable al tener por meta un punto siempre móvil”, es indudable que todas aquellas fuerzas se han desplazado hacia el campo del soberanismo más o menos claro, dejando atrás en su carrera al Estado. Éste, en tan incómoda galopada, ha tendido a buscar terceras vías, a retocar, a modificar, a adecuar su arquitectura territorial e institucional para seguir dando encaje a los movimientos nacionalistas, pero sin desatender –he aquí lo dificultoso de su operación– a su propia vocación de perennidad, sin desoír a su elemental instinto de supervivencia, sin modificar los cimientos de su ordenamiento legal, y sin ignorar la voz de mayorías sociales para las que la unidad política del territorio sigue siendo innegociable.
A propósito de esta última circunstancia, es fundamental considerar la recepción que han tenido esos desplazamientos reivindicativos de los nacionalismos vasco y catalán entre los otros grandes bloques ideológicos de la sociedad española no identificados con sus tesis.
Pues hablar de nacionalismos sin Estado es, siquiera por omisión, hablar de nacionalismos de Estado. Al fin y al cabo, de lo duro que es el actual choque de posturas entre ambos, de lo intensa que hoy es esa fricción, se colige el grado de fracaso o de acierto que hubo en aquella estrategia apaciguadora de los setenta, en aquel intento de acomodación entre nacionalismos antagónicos, lo derechos o lo torcidos que quedaron esos metafóricos renglones escritos en la Transición, la distancia que separa, al fin y al cabo, a lo entonces pretendido de lo realmente conseguido. Los nacionalistas vascos y catalanes validaron, en su mayoría, un modelo que no acababa de reflejar sus aspiraciones máximas. El pacto de la Transición, aseguran con creciente contundencia a medida que pasan los años, no habría clausurado la cuestión territorial. Las autonomías se antojaban óptimas plataformas para la propulsión de identidades patrias, herramientas para forjar mayorías sociales que, llegado el momento, podrían demandar la modificación del statu quo territorial. Pero si en el lado de los nacionalismos de la periferia los desacuerdos con respecto al andamiaje autonómico han adquirido potencia y visibilidad, también entre las propias fuerzas valedoras del sistema han ido emergiendo voces críticas, discursos que revelan intenciones de reconducir el modelo del 78. En esencia, cabe apuntar que la izquierda ha tendido con timidez o con resolución a hacer suyas algunas de las posturas antes reservadas al nacionalismo, y la derecha ha vivido un cisma sordo entre los defensores del statu quo y los críticos con el modelo territorial de la Transición y con las inercias que éste inauguraría. En efecto, notables segmentos de la derecha exhiben veleidades revisionistas y una decreciente identificación con la España descentralizada. Tras años de desprestigio, el nacionalismo español –que en los años setenta y ochenta contempló resignado la parcelación del Estado franquista en subunidades autónomas– ha empezado a reverdecer, para cuestionar un sistema que años después de su puesta en marcha, y por ser catapulta de independentismos viejos o sobrevenidos, demostraría contener la semilla de su propia destrucción. Actuando “en la creencia de que, conseguida la democracia, no necesitaban la nación”, las élites españolas de 1978 se habrían equivocado. Al lado de un españolismo más o menos sosegado o cívico que, lejos de haber colisionado con el edificio constitucional vigente, se ha batido precisamente por legitimarlo y por mantenerlo intacto, ha reemergido una vía dura, primordialista, que ha despertado principalmente como reacción defensiva ante la explosión del independentismo. Pero en ese incierto panorama, en el metafórico pulso –soberanistas de la periferia y asimilistas del centro cuestionando por razones distintas el legado del 78, más un centroderecha apalancado en su defensa– ha resultado decisiva la la izquierda estatal para decretar el desempate.
Principal valedora de la reforma federalizante de la Transición, la izquierda española no secundaba las reivindicaciones del nacionalismo periférico, ni apoya obviamente la recentralización pregonada por la derecha dura, pero tampoco se adhiere a la defensa del statu quo que abanderan el centro y la derecha moderada. Aboga más bien por la revisión del modelo territorial, a través de lo que se empezó llamando bajo el mandato de Rodríguez Zapatero “segundo impulso autonómico”. Aun sin tratarse de un desleal plan destinado a fragmentar España, según denuncian sus enemigos más acervos, es imposible no ver en la operación el desplazamiento estratégico de notables sectores de la izquierda hacia algunas de las posturas tradicionalmente mantenidas por los nacionalistas, pero adoptando, eso sí, una versión todavía desconocida de las mismas en el día de hoy, fruto de los resultados de las elecciones de 23 de julio de 2023. Una parte creciente del progresismo español (que incluye a un sector del propio PSOE y a todo lo que queda a su izquierda) sostiene, con mayor o menor claridad, que la solución al asunto estaría en dejar atrás el españolismo «cerril» –ése que se resiste a modificar la arquitectura territorial de tipo autonómico emanada del 78– y en asumir las demandas de plurinacionalidad llegadas de la periferia. ¿Fruto de un cálculo maquiavélico y cortoplacista para formar mayorías parlamentarias frente a la derecha española? ¿Corolario lógico de un proceso de reivindicación de la República y de la memoria de los vencidos del 36, que indirectamente le arrastraría a impugnar algunos de los compromisos de la Transición, y por ende a cuestionar de forma tácita uno de los más decisivos, como fue el modelo territorial? ¿Desplazamiento inteligente y bienintencionado para apaciguar para siempre a los nacionalistas por la vía de la satisfacción de sus renovadas demandas? ¿Exhumación del confederalismo que ya manejó la izquierda en los años sesenta y setenta pero que parecía haber sido definitivamente sepultado por obra de la democratización y de la descentralización de España? Arduo resulta aseverar con rotundidad cuál de esos cuatro móviles es el que explica la postura actual de la izquierda con relación al asunto territorial: seguramente haya que hablar más bien de una aleación de causas en dosis difícilmente mensurables.
En cualquiera de los casos, de la merma de legitimidad sufrida por el pacto territorial de los setenta da cuenta la actual lluvia de argumentos cruzados que día sí y día también inunda el debate público. Una de las controversias más notorias es la relacionada con los procesos de construcción nacional promovidos desde los poderes autónomos de Euskadi y Cataluña. La legítima recuperación de las personalidades autóctonas ha sido acompañada por la progresiva supresión de la cultura común española también largamente representada en esas comunidades, y realizada a través de políticas institucionales y simbólicas, más discriminaciones positivas en el medio administrativo, político, mediático o educativo. Frente a la defensa nacionalista de tales procesos de refuerzo identitario, han arreciado las críticas de quienes dudan de la oportunidad de tales proyectos en el marco de un Estado ya altamente descentralizado, y en los contextos de la integración europea o de la globalización; no faltan tampoco quienes denuncian la contradicción discursiva en que caería el nacionalismo, negando diferencias hacia dentro y exigiendo su reconocimiento hacia fuera, o quienes censuran los reflejos despóticos de unos poderes autónomos que no serían sensibles a la plural –o como mínimo dual– realidad identitaria sobre la que operan y gobiernan. Si los nacionalistas hablan de la inevitable caducidad de lo pactado en la ya lejana Transición, o aluden a los condicionamientos entonces sufridos pero hoy ya perfectamente inadmisibles (cercanía cronológica de la Guerra civil, amenaza latente de un Ejército afecto al franquismo), sus adversarios recuerdan que lo que en el pacto de los años setenta fue para algunos insuficiente, para otros fue excesivo, y que si los nacionalistas pretendían llegar a la autodeterminación, grandes sectores de la opinión pública acataron sin ningún fervor una descentralización que motu proprio nunca hubieran promovido, de no ser por el deseo de complacer a la presión periférica.
En suma, el movimiento generalizado de los nacionalismos vasco y catalán –abandono del tacticismo para preconizar bien una reestructuración confederal del Estado o directa- mente la secesión de determinados territorios– colisiona con la vocación de perennidad de un Estado que estima que su adelgazamiento en beneficio de las subunidades territoriales ya ha alcanzado el término de lo legalmente posible, de lo económicamente viable y de lo moralmente aceptable. Oteado el pretérito reciente, se aprecia el estado de irresolución en que se halla el asunto, en contra lo que quizá ilusoriamente muchos creyeron hace cuatro décadas. En España, ni la “apisonadora” estatal logró cumplir con su vocación uniformadora, ni los nacionalistas de la periferia, tras más de un siglo de aspiraciones centrífugas, y sobre todo tras décadas de políticas de construcción nacional dentro de sus propios territorios, han conseguido alterar la opinión de un amplio sector de ciudadanos. Ni el nacionalismo español y ni los nacionalismos subestatales han conseguido pues implantarse de forma homogénea sobre sus respectivos territorios de referencia. El primero ha quedado muy lejos de desactivar la vitalidad del soberanismo, pero las expresiones políticas de este último, aunque ligeramente mayoritarias en sus respectivos territorios, tampoco ignoran que en el seno del demo al que apelan, el grado de adhesión hacia el modelo actual de España está demasiado extendido como para poder saltar, con garantías de éxito, hacia la estatalización definitiva. Sería lícito preguntarse si nos hallamos ante un inamovible “empate histórico” de dificilísima solución; o si se trata más bien de una “victoria a cámara lenta” de los nacionalismos, acreditada por la tendencia o la necesidad del Estado a ceder parcelas de terreno ante las sucesivas y cíclicas crecidas reivindicativas de la periferia. Ya se considere como un cívico pacto entre caballeros, como un obligado ejercicio de posibilismo, o como un fatal producto de “impotencias cruzadas”, la Transición a la democracia y muy en concreto la reconfiguración territorial del Estado fue un acuerdo que nació razonablemente sano pero preñado de problemas. Una historia escrita con renglones no siempre derechos, sobre los que precisamente en los últimos tiempos se viene colocando un severo y exigente foco de atención.