Introducción
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. (Artículo 2 de la Constitución española)
Se trata de un típico precepto pórtico, muy habitual en un título preliminar, dedicado a enunciar los tres grandes principios jurídicos vertebradores de la organización territorial del Estado: unidad, autonomía y solidaridad. Su naturaleza de principios significa que su función —jurídica, sin duda, y por tanto, vinculante— es, sobre todo, interpretativa de otras normas constitucionales y legales que los desarrollan de forma más concreta y específica.
Hagamos unas consideraciones en torno al concepto genérico de nación para averiguar su sentido en este artículo. En efecto, este término tiene dos acepciones principales: la jurídica y la cultural. En la primera, se considera nación aquel conjunto de ciudadanos que sometidos a una misma Constitución y ordenamiento jurídico son titulares de los mismos derechos. En su acepción cultural, por nación se entiende aquel conjunto de individuos vinculados por lazos lingüísticos, históricos, étnicos, geográficos, religiosos o costumbres propias, entre otros. En definitiva, si la nación jurídica se fundamenta en la voluntad de los ciudadanos expresada en el contrato que funda un Estado, la nación cultural lo hace en sentimientos de pertenencia basados en caracteres que provienen de hipotéticas identidades colectivas provenientes del pasado histórico y de los marcos culturales dominantes.
La «Nación española» mencionada en el art. 2 CE se refiere indudablemente al sentido jurídico del término. En el comienzo del Preámbulo constitucional se expresa con claridad: «La Nación española […] en uso de su soberanía, proclama su voluntad de […]». No apela, pues, a ningún sentimiento de pertenencia, sino a la voluntad de los españoles que, tal como se expresa en el encabezamiento de la Constitución, la ratifican mediante referéndum tras haberla previamente aprobado sus representantes en las Cortes. El «pueblo» del art. 1.2 CE es, por tanto, el poder constituyente, y es idéntico al término «Nación española» y al de «patria común e indivisible de todos los españoles». Así pues, pueblo, nación y patria, en la Constitución tienen el mismo significado: el de nación jurídica. Por su parte, las «nacionalidades y regiones» mencionadas en el art. 2 CE, a las que se atribuye el derecho a la autonomía, no pueden tener el mismo significado que Nación o pueblo, sujetos de la soberanía, sino que se refieren a los «pueblos de España en el ejercicio de […] sus culturas, tradiciones, lenguas e instituciones» que merecen protección, de acuerdo con el Preámbulo, y cuyo concepto parece ser coincidente con el de nación cultural. Las «nacionalidades y regiones» parecen ser, pues, naciones en sentido cultural.
El poder de las comunidades en virtud del principio de autonomía está determinado por el conjunto de competencias de cada una de ellas, es decir, sus funciones, legislativas o ejecutivas, sobre una determinada materia. El art. 149 CE establece las principales reglas de atribución de las competencias.
Tres son las principales características de la autonomía. Primera, las instituciones políticas de las comunidades, en tanto actúan dentro de la esfera de sus competencias, no están subordinadas jerárquica mente al Estado central. Así pues, los controles mutuos entre Estado y comunidades no son políticos, sino jurisdiccionales (art. 153 CE). Segunda, se trata de una autonomía política, no administrativa, como es el caso de municipios y provincias. Ello significa que disponen de facultades legislativas y ejecutivas, no solo ejecutivas como estos entes locales. Por tanto, pueden crear un ordenamiento jurídico propio solo limitado por la Constitución y su estatuto. Tercera, esta autonomía política permite que las comunidades tengan capacidad para organizar sus instituciones y facultades para autogobernarse, es decir, llevar a cabo políticas propias distintas a las de otras comunidades. Así pues, en conclusión, la autonomía es el ejercicio del autogobierno de las comunidades dentro de las competencias que les asigna su estatuto en el ámbito de la Constitución; la educación es una de esas competencias, quizás la más importante, para orientar, impulsar y dirigir las características culturales propias de esas naciones culturales, de ahí su relación en la creación, por intereses grupales partidistas, con las teorías de Habermas que hemos explicado en el artículo anterior, para crear naciones jurídicas a partir de su nación cultural: los nacionalismos son anteriores a la creación de las naciones jurídicas.
El objetivo es dar cuenta de las naciones como procesos políticos de construcción nacional y por tanto abiertos y contingentes. Se muestra, en primer lugar, cómo la casuística de los nacionalismos contemporáneos es mucho más fluida, dinámica e interrelacional de lo que se había pensado. Luego, se consideran las políticas públicas y las regulaciones institucionales como partes endógenas del problema, dotadas de efectos propios sobre los intereses y las identidades colectivas nacionales en presencia. Todo ello se traduce, por último, en una reconsideración de los conceptos clásicos de nación y nacionalismo, invirtiendo la relación de causalidad entre ambos.
VIEJAS Y NUEVAS PREGUNTAS SOBRE LAS NACIONES Y LOS NACIONALISMOS
Nacionalismos en los Estados plurinacionales
En la década de 1960, la solidez y homogeneidad de los Estados–nación de Europa Occidental y Canadá sería puesta en duda por la aparición o reactivación política de nacionalismos interiores que reivindicarían con diferente intensidad, apoyo político y estrategias la naturaleza plurinacional de aquellos Estados. De un lado, Alemania, Portugal, Japón, Suecia y Grecia testimoniarían el modelo excepcional de correspondencia entre Estado y nación. De otro, escoceses y galeses en el Reino Unido vendrían a sumarse al más intenso y conflictivo nacionalismo irlandés; bretones y corsos en Francia, sardos y tiroleses del sur en Italia, francoparlantes del Jura en el cantón de Berna, Suiza, harían lo propio; gallegos, vascos y catalanes en España reavivarían una movilización duramente reprimida durante el régimen de Franco; quebequenses en Canadá reclamarían primero una «sociedad distinta» y posteriormente la secesión; y finalmente, en la década de 1990, la ruptura de la URSS, Yugoslavia y Checoslovaquia aportaría una nueva oleada de plurinacionalidad enfrentada a los Estados «federales» que, engañosamente, parecían haberla despotenciado para siempre.
Las primeras explicaciones acerca de las causas de este resurgir de las naciones sin Estado, en concreto las tesis del «colonialismo interior»,4 que subrayaban los efectos del desarrollo económico desigual para las nacionalidades más desfavorecidas como el factor decisivo, se verían desmentidas por el papel protagonista que adquirirían crecientemente las regiones más desarrolladas en las reivindicaciones nacionalistas occidentales.5 Así, la defensa de la propia cultura y lengua, de autogobierno adecuado a la propia estructura social y económica, la crisis del modelo centralista y burocrático del Estado, la globalización económica, etcétera, son factores que explican un reavivamiento de la competición política intraestatal por recursos entre centro y periferia política6 realizados por partidos nacionalistas, en general ideológicamente conservadores, que plantean exigencias sucesivas de descentralización política o incluso secesión. Las reformas descentralizadoras emprendidas por la generalidad de los Estados occidentales en respuesta a estas demandas han tenido, como veremos, efectos desiguales: si bien en algunos casos ha servido para despotenciar el conflicto durante los años ochenta (Bélgica); en otros, como Canadá, España o Irlanda, lo ha consolidado políticamente de forma diversa, al establecer un marco institucional que incentiva la etnificación de la política.7 Por otra parte, muy diferentes en su origen, pues no constituyeron nunca un Estado–nación, en los casos de la URSS, Yugoslavia y Checoslovaquia las estructuras propias de su federalismo semántico, conjuntamente con la institucionalización de la multinacionalidad y las políticas de liberalización sin democratización adoptadas en la transición, aportaron asimismo incentivos varios para la politización de la etnicidad y la generalización de las demandas secesionistas por parte de nacionalidades extraordinariamente heterogéneas étnico–culturalmente.8
En todos estos casos se manifiesta la centralidad de la función que la nación desempeña frente al Estado, a saber: la legitimación territorial del poder político estatal. Pues si en los países autoritarios el problema de la coherencia territorial del Estado se obvia de una u otra forma, en los Estados democráticos el acuerdo sobre la unidad territorial se vuelve decisivo a efectos de legitimar las instituciones de gobierno en su ámbito espacial de autoridad. De ahí que la estructura política territorial del Estado se sitúe como un elemento clave de la propia consolidación democrática del sistema: la doble exigencia de legitimidad (ciudadana y territorial) implica que la relación polis/demos se ubique en el centro mismo de la poliarquía.9 Ello, a su vez se traduce no sólo en lo indeseable desde un punto de vista democrático, sino en lo escasamente factible de las políticas centralistas y homogeneizadoras ante unas condiciones generales de plurietnicidad, así como en estructuras económicas y políticas, estatales e internacionales, que incentivan la creciente politización de la diferencia por las élites locales.
Los intelectuales y líderes nacionalistas de estas nacionalidades interiores representan la propia nación como una comunidad natural, configurada por una serie de rasgos (lengua, cultura, tradición, etcétera) objetivos e inmutables a lo largo de la historia, en el seno de un Estado que se considera, por el contrario, como institución meramente artificial. De modo reiterado, sin embargo, el análisis de estos nacionalismos ha revelado hasta qué extremo constituyen el producto de un esfuerzo político de organización e ideología, constituyéndose muchas de sus características identitarias en el curso mismo de la movilización. El conflicto nacional deviene así no mera manifestación externa de una realidad étnico–cultural dada con carácter previo, sino directamente constitutivo de la propia nacionalidad.10
Si bien más adelante retomaremos las estrategias reguladoras disponibles al respecto, conviene dejar ya apuntado que las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos o infraestatales, en cuanto asumen una definición orgánica de la nación, mediante criterios objetivos de pertenencia que hipostasian la unidad nacional y su diferencia, presagian muy serias dificultades para trasladar hacia el interior de sus fronteras la reivindicación democrática de reconocimiento del pluralismo que dirigen frente al Estado–nación. De hecho, el concepto de comunidad étnico–nacional sustancialmente unitaria, obviando la heterogeneidad cultural interna, suele traducirse, como veremos, en cuanto se dispone de un cierto umbral de autogobierno, en políticas nacionalizadoras de diverso orden.
Estados nacionalizadores
El altísimo coste histórico, desde un punto de vista democrático, y aun actual, y la inviabilidad misma de las políticas estatales de nacionalización en sociedades modernas complejas, no ha relegado, sin embargo, el modelo clásico de construcción forzada de Estado–nación al pasado. Y no nos referimos solamente a la persistencia de políticas centralistas en países como Francia o el Reino Unido, sino a la aparición contemporánea de nuevos Estados independientes que emprenden el camino que caracterizará a los Estados nacionalizadores contra los que un día, no muy lejano, se rebelaron. De hecho, en los años noventa asistimos a la aparición de esfuerzos nacionalizadores con enorme costo cultural, democrático y de generación de violencia en lugares tan diversos como la extinta URSS, la desaparecida Yugoslavia, Estonia e India. Pero aún más, puede comprobarse cómo en muchos nacionalismos interiores de Estados plurinacionales a los que nos hemos referido en el apartado anterior, una vez que mediante las políticas de descentralización o reformas constitucionales tienen acceso a un cierto grado de autogobierno, apunta de modo incipiente el modelo de Estado–nación etnocrático que en su día se denunciara.
Un Estado nacionalizador se caracteriza por considerarse un Estado al servicio de y para una específica nación, cuya lengua, cultura, posición demográfica, bienestar económico y hegemonía política deben ser protegidas y promovidas por el poder político.11 Ello implica una serie de rasgos extremadamente problemáticos desde un punto de vista democrático; a saber:
1. La apropiación del Estado, y de ahí la calificación de etnocrático, por una específica nación étnicamente definida por características orgánicas tales como raza, lengua, religión, etcétera.
2. Lo que se traduce, a su vez, en una escisión entre los ciudadanos nacionales «auténticos» y los meros «residentes permanentes» en el Estado, los cuales, en la medida en que no pertenecen a la nación oficial, son tratados como «ciudadanos» de segunda clase y sometidos a políticas de normalización lingüística, asimilación y aculturación, según los patrones de la nación hegemónica.
3. Procesos estos últimos guiados por la idea de que la nación oficial no se encuentra aún plenamente desarrollada pese a la posesión de un Estado propio, y que este déficit de homogeneidad y sustantividad nacionales debe ser corregido con políticas nacionalizadoras, compensatorias de la discriminación histórica sufrida.
4. La regulación política asimilacionista desde el Estado se complementa, por ende, mediante la movilización política, organizativa e ideológica nacionalista en la sociedad civil, estimulada asimismo desde el Estado como elemento de apoyo y realimentación de las políticas nacionalizadoras.
Los casos de Estonia, Letonia, Ucrania, Kazakistán, Croacia, Yugoslavia, etcétera, patentizan este tipo de nacionalismo puesto en práctica desde el Estado al que se le ha puesto escasa atención desde la ciencia política, atenta, si acaso, a la autodeterminación de las naciones sin Estado en la crisis contemporánea de los centralismos territoriales.
Sin embargo, el problema que plantean estos Estados nacionalizadores deriva de lo conflictiva que resulta su lógica de la nacionalización con la lógica de la democratización, en la que el pluralismo, las garantías jurídico–constitucionales y los derechos individuales y de grupo deben ocupar un lugar central. Los procesos de homogeneización al servicio y refuerzo de las posiciones políticas, económicas y culturales de los miembros de una nacionalidad, junto con políticas lesivas para las minorías territoriales, culturales o religiosas, que pueden ir desde la asimilación forzada y la represión hasta alguna modalidad de «limpieza étnica», precarizan extraordinariamente el estatuto de ciudadanía democrática de segmentos enteros de la población que, además, en algunos casos constituyen minorías numéricamente importantes en el seno de estos Estados. El paradigma del Estado–nación practicado en la actualidad en países recién independizados, y su preanuncio en algunos nacionalismos en el seno de Estados plurinacionales, actualiza con nuevos y más eficaces medios los intolerables costos de exterminio cultural, étnico, social y político de las minorías, que supuso en su día una forma canónica de aparición del Estado en Occidente.
Minorías nacionales
De lo especificado antes se desprende la necesidad de sustantivar analíticamente el problema de las minorías nacionales ante el nuevo auge que ese fenómeno asume en nuestros días. Así, por ejemplo, uno de los sucesos más llamativos de los nacionalismos contemporáneos es la aparición de miembros de etnias antes dominantes que, debido a procesos de secesión, se convierten en minorías oprimidas en el seno de Estados nacionalizadores. Baste señalar como ejemplo que en la actualidad cerca de 25 millones de rusos han visto radicalmente trasformado su estatuto de etnia dominante en minoría en el seno de los nuevos Estados escindidos de la extinta URSS. Tal es el caso, además, de tres millones de húngaros en Rumanía, Eslovaquia, Serbia y Ucrania; de dos millones de albaneses en Serbia, Montenegro y Macedonia; de dos millones de serbios en Croacia y Bosnia; de un millón de turcos en Bulgaria; de cientos de miles de armenios en Azerbaiján; de uzbekos en Tajikistán, polacos en Lituania, musulmanes en India, etcétera.12
Sin embargo, y de acuerdo con lo explicitado al comienzo de este capítulo, debemos subrayar que una minoría nacional tampoco es un grupo o comunidad conformado estáticamente por criterios objetivos de adscripción como lengua, demografía o tradiciones. Por el contrario, una minoría nacional constituye un grupo dinámico y en formación caracterizado por tres rasgos fundamentales:
• la pertenencia pública a una nacionalidad definida étnico–culturalmente y como tal diferenciada de la nación dominante en el seno de un Estado;
• que demanda reconocimiento en cuanto tal nacionalidad diferenciada y
• reclama derechos colectivos políticos o culturales de diverso alcance.
En este sentido, la articulación política de las características comunes y las reclamaciones o exigencias que de ésta se derivan –desde demandas de autoadministración y derechos culturales o territoriales, hasta secesionismo– son el resultado de una construcción política, específica en cada caso, por parte de élites, partidos, movimientos y líderes que, en pos de la «representación de los intereses de la minoría», contribuyen asimismo a crearla en su unidad, a seleccionar sus características fundamentales y a fijar sus tradiciones religiosas o culturales; a programar, en fin, sus objetivos políticos.
Esto constituye un aspecto decisivo sobre el que recientemente los especialistas han llamado la atención. Así, tomando como ejemplo a la minoría rusa en Ucrania, se ha constatado no ya la no correspondencia de los ciudadanos de origen ruso instalados en Ucrania y los que, de hecho, integran la minoría nacional rusa en Ucrania, organizada como tal, sino asimismo su variabilidad en el tiempo al hilo de fluctuaciones relacionales con otras nacionalidades vecinas, con la evolución de la coyuntura económica etcétera. Por otra parte, se ha subrayado el carácter situacional y transitorio de toda minoría, más allá de cualquier fundación primordial en rasgos biológicos, culturales o lingüísticos, así como la existencia de graves divisiones internas en el seno de las propias minorías y la necesidad de combinar un análisis de los intereses diferenciados de grupo con la movilización que los selecciona y redefine políticamente.13
Pero además han de incluirse en el análisis otras variables de tipo estructural e institucional. Así, por ejemplo, se ha señalado que las minorías rusas en la diáspora optan y optarán en los próximos años por el retorno, la asimilación, la movilización en demanda de reconocimiento de derechos individuales y colectivos, la secesión e incluso por la demanda de intervención rusa, dependiendo en cada caso concreto de diversas condiciones en el seno de los nuevos Estados nacionalizadores: variables etno–demográficas, condiciones de vida cotidiana formales (grado de democratización) e informales (presión cultural asimilacionista y de aculturación) en el seno de los Estados de su residencia actual, perspectivas económicas, etcétera.
Si en algún caso resultan imprescindibles los postulados del nuevo institucionalismo –esto es, que los contextos institucionales no se limitan a enmarcar, restringiendo o ampliando, la movilización de los actores, sino que resultan directamente constitutivos de los actores mismos y sus intereses– es en el análisis de los conflictos étnicos. Hasta en casos que apuntan a primera vista a una base primordial étnica, como el conflicto de Ruanda, se ha puesto de manifiesto que las identidades tutsi y hutu, y su fijación como mayorías o minorías, fueron creadas en el proceso de formación del Estado ruandés y no habrían podido ser reproducidas sin una forma específica de Estado que institucionalizó esas identidades.14
A su vez, los casos de las minorías rusas de Estonia (30% del total de la población), Letonia (34%) y Lituania (9%) muestran con elocuente claridad la multiplicidad de respuestas ante las diversas políticas de nacionalización adoptadas por las dos primeras frente a la tercera, y como algunas estrategias generan no sólo un potencial de violencia futura, sino que enquistan el problema volviéndolo innegociable.15 Ahora bien, todo ello, al mismo tiempo, nos remite a un tercer factor en presencia que hasta el momento no hemos mencionado: el irredentismo fomentado por un Estado vecino de la misma etnia minoritaria.
Irredenta
Mientras el nacionalismo de los Estados nacionalizadores se dirige a la construcción política interna de una nación homogénea, los nacionalismos extraterritoriales –que, por lo demás, pueden ser practicados por el mismo Estado que aquéllos– se dirigen más allá de las propias fronteras de territorio y ciudadanía hacia poblaciones que, pese a estar integradas como minorías en Estados vecinos, son consideradas como propias, irredenta que han de recuperarse de un modo u otro, para el tronco común de la etnia madre. El caso extremo sería, desde luego, la anexión, crecientemente costosa, empero, en un mundo de creciente desterritorialización y economización del poder, de pérdida de significación material del territorio, cada vez en mayor medida reemplazada por más sutiles formas de control y hegemonía extraterritorial que no implican la tradicional incorporación física de los territorios irredentos.
Ahora bien, si, como de hecho suele suceder, el Estado en el que reside la minoría es un Estado nacionalizador, el conflicto con el Estado del que originariamente procede, en virtud del cruce de pretensiones contradictorias sobre la misma población, constituye el desenlace más previsible. Este conflicto puede mantenerse latente o manifestarse con violencia en caso de que los líderes del Estado nacionalizador lleven a la práctica políticas discriminatorias o asimilacionistas sobre sus minorías, lo que conducirá previsiblemente a los líderes de éstas a invocar los lazos de sangre con el Estado vecino para acudir en su auxilio. Pero esto, a su vez, agudizará en espiral el nacionalismo extremista de este último, habida cuenta de que el gobierno puede verse en serias dificultades ante la opinión pública por no defender a los connacionales del trato que se les dispensa como minoría, dando lugar a políticas de intervención que pueden preludiar conflictos armado fronterizos.
De ello, en fin, se derivan además perniciosas consecuencias de radicalización del propio nacionalismo estatal, lo que se traduce inevitablemente en una política exterior más agresiva, en militarismo interno y en crisis de la democratización en la política interior de ambos Estados implicados.16
Los armenios en Nagorno–Karabaj,17 los palestinos en Líbano e Israel,18 los rusos en Estonia y Letonia,19 etcétera, constituyen otros tantos casos de posibles irredenta, reclamados por Estados vecinos, y se perfilan con una alta dosis de conflictividad potencial. Las palabras de Kozyrev en la ONU en 1993 y 1995, al justificar una eventual intervención armada rusa en Estonia y Letonia, alegando la violación de los derechos humanos de la población rusa de esos Estados –exclusión en Estonia de la mayoría de los rusos del voto en las elecciones presidenciales y de la formación de partidos políticos–, constituyen un testimonio elocuente de esta dinámica irredenta/intervención.
De hecho, el que los Estados independizados de la extinta URSS se constituyan como Estados nacionalizadores, está retroalimentando en la actualidad un discurso rusófilo en favor de la intervención de Rusia más allá de sus fronteras en defensa de los compatriotas de origen ruso en esos países, muy plausible desde el discurso nacionalista restauracionista de la pérdida de la Gran Rusia.20
Nacionalismos primordialistas
Bajo esta última rúbrica nos referimos a la aparición contemporánea de nacionalismos dirigidos, a su vez, contra los primeros nacionalismos anticoloniales y sus Estados resultantes, cuestionando ora la hegemonía extranjera cultural o religiosa, ora la artificiosa organización territorial impuesta en el nuevo Estado, e invocando para ello una vuelta a las fuentes primordiales y naturales que aquellos primeros nacionalismos independentistas, tributarios a la postre del Estado colonial que combatían, habían preterido. La calificación de primordialista apunta a la procuración en el pasado de unas esencias étnicas, culturales o religiosas, si bien en este último caso hablaremos de fundamentalismo, que se muestra irreconciliable con una magnificada herencia occidental que impregna los nacionalismos anticoloniales.21
Sin embargo, tal y como hemos repetido, tampoco en estos subnacionalismos, poco o nada hay de étnico natural, o primordial, que emerja a despecho del Estado anticolonial, sino, más bien, existe una minuciosa articulación ideológica y político–organizativa de temas tradicionales y étnicos con intereses de grupos y élites en competencia territorial política por recursos.22 Los casos de Bangladesh en Pakistán, los lulua/luba en el Zaire, los baganda en Uganda y el hinduismo hindutva en India ilustran a la perfección el carácter relacional y de construcción política que revisten estos nacionalismos primordialistas étnicos o religiosos.
El caso del nacionalismo hinduista resulta particularmente interesante en este sentido. En efecto, el nacionalismo indio hegemónico durante la descolonización constituía un nacionalismo universalista, donde los criterios étnicos de adscripción desempeñaban un papel secundario. Así, por ejemplo, la especificidad aria se deducía de la cualidad universal de la civilización histórica de la India, más que de características étnicas o raciales. El nacionalismo de los nehru se oponía a la dominación británica incorporando, sin embargo, un modelo universalista de nación de raigambre europea: apertura a la cultura occidental, ius solis versus ius sanguinis en la fijación de la nacionalidad, tolerancia religiosa y secularización del Estado, sistema electoral pluralista, etcétera, constituían elementos de una concepción política de la nación, centrada en los conceptos de ciudadanía y pluralismo. Este nacionalismo de integración favorecía que las minorías religiosas y lingüísticas desarrollaran instituciones educativas propias e incluso solicitaran subvenciones al efecto. Por su parte, la concepción de la nación india de Gandhi era la de un conjunto de comunidades religiosas en pie de igualdad, de tal modo que, rechazada una definición moral–cultural del hinduismo, las consecuencias políticas de aquélla apuntaban una suerte de multiculturalismo.
Frente a este nacionalismo universalista se desarrollaría, sin embargo, un nacionalismo fundamentalista de recuperación de los elementos tradicionales del hinduismo en el que se amalgamaba el culto a la vaca, la medicina ayurvédica, la promoción del hindi frente al inglés, etcétera, con un fuerte rechazo social, económico y cultural de los musulmanes como «traidores» a la patria, de la que resultaban excluidos (lo que afectaba a 110 millones de habitantes en total). Además, frente a la no violencia (ahimsa) se exaltaba al héroe belicista de la mitología hindú (Rama) cuyo culto originaría masacres de resonancia mundial.23 Ahora bien, lo más notorio del caso radica en que esta reivindicación de la «tradición» se realiza a costa de transformar la religión hindú en una ideología política nacionalista de estilo europeo de factura netamente moderna.
Por añadidura, el propio nacionalismo del partido del Congreso vería erosionado su secularismo y universalismo a partir de Indira y Rajib Gandhi, quienes utilizarían la marea nacionalista hinduista para centralizar el Estado indio y desarrollar políticas de unidad nacional frente a las pretensiones de descentralización musulmanas. El resultado fue que, de este modo, se legitimaría la etnificación de la política hindú y se exacerbarían aún más las demandas autonomistas (Punjab, Kashmir), al tiempo que los nacionalistas hindúes explotarían en su favor la crisis del modelo universalista y los argumentos antimusulmanes asumidos parcialmente por el gobierno, lo que se traduciría en el vertiginoso crecimiento electoral del Bharatiya Janata Party.
Finalmente, el caso de la independencia de Bangladesh de Pakistán revela con claridad cómo, tras la exclusión de las élites bengalíes de la administración y la imposición del urdu como lengua oficial, las élites de Pakistán oriental gradualmente articulan políticamente una identidad «bengalí» antimusulmana en la que las desventajas económicas, la subordinación política y la forzada asimilación cultural impuesta por el Estado nacionalizador pakistaní se potencian para dar nacimiento a un poderoso nacionalismo subnacional. Así, pese a que los bengalíes habían participado activamente en la independencia de Pakistán, se desarrolló progresivamente un nacionalismo bengalí antagónico con crecientes demandas de autogobierno que, ante la oposición a la descentralización por parte del gobierno y el apoyo en cuanto irredenta de India, resultaría en la independencia de 1971.
POLÍTICAS PÚBLICAS Y REGULACIONES INSTITUCIONALES ANTE LOS NACIONALISMOS
Como hemos apuntado, una dimensión fundamental de la comprensión de los nacionalismos contemporáneos es la constituida por las estructuras institucionales y las políticas con que, desde los Estados, se abordan las demandas de autogobierno, pues constituyen parte central de su contexto de oportunidad. Y ello, en primer lugar, porque la estructura de incentivos con que se enfrentan los nacionalismos diseña el abanico de opciones posibles, resultando determinante en su acomodo o reactivación como movilización política. Pero, asimismo, en segundo lugar, porque las instituciones ejercen su eficacia específica generando intereses, expectativas, cursos de acción, etcétera, y coadyuvando a formar a los actores mismos en presencia. Esto es, la dimensión político–institucional no constituye un elemento «externo» al nacionalismo, a partir del que éste se exterioriza, sino que integra una de las más importante dimensiones propiamente internas de su movilización en cuanto contribuye decisivamente, en conexión con otros factores (precondiciones económicas, sociales y étnicas, organización e ideología) , no sólo al éxito o fracaso político en la construcción de una nación, sino a la orientación ideológica que reviste el nacionalismo finalmente hegemónico.
Veamos, pues, sintéticamente las más importantes políticas de regulación de conflictos étnicos al uso, agrupándolas en dos grandes líneas: 1) políticas de supresión y 2) políticas de acomodación.
Políticas de supresión
Estas estrategias institucionales tienden a eliminar de raíz el problema, la diferencia subnacional, con objeto de unificar étnico–culturalmente un territorio y constituyen otras tantas variantes de poner en práctica el modelo de Estado nacionalizador al que antes nos hemos referido.
Asimilación
Fue ésta, sin duda, hasta los años sesenta, la estrategia preferida a escala mundial para resolver los problemas subnacionales y de minorías por parte de los Estados. Se trata de una política individualista en la que la ausencia o reducción de derechos colectivos proporciona incentivos positivos y negativos para el abandono de los vínculos nacionales por parte de las minorías y la adopción, en el seno de un proceso simultáneo de State–building y Nation–building, de la lengua, cultura y valores de la nación dominante. La asimilación persigue, por lo tanto, crear una identidad colectiva común de ámbito estatal, suprimiendo o despotenciando las diferencias subnacionales, e incentivando el abandono de la propia cultura y autonomía social de los grupos minoritarios como precio por integrarse en la sociedad mayoritaria.
Ahora bien, dependiendo de la intensidad de estas estrategias nos encontraremos con dos variantes: por un lado, las políticas de asimilación propiamente dichas, que tienen como objetivo explícito la eliminación progresiva o desactivación política de las diferencias nacionales interiores, con vistas a la creación de una identicad étnico–cultural común; por otro, las políticas de integración, que dirigidas a la creación de una identidad común cívica («patriotismo») y no étnico–cultural pueden ocasionalmente mostrarse más flexibles con algún grado de reconocimiento de las minorías nacionales, e ir desde la descentralización administrativa o «federalismo» atenuado (en caso de minorías territoriales) hasta alguna forma de autonomía cultural o política de base étnico–personal (en caso de minorías no territorialmente concentradas).
Las políticas integracionistas favorecen medidas tendentes a reducir las diferencias políticas y económicas entre las comunidades mediante mecanismos de solidaridad y redistribución, socialización en una lengua común y similares hábitos cívicos, así como contra la segregación en política de viviendas o de trabajo, todo ello en el marco de una concepción de los derechos predominantemente individual y en ausencia o residual reconocimiento de derechos colectivos sustantivos. En este sentido, por ejemplo, se rechaza el trato especial para minorías, incluidas en ocasiones la discriminación positiva y las cuotas, privilegiando criterios de mérito e igualdad de oportunidades, así como se deja de lado cualquier tipo de autogobierno pleno.25
Las políticas asimilacionistas, por su parte, no solamente son más agresivas e intensas sino que persiguen fines cualitativamente distintos. En estos casos se pretende no la creación de un patriotismo cívico o constitucional, sino la imposición de una identidad colectiva étnico–cultural global (francesa, rusa o serbia) con carácter exclusivo, lo que implica la paralela supresión de las diferencias subnacionales. Este tipo de regulación se basa en dos muy problemáticas asunciones:
1. Que existe una única cristalización posible –política, cultural e ideológica– de la nación dominante, fundada en a) la sistemática negación de las diferencias internas dentro de la propia nación dominante y b) una supuesta continuidad histórica y primordial, inmutable, de la esencia nacional a través de los tiempos que enmascara el carácter cambiante y políticamente construido de la misma. De este modo, una interpretación determinada, y en este sentido arbitraria, de la nacionalidad (origen, composición social, características, objetivos políticos, etcétera), realizada por y al servicio de intereses políticos y económicos de élites muy concretas, se hace circular como una evidencia «natural», indiscutible para todos los nacionales.
2. Que una identidad étnico–cultural es por definición excluyente de otras, de tal modo que se ignora la posibilidad real, documentada hasta la saciedad en muy diferentes contextos no fundamentalistas, de la coexistencia pacífica, complementaria y enriquecedora de identidades múltiples y compartidas.26
En consonancia con estos supuestos, las estrategias asimiliacionistas o de nacionalización suelen imponer políticas de muy diverso alcance pero de tono siempre anticonsensual y mayoritario. En síntesis:
1. En el ámbito cultural: imposición de una lengua oficial en el sistema educativo, en la administración, en los medios de comunicación e incluso en las actividades privadas (comercio, banca, publicidad, etcétera).
2. En el ámbito político: sobrerrepresentación directa o indirecta de la nacionalidad dominante en la administración, cargos públicos, etcétera.
3. En el ámbito jurídico: privilegio en el derecho privado, civil y mercantil de instituciones, prácticas y convenciones de la nación dominante.
4. En el ámbito económico: trato preferencial de empresas, subvenciones y privatizaciones en favor de las élites de la nación hegemónica.
El asimilacionismo de los Estados nacionalizadores, en sus diversas variantes (viejos o nuevos, independientes o federados), implica una lógica política de exclusión que resulta en extremo erosionante de la lógica de la democratización, pues esta última requiere no sólo una generalización de derechos individuales para la ciudadanía, sino alguna suerte de política inclusiva y de acomodo de las minorías basada en derechos de grupo o colectivos, promoviendo identidades múltiples y complementarias, por completo imprescindibles en las modernas sociedades complejas.
Limpieza étnica
En este caso nos encontramos con políticas –a diferencia de los movimientos no programados de «refugiados»– que implican la expulsión o migración de minorías nacionales, con abandono forzado del territorio de su residencia actual y en algunos casos tras muchos años o incluso siglos de permanencia. Aun cuando en ocasiones se encubran con denominaciones como la de «repatriación», «retorno al hogar patrio», etcétera, el carácter involuntario y forzado de este tipo de limpiezas nacionales, destinadas a eliminar la diferencia interna para construir una nación «única y homogénea», constituye el rasgo básico de esta estrategia.
Es preciso destacar que la lógica de la limpieza étnica, lejos de constituir una anomalía o desviación del ideario nacionalista, constituye una de las políticas posibles del repertorio de los Estados nacionalizadores, congruente con el objetivo último de éstos de conseguir un Estado–nación homogéneo étnico–culturalmente. Por ello la limpieza étnica suele constituir una estrategia no sólo directa y expresa, sino también tácita e indirecta que procura y «estimula» el abandono del territorio mediante una presión cultural, social, activa o pasiva por parte del Estado nacionalizador, con políticas de «normalización», ostracismo, discriminación, etcétera, sobre los miembros de la nación minoritaria, para «aclarar» así el espacio nacional en favor de los auténticos nacionales, quienes aceptan resignadamente la asimilación y la aculturación renunciando a su patrimonio cultural.
Se han distinguido diversas modalidades de limpieza étnica:27
1. Limpieza étnica en virtud de determinadas (indeseables) características físicas: incluye limpieza por razón de raza (naciones indias en América, aborígenes en Australia, asiáticos en Uganda, etcétera).
2. Limpieza étnica basada en rasgos culturales (cultura, religión, lengua y adscripción): armenios, griegos y kurdos en Turquía; musulmanes en India, Bosnia o Croacia, etcétera.
3. Limpieza étnica estratégica: ora contra población de territorios ocupados recientemente, ora de aclaración étnica de zonas conflictivas del propio territorio; transferencias masivas de población para apropiarse de recursos en posesión de la comunidad expulsada, etcétera.
Los casos de Croacia, Yugoslavia, las repúblicas bálticas y otros Estados de la extinta URSS atestiguan la variedad de procedimientos que pueden usarse para incentivar positiva o negativamente la emigración o la «repatriación». Las dificultades económicas y sociales para la vuelta al homeland se traducen, por bloqueo de la posibilidad misma de retorno a los lugares de «origen», en situaciones individual y colectivamente en extremo traumáticas para las minorías nacionales, obligadas incluso a exiliarse en terceros países, lo que rememora en nuestros días las migraciones forzadas de Stalin, los nazis o las naciones indias en Estados Unidos.
Genocidio
Pese a que para algunos investigadores el genocidio se sitúa en el extremo de un continuo de políticas de limpieza étnica, que abarcaría desde la emigración voluntaria, pasando por la transferencia forzada, hasta el asesinato masivo de una minoría étnico–nacional, por nuestra parte, y pese a lo controvertido del concepto, lo sustantivaremos como estrategia independiente y extrema de eliminación de minorías nacionales, étnicas, culturales o religiosas.
El artículo II de la Convención de las Naciones Unidas de prevención y castigo del crimen de genocidio lo define de una manera amplia incorporando toda una serie de actos cometidos con intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico o religioso en cuanto tal, de los que seleccionamos los tres primeros:
a) Asesinato de miembros de un grupo.
b) Generación de daños físicos o mentales a los miembros de un grupo.
c) sometimiento deliberado del grupo a condiciones de vida tendentes a su destrucción.
Por lo demás, los especialistas han identificado mediante análisis comparado cinco factores internos que favorecen la comisión de genocidios:28
1. Divisiones persistentes entre grupos étnicos.
2. Tradición de represión en las élites como modo de mantenimiento de su poder.
3. Desigualdad de trato y discriminación sistemática de las élites hacia los diferentes grupos.
4. Reciente crisis militar o revolucionaria.
5. Ideologías racistas de exclusión.
Por política de genocidio nos referimos aquí, exclusivamente, al genocidio de Estado, esto es, realizado estratégicamente desde la administración civil o militar con objeto de apropiación de recursos, de sometimiento y aterrorización de población, como castigo de una previa rebelión etcétera. En todos los casos el genocidio no sólo se alimenta de prejuicios, mitos y resentimientos varios, sino que las extremadas dosis de fanatismo y violencia que lo caracterizan requieren que se construya ideológicamente mediante una serie de marcos interpretativos recurrentes que faciliten psicológicamente su ejecución. Entre éstos se encuentran: la idea de superioridad racial, la fabricación de arquetipos satanizadores del «otro», la manipulación histórica a partir de una representación del tipo «asesinar o ser asesinado»… marcos interpretativos que resultan más decisivos que las teconologías mismas de la masacre.
Los genocidios de hutus y tutsis en Ruanda y en Burundi, de kurdos en Irak, de chinos en Indonesia, de ibos en Nigeria, de armenios en Turquía, de vietnamitas en Camboya, de serbios por croatas en los años cuarenta del siglo XX, y de croatas y bosnios por serbios en los noventa, etcétera, reflejan la espiral de venganzas que se construye ideológicamente por medio de estrategias narrativas29 y mitos de conspiración, quintacolumnismo, superioridad racial, etcétera, verdaderas «metonimias de la identidad colectiva»30 que perpetúan la agresión y rebelan que el genocidio, además de su brutalidad sin par, lejos de solventar el conflicto étnico, genera reacciones adicionales de violencia que permanecen en el tiempo, suministrando un «capital» ideológico de resentimiento que permite su instrumentalización política posterior, de suerte que víctimas de antaño pueden «justificar» ahora su papel de verdugos (hutus frente a tutsis, judíos frente a palestinos, etcétera).
Políticas de acomodación
Por las razones señaladas, la estabilidad democrática de un Estado plurinacional depende, entre otros factores, también de la solución del problema territorial mediante la utilización de formas no mayoritarias de descentralización del poder político, esto es, de que se desechen las políticas de eliminación del problema que hemos analizado y se lleven a la práctica políticas de acomodación étnica, superando el modelo de Estado nacionalizador en cualquiera de sus modalidades.
Las variantes principales de estas políticas, que han mostrado reiteradamente si no la capacidad de resolver, sí por lo menos plantear de modo no violento y negociado los conflictos etno–nacionales, son el federalismo, la democracia consociativa y la secesión democrática.
Federalismo
Una de las demandas centrales de las nacionalidades sin Estado es la de autogobierno o autonomía, esto es, la capacidad de decidir mediante órganos políticos propios y según la opinión mayoritaria en su seno sobre problemas económicos, culturales y sociales de su interés.
En este sentido, una solución de distribución territorial del poder muy empleada es la descentralización política del Estado. Esta última –a diferencia de la descentralización administrativa, que supone la mera «desconcentración» de decisiones tomadas por el Estado central–implica la posibilidad de que existan instancias de decisión propias en la unidades descentralizadas. Esto requiere la disposición de un propio poder Legislativo, pero también Judicial y Ejecutivo, dotados de competencias sustantivas sobre asuntos de importancia para la comunidad.
La forma de descentralización política por excelencia es el federalismo, que puede ser definido mediante la fórmula self–rule, shared rule (autogobierno más cogobierno).31 Bajo esta genérica etiqueta, sin embargo, el federalismo contempla modelos en extremo dispares de descentralización política, más «semánticos» los unos más reales otros, así como gran diversidad de mecanismos y técnicas institucionales de distribución de competencias, de toma de decisiones, de control y garantías.32 No es este el lugar para abordar tan complejo tema, pero sí para subrayar, al menos, que la teoría federal ha prescindido crecientemente de la elaboración de un modelo general que a partir de la definición «Estado compuesto de Estados» aspire a dar cuenta de las variedades fundamentales de acomodación federal a partir de conceptos como soberanía, Estado propio, etcétera. Por el contrario, se sintetiza una serie de características de la Federación entre las que figuran las siguientes:33
1. Norma constitucional o al menos superior a la ley ordinaria en la que se regulen los poderes legislativo, judicial y ejecutivo propios de la unidad federada y sus competencias.
2. Órganos políticos propios, especialmente poder legislativo, mediante un Parlamento que refleje una correlación de fuerzas políticas eventualmente diferenciada de las del Estado.
3. Soporte financiero que permita el normal desarrollo de las competencias de autogobierno.
4. Participación en los órganos centrales del Estado a partir de mecanismos varios: una segunda Cámara federal, conferencias de cooperación, federalismo de ejecución, etcétera.
5. Órgano judicial de resolución de conflictos (Tribunal Constitucional) entre el Estado central y los federados.
Desde esta perspectiva puede hablarse del federalismo como un continuo desde formas muy descentralizadas y formalizadas hasta toda una serie de federal arrangements que incorpora principios, instituciones y distribuciones de competencias de carácter federal. El grado de federalismo real ha de analizarse en caso concreto, pues resulta frecuente que países con apenas supuestos «rasgos federalizantes», como España, posean un grado de descentralización y acomodación federales muy superiores a otros modelos semánticamente federales: América Latina, Austria, etcétera.
Desde el punto que aquí nos ocupa, sin embargo, la distinción central es la que separa a los federalismos de Estados–nación como Alemania o Estados Unidos (federalismo simétrico), y federalismos de Estados plurinacionales como Canadá, Suiza, Bélgica o España (federalismos asimétricos). En estos últimos las unidades federales coinciden, en líneas generales, con la localización territorial de los diversos grupos nacionales o regionales existentes en el país, si bien presentan grados muy diversos de heterogeneidad, lo que impide elaborar un modelo canónico de federalismo pluriétnico.34 De hecho, el análisis comparado señala que son fundamentalmente dos los ámbitos en que las federaciones plurinacionales evidencian características diferenciales; a saber: la amplitud de competencias de la autonomía de los entes federados y los regímenes jurídicos lingüístico y educativo. Sin embargo, en ningún caso el federalismo asimétrico implica menoscabo alguno a la solidaridad interterritorial entre los Estados miembros correctora del desarrollo desigual, manteniendo o reforzando las desigualdades existentes. Este elemento solidario y cooperativo, decisivo en todo federalismo, conjuntamente con la lealtad de todas las partes a la Federación, deviene imprescindible en el mantenimiento del Estado de bienestar.
Además ha de añadirse que, para aquellos casos donde las minorías nacionales no se hallan espacialmente concentradas, existe una escasamente practicada variedad de federalismo, el corporativo, que no se define exclusivamente en términos espaciales y territoriales y regula la autonomía de grupos geográficamente dispersos mediante la atribución a los ciudadanos de la posibilidad de declarar a qué nacionalidad autónoma se adscriben. Este modelo fue puesto en práctica en la Estonia de la década de 1920, en la Constitución chipriota de 1960, y la propia definición proviene de Renner, referida a las minorías en el imperio austrohúngaro. Este tipo de acomodación permitiría resolver los casos de los anglófonos en Quebec, francófonos en Flandes, pueblos indígenas en Australia y Estados Unidos, etcétera.35
Del Estado democrático unitario el Estado federal asimétrico conserva las ventajas de, ante todo, un estatuto general de ciudadanía basado en garantías y derechos individuales, una pretensión de igualación económica interterritorial y una presencia eficaz en el terreno internacional, y corrige, además, la desventaja de la inexistencia de derechos colectivos o de grupo, la ausencia de autogobierno y la participación solidaria y corresponsable en el marco más amplio de un Estado compuesto.
Un problema ya apuntado de las estructuras federales, así como de otras soluciones de disposición, es su ambivalencia: pueden ayudar a resolver y estabilizar una convivencia multinacional, pero pueden asimismo incentivar los nacionalismos disgregadores y las demandas de secesión. De hecho, algunos autores no consideraban clásicamente su inclusión como estrategia de disposición por cuanto estimulaba crecientes demandas de autonomía y, finalmente, la secesión. Los casos de Nigeria, Checoslovaquia, de Quebec en Canadá, Kashmir y Punjab en India, Cataluña y País Vasco en España, etcétera, ilustran esta dualidad. Pese a todo, el federalismo asimétrico, real y democrático, constituye hasta la fecha el más contrastado modelo de regulación de conflictos nacionales que permite ensayar la difícil síntesis de autonomía política, solidaridad, confianza interterritorial y democratización. Su mayor virtud consiste precisamente en presentarse como alternativa más flexible y renegociable, y a la vez más cooperativa y democrática, que la aparición de Estados independientes, nacionalizadores o no. Pues el federalismo sitúa como fulcro, precisamente, la pluralidad y riqueza de la multinacionalidad en convivencia pacífica, generando mediante la solidaridad y tolerancia institucionalizadas una mucho más rica y «múltiple diversidad» democrática.
Consociación
Originalmente desarrollada por Lijphart en la década de 1960 para analizar la segmentación de grupos político–religiosos en países como Austria, Bélgica, Países Bajos y Suiza en diversos momentos de su historia, la democracia consociacional o consociativa se presenta como una alternativa no mayoritaria para resolver la presencia de segmental cleavages, y entre éstos la plurinacionalidad, en contextos muy diversos del primer y tercer mundos. Sus características fundamentales clásicas son las siguientes:36
1. Gobierno mediante gran coalición que incorpore a los partidos políticos representantes de los principales grupos presentes en la sociedad.
2. Veto mutuo o gobierno de «mayoría concurrente» en asuntos de gran importancia y especialmente en lo que atañe a la reforma constitucional, como forma de protección para los grupos implicados.
3. Proporcionalidad en el reclutamiento de élites y funcionarios, en distribución de fondos públicos y subvenciones, así como en los procesos de tomas de decisión.
4. Alto grado de autonomía para cada grupo en las decisiones que afecten a sus asuntos internos, al margen de la participación proporcional en los asuntos comunes.
Existe un amplio debate entre los especialistas sobre la eficacia de la democracia consociativa para resolver los conflictos étnicos. En general se subraya que, pese a constituir un modelo diseñado para reconocer la pluralidad nacional, presenta serios problemas de estabilidad. El propio Lijphart y autores como McGarry y O´Leary subrayan que los sistemas consociativos requieren una serie de condiciones que, en buena medida, son de aplicación, asimismo, al federalismo asimétrico:
a) Múltiple balance de poder, esto es, no sólo equilibrio entre las partes sino pluralidad de segmentos o grupos a integrar (multipartidismo segmentado y moderado): así, el consociativismo se revela muy problemático en contextos con un grupo hegemónico o con bipolarización entre dos grupos.
b) El abandono, por parte de las diferentes comunidades, de pretensiones de constituir Estados nacionalizadores asimilando a otros grupos. Lo cual resulta especialmente improbable si predominan los partidos nacionalistas radicales en las mismas, pues éstos plantean crecientes demandas unilaterales que apuntan a la secesión (soberanía) y poseen, además, como horizonte estratégico la homogeneización étnica. Todo ello precariza la lealtad común (Overarching loyalty) al Estado compuesto, imprescindible, es decir, al proyecto común de convivencia. Esta lealtad no puede ser obviada por la sola legitimidad del Estado, ni aun por una cultura política común democrática; ambos elementos, sin duda necesarios, deben ser completados, además, con vínculos afectivos y simbólicos comunes, adecuados al carácter diverso y plural del Estado consociativo.37
c) Tradición de jerarquización en las élites, de tal modo que generaciones sucesivas de líderes políticos permanezcan motivadas para sostener el sistema de regulación de conflictos mediante dispositivos no mayoritarios propios del sistema consociativo.
d) Autonomía de los líderes de las diferentes comunidades frente a las bases, imprescindible para negociar y alcanzar compromisos sin ser desautorizados por traicionar los intereses de su grupo. Lo que resulta particularmente difícil dado que la competencia intracomunitaria incentiva la utilización por los líderes de la oposición de la defensa maximalista de los intereses locales.
Los ejemplos de Líbano, Irlanda del Norte, Malasia, Chipre y Fidji ilustran la inestabilidad de la democracia consociativa en ausencia de estos prerrequisitos.
Pero, además, la democracia consociativa ha sido criticada por alguno de sus efectos colaterales, aun en caso de funcionamiento correcto. Podemos señalar algunas de ellas:
1. El consociativismo presupone que las diferencias nacionales son datos objetivos, cuando, como ya se ha dicho, son construcciones políticas muy dinámicas que reaccionan a estímulos estratégicos e incentivos institucionales, modificando en el tiempo sus intereses, demandas y objetivos. Una fuente posible de inestabilidad de este modelo de acomodación deriva precisamente de esa fluidez competitiva de la segmentación nacional que, en razón de las confrontaciones intraetnicas (de élites o de clases), genera maximalismo, deslealtad y políticas de súperoferta.
2. El consociativismo es, por definición, elitista y, privilegiando el protagonismo de las élites de los diversos grupos, pospone la democratización de las sociedades multiétnicas, desatendiendo la dimensión competitiva y la creación de una ciudadanía dotada de derechos y garantías individuales.
3. La democracia consociativa posee una fuente adicional de inestabilidad derivada de que la toma conjunta de decisiones es lenta, puede ser bloqueada por el poder de veto de minorías y es costosa, por cuanto tiende a generar amplios aparatos burocráticos para permitir la representación de los diferentes grupos.
Secesión
La secesión es una acción colectiva por la que un grupo intenta independizarse del Estado en el que se encuentra integrado, de tal modo que ello implique, asimismo, la separación de parte del territorio del Estado existente.38
Ahora bien, la secesión resulta asimismo conceptuada como una política, por regla general de eliminación, para regular en última instancia el problema de la plurinacionalidad. Sin embargo, aquí vamos a considerarla en su forma no violenta, como una modalidad de estrategia de acomodación por dos motivos principales; a saber: 1) porque la secesión como alternativa puede ser planteada de forma pacífica y por procedimientos democráticos, en caso de fracasar fórmulas como el federalismo o la consociación; y 2) la frecuente utilización estratégica, y por lo tanto sometida a renegociación continua, de las demandas de secesión para alcanzar mayor autogobierno, concebidas así como un medio y no un fin inmediato, las sitúa como punto más alto de un continuo de descentralización política.
De este modo, se puede dar cuenta tanto del independentismo que aspira a constituir un Estado propio (eslovacos, ucranianos, quebequenses nacionalistas, etcétera), como de aquellos otros que aspiran a integrarse en otros Estados (serbios de Bosnia, norirlandeses nacionalistas, etcétera).
Tras una larga etapa histórica en la que la solución independentista constituyó la excepción (de hecho, entre 1948 y 1991 se produjeron tan sólo dos o tres casos de secesión en sentido estricto), la crisis de la extinta Yugoslavia, la antigua Checoslovaquia y la desintegrada URSS reintrodujeron con gran fuerza este tipo de estrategia.
Se han señalado, sin embargo, diversos problemas planteados por la secesión que problematizan su supuesta transparencia como solución política «natural» y que resulta preciso tener en cuenta a la hora de su ponderación. Veamos brevemente algunos de éstos apuntados en la literatura reciente:
1. El primer problema se refiere a la determinación de quién tiene el derecho a separarse, esto es, cuál es la unidad territorial relevante y cuál es la mayoría exigible al efecto. Cuestión en extremo complicada por mor de la heterogeneidad interna de las propias nacionalidades. En efecto, en cuanto se deja de hipostatizar la nación como un yo colectivo unitario y se atiende a la pluralidad política y social interna de la misma, comienzan a aparecer las sombras. Así, por ejemplo, la aparición de importantes sectores que se oponen a la demanda de secesión: en Quebec los no nacionalistas quebequenses y los aborígenes; en Kashmir y Punjab los nacionalistas hindúes y los no musulmanes; en Eslovaquia la importante minoría húngara, etcétera.
Solamente en casos excepcionales, en los que no hay gran oposición interna y el área geográfica a separase incluye a la gran mayoría de los que postulan la independencia, resulta ésta poco problemática: la separación de Noruega de Suecia y la de Islandia de Dinamarca serían ejemplos típicos.
2. Otro problema se plantea cuando desde la perspectiva estática del «derecho a la autodeterminación de los pueblos» se desciende a la dinámica de la política competitiva. La aparición de demandas de secesión de un territorio del Estado, especialmente si es un territorio económicamente desarrollado, suscita la aparición antagónica de un nacionalismo de Estado y una interacción potencialmente conflictiva, sobre la base de las cuestiones apuntadas en el punto primero es decir, quién es el pueblo, cuál es el territorio afectado y qué mayoría decide legítimamente la separación (¿el 51%?). El proceso de discusión de la autodeterminación aporta en sí mismo, por ende, un riesgo de desestabilización por cuanto potencia la utilización estratégica de las demandas de secesión por parte de los partidos nacionalistas, aun en ausencia de una mayoría clara en su favor, así como un discurso comunitarista en el que bajo la contraposición arquetípica nosotros/ellos se desliza la de amigo/enemigo. De esta suerte, formulando de modo fundamentalista, el conflicto étnico nacional deviene con frecuencia antagónico e innegociable.
Sin embargo, las demandas de secesión han de ser consideradas al margen de cualquier fijación esencialista definitiva. El dilema que se les presenta a los líderes nacionalistas es, en muchas ocasiones, un trade–off entre un radicalismo maximalista efectivo, con dificultades de alcanzar una mayoría clara en su favor, y el mero uso retórico de la autodeterminación (a efectos de reforzar la identidad de la militancia), a cambio de mayor soporte electoral. La ausencia de autonomía de los líderes respecto a sus bases, tal y como se decía del consociacionalismo, y la competición entre élites en el seno de los partidos nacionalistas suele contribuir al extremismo. Los acuerdos entre grupos en torno a posiciones moderadas resultan dificultados por los incentivos que pesan sobre los líderes en el seno de los partidos nacionalistas para adoptar demandas maximalistas que les permitan mejorar sus posiciones ante las bases, generando una espiral de radicalización que se retroalimenta.39
3. Asimismo, el proceso de construcción de una voluntad mayoritaria de secesión propicia la hegemonía de fuerzas nacionalistas radicalizadas en el seno de las nacionalidades que, junto con discursos de homogeneización, generalizan una cultura intolerante y antipluralista. Esto, a su vez, sienta las bases para un nacionalismo de Estado nacionalizador, de tal suerte que no ya sólo en caso de secesión, sino en cualquier rango de autogobierno y descentralización política previo que se alcance, tiende a ser utilizado para poner en práctica políticas nacionalizadoras de homogeneización forzada (educativa, cultural, lingüística, etcétera), que garanticen una opinión pública convenientemente nacionalizada, sustentadora de ulteriores demandas.
4. Finalmente, una crítica que se plantea a la secesión, y suele pasarse por alto, es la supuesta evidencia de sus fundamentos de principio: «cada nación un Estado, un Estado una nación». Este postulado, empero, en cuanto se examina de cerca resulta en extremo inconsistente. En efecto, la plural realidad cultural, política y social de las nacionalidades que demandan la secesión reproduce en el interior del nuevo Estado independiente los mismos problemas de respeto a las minorías (lingüísticas, emigrantes, religiosas, etcétera), de derechos individuales y colectivos, que tienen los clásicos Estados–nación, y con ello la necesaria adopción, desde un punto de vista democrático, de políticas de acomodación. Todo ello sugiere la idoneidad de recorrer el camino opuesto al seguido usualmente por los nacionalismos secesionistas; esto es, apostar por formas flexibles de disposición negociadas, federales o consociativas, que a su vez generen una dinámica de consenso, pluralismo y tolerancia que vuelva definitivamente prescindibles las ideologías de pureza étnica y exclusión.
En definitiva, la movilización política nacionalista que produce la nación y las políticas y estructuras con que se abordan los conflictos nacionales constituyen dos aspectos inseparables del mismo proceso. Que la dinámica que los relaciona sea un círculo vicioso, generando Estados nacionalizadores, o virtuoso, abriendo vías para la acomodación, depende de las elecciones que las élites en el poder y los nacionalistas realicen en cada caso concreto.
Conclusiones
Como consecuencia de todo lo expuesto respecto de la casuística y de las políticas y regulaciones de los nacionalismos, la formulación de los conceptos de nacionalismo y nación desde la ciencia política urge el abandono de un doble, si bien alternativo, obstáculo epistemológico. En primer lugar, debe tomarse distancia respecto de las asunciones del discurso nacionalista mismo; a saber: la creencia de que las naciones son comunidades objetivas y prepolíticas, sujetos colectivos que, capaces de acción, despliegan en la historia sus demandas y sus luchas en pro de su autodeterminación. Lo cual no implica, sin embargo, en segundo lugar, que pueda desatenderse, desde un supuesto rigor científico, la capital funcionalidad política de la «invención» y del carácter mítico, «imaginario», del relato nacionalista, la capacidad productiva, genética, de la movilización y discurso nacionalistas y los procesos de su eventual generalización en la nación como suceso de masas.
Por una parte, la aceptación del concepto prepolítico, nacionalista, de nación sesga, si no bloquea indefectiblemente, el análisis politológico del nacionalismo como movimiento e ideología. Pues si la nación se considera como una comunidad previa, dada de antemano respecto de la acción, el nacionalismo resulta necesariamente entendido como la mera expresión política de aquella realidad social preexistente. Esta concepción exógena y expresiva del nacionalismo, lo ubica como una emanación puramente adjetiva, instrumental, de una realidad sustantiva previamente constituida que es la nación.
La secuencia argumental a la que aboca este postulado es, en síntesis, como sigue: 1) una previa etnicidad diferencial, articulada en torno a una serie de rasgos empíricos (lengua, religión, raza, cultura, historia etcétera), 2) conforma una comunidad nacional «objetiva», una identidad colectiva sustantiva, 3) dotada preferencias comunes que se configuran como «intereses nacionales» y se imponen por encima de otros posibles intereses sectoriales, 4) los cuales tarde o temprano generan un movimiento nacionalista que, descubriendo y generalizando los rasgos de la diferencia nacional, 5) postula demandas de autodeterminación hacia un propio Estado independiente u otras formas de autogobierno. Esta lógica de la nación sustancial es compartida tanto por los nacionalismos que impugnan el Estado–nación desde su interior, como por los que se movilizan desde el Estado–nación mismo, por detrás del «patriotismo cívico» o «constitucional», frente a otros nacionalismos externos o internos.
El problema surge cuando esta óptica se traslada, de modo acrítico, desde el nacionalismo político a la investigación académica de los nacionalismos y las naciones. Sucede entonces que una concepción esencialista de la nación, como comunidad etno–cultural prepolítica, se retroalimenta con una concepción del nacionalismo como movimiento que exterioriza o refleja, en su acción política, la nación preexistente. De este modo se entrelazan: a) una idea reificada de nación, con su correlato, y b) una concepción del nacionalismo como mera representación vicaria de la nación, prolongación de una narrativa del «descubrimiento» o «renacimiento» nacionalista, elaborada mucho antes de que se produzca la movilización nacionalista misma.
Este modelo se encuentra presente, por ejemplo, en los muy extendidos análisis evolucionistas de las etapas del nacionalismo, en los que éste resulta descrito a modo de desarrollo gradual: una fase primera de redescubrimiento de la diferencia histórico–cultural comunitaria, continuada de una segunda fase de agitación política nacionalista y, finalmente, una tercera de generalización del nacionalismo como hecho de masas. En pocos lugares como en la conocida obra de Miroslav Hroch y sus celebradas «fases A, B y C» de la trayectoria de los nacionalismos se encuentra sintetizada esta posición.40 Pero podemos asimismo detectarla en la génesis de la identidad nacional en la primera fase de los nacionalismos de Liah Greenfeld.41
Sin embargo, si queremos atender a la eficacia específica de la acción política del nacionalismo, resulta preciso abandonar esta perspectiva simultáneamente lineal (pues postula la ineluctable aparición de nacionalismo político, más pronto o más tarde, en el devenir de la nación sustancial) y exógena (pues concibe a este último como la mera expresión política de ésta). Por el contrario, una cabal comprensión del nacionalismo debe dar cuenta simultáneamente de lo siguiente: 1) del carácter endógeno, esto es, constitutivo del nacionalismo en la génesis de las naciones, deviniendo elemento decisivo tanto para el éxito o fracaso de un nacionalismo de masas, cuanto para la orientación político–ideológica de la nación; y 2) de la naturaleza contingente de las naciones, como procesos en puridad políticos de construcción nacional, que tienen lugar, eventualmente, en determinados contextos institucionales y sociales.
Por otra parte, esto nos reconduce al segundo obstáculo, de naturaleza opuesta al anterior, en la investigación de los nacionalismos: el rechazo del concepto de nación o nacionalismo como radicalmente engañosos, encubridores más que clarificadores de los conflictos sociales y políticos reales. El problema con esta apresurada descalificación científica reside, sin embargo, en que la reificación de las naciones, su consideración como comunidades sustanciales y prepolíticas, no es solamente una práctica intelectual de los nacionalistas (y, lamentablemente, de aquellos investigadores que asumen acríticamente sus tesis), sino también, y, sobre todo, un proceso político decisivo en la construcción misma de las naciones. Esta es la razón por la que los estudiosos del nacionalismo no pueden despachar sin más, en cuanto mera «invención de la tradición» o discursiva «comunidad imaginaria», la nación como una realidad ilusoria o espuria, un artefacto ideológico, simple falsa conciencia que enmascara la verdadera realidad social, la realidad de los Estados, de las clases sociales, de los grupos de interés, etcétera.
Por el contrario, tarea fundamental del estudio del nacionalismo es proveer explicación de los procesos de producción de esa, políticamente eficacísima, evidencia compartida de comunidad nacional que aparece en determinados contextos; de la extraordinaria potencialidad creativa de la movilización y el discurso que postulan la existencia de una identidad colectiva inmemorial; de la nación en cuanto colectividad sustantiva de hombres y mujeres que comparten por encima de cualquier otra división una serie de rasgos constitutivos, propios y diferenciales (lengua, historia, cultura, etcétera). El análisis del nacionalismo debe atender, así, no a la procuración de antecedentes más o menos remotos de la identidad nacional, o a las manifestaciones cultural–antropológicas de la diferencia, sino a los factores, procesos y conflictos, mediante los que se afirma, primero, eventualmente se generaliza después y, al hilo de estos procesos, se reformula en mayor o menor medida siempre, la indiscutida existencia de una nación diferenciada hacia el exterior y homogénea en su interior. Las razones para ello son de peso: estos factores y procesos son ontológicamente constitutivos de la nación como hecho político, como evidencia política compartida.
Así, argumentar la naturaleza contingente, no sustancialista de las naciones, no equivale a negar su realidad política, a concebirlas como un constructo ideológico, una quimera instrumental, enteramente maleable a voluntad de los intelectuales o líderes nacionalistas. De ahí la pertinencia última de conservar el concepto de nación para el análisis politológico, bien que redefinido en modo constructivista/realista, esto es, atento al dualismo de estructura y acción. En síntesis: la nación debe ser entendida como el eventual proceso de construcción de una comunidad con base territorial, mediante la producción de vínculos de solidaridad entre sus miembros a partir de intereses y afectos, en competencia interna con otras lealtades y externa con otras naciones y Estados. Visto desde esta perspectiva, el nacionalismo no «expresa» una nación previa, sino que, por medio de la movilización, el discurso y el conflicto, la construye políticamente, en interacción con un orden nacional e internacional que de algún modo se modifica, altera o impugna. Así, el nacionalismo constituye una movilización política (organización, repertorio estratégico, liderazgo y discurso) que posee un triple objetivo: 1) la creación de una comunidad nacional como evidencia indiscutible, a partir de la selección de determinado rasgos diacríticos; 2) la autodeterminación de una comunidad nacional para conseguir su autogobierno y, en la medida de lo posible, un propio Estado independiente; y 3) la utilización de ese Estado en favor de la mayoría nacional, su cultura, lengua e intereses.
El nacionalismo –compitiendo con otras identificaciones nacionales o sociales en el interior y en el exterior de los Estados– contribuye de modo decisivo a fabricar la propia realidad («nación») que dice reflejar, expresar o reivindicar. En definitiva: la nación no es la causa, sino el efecto del nacionalismo. Si bien no como causalidad única, sino en conflicto con otros actores y discursos, mayorías y minorías; y sólo en determinados contextos sociales e institucionales propicios.
Referencias
1 Véase, por ejemplo, Deutsch, Nationalism and Social Communication, Cambridge, Mass, MIT Press, 1953. De modo muy diferente Rokkan, subrayando la no linealidad evolutiva y la no correspondencia de los procesos de nation–building y state–building, S. Rokkan, State Formation, Nation Building and Mass Poltics in Europe, Oxford, Oxford University Press, 1999.
2 B. Anderson, Imagined Communities, Londres, Verso, 1983.
3 E. Tiryakian, y R. Rogowsky, New Nationalisms of the Developed West, Londres, Allen and Unwin, 1985.
4 M. Hetcher, Internal Colonialism, Berkeley, Berkeley University Press, 1975.
5 J. Breuilly, Nationalism and the State Manchester, Manchester University Press, 1993.
6 M. Guibernau, Los nacionalismos, Barcelona, Ariel, 1996; y Michael Keating, Naciones contra el Estado, Barcelona, Ariel, 1996.
7 Véase al respecto, R. Máiz, «Politics and the Nation: Nationalist Mobilization of Ethnic Differences», Nations and Nationalism, vol. 9, 2, 2003, pp. 95–213; y J. Rudolph, y R. Thompson, Ethnoterritorial Politics, Policy and the Western World Boulder, Westview, 1989.
8 M. Beissinger, Nationalist Mobilization and the Collapse of the Soviet State, Nueva York, Cambridge University Press, 2002.
9 J. Linz y A. Stepan, Problems of Democratic Transition and Consolidation, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1996.
10 R. Stavenhagen, Ethnic Conflicts and The Nation State, Londres, McMillan, 1996.
11 R. Brubaker, Nationalism Reframed, Nueva York, CUP, 1996.
12 J. Jackson, National Minorities and the European Nation–states Systema, Oxford, Clarendon Press, 1998; P. Kraus, «Minderheiten», en D. Nohlen (Hrsg.) Lexikon der Politik München, 1996; y F. Heckmann, Ethnische Minderheiten, Volk und Nation Sttuggart, Cotta, 1992.
13 Véase por todos, T.R. Gurr, Minorities at Risk Washington, I. of Peace, 1993; y Peoples versus States Washington, I. of Peace, 2000.
14 M. Mamdami, «From Conquest to Consent as the Basis of State Formation», New Left Review 216, 1996.
15 D. Laitin, «National Revivals and Violence», Archives Européennes de Sociologie 36 (1), 1995, pp. 3–43.
16 R. Brubaker, op. cit., p. 123.
17 D. Rieff, «Case Study in Ethnic Strife», Foreign Affairs, vol. 76, núm. 2, 1997.
18 G. Bowman, «Conceiving the Palestinian Nation from the Position of Exile», en E. Laclau, The Making of Political Identities, Londres, Verso, 1994.
19 A. Lieven, The Baltic Revolution New Haven, Yale University Press, 1993.
20 Lapidus y Zavlavsky, From Union to Commonwealth Cambridge, CUP, 1992, y M. Beissinger, op. cit.
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